El hermano invisible

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¡Qué desagradable es la sensación de despertarse y ver que todo sigue igual que ayer! Sole ha abierto los ojos con la claridad de la mañana. Un rayo de luz cálido calienta sus sábanas. Si en la ciudad escuchaba el ir y venir de los motores de los coches, ahora puede escuchar las golondrinas, que endulzan el aire con su sonido. La chica se hace un ovillo y cierra con fuerza los ojos y los puños, como si, de ese modo, el cuerpo de su amor se materializara por arte de magia. «Ojalá tuviera poderes mágicos», piensa.

Komotú sube a la cama y le pide con las patitas que le abra la ventana. La chica accede a su petición y el gato parece despedirse con un pequeño maullido. —Que pase usted unos buenos días, señor Komotú. Se queda sola en la habitación. Parece que Andrés se ha despertado hace un rato: su cama está hecha a la perfección, como si la hubiera hecho la camarera de un hotel. Los dos hermanos son muy distintos: el chico tiene la ropa bien colocada en su armario, mientras que Sole la ha amontonado en la silla y, por supuesto, no se va a hacer la cama si no es por causa de fuerza mayor, es decir, que su madre se lo ordene. Se oye actividad procedente de abajo, del comedor: un rumor de platos y de sillas que se mueven de aquí para allá. Sole baja lentamente la escalera para no llamar la atención. Su hermano

está barriendo el comedor, la madre está fregando los platos y unas ollas, y su padre está ordenando unos trastos. —Mamá, Sole ya está despierta —observa Andrés. —Chivato —le sisea su hermana—. Buenos días a todos. Mamá, ¿qué estáis haciendo? —Arreglar la casa —responde la mujer mientras enjuaga una gran olla de barro. —Arreglar no es fregar —dice la chica, a quien no le apetece nada colaborar—. Tengo hambre. ¿Qué hay para desayunar? —Polvo —contesta Andrés con un paño en la mano—. Hoy vas a comer polvo. —Qué gracioso... No, en serio, ¿qué hay? Inés se seca las manos con un paño de cocina y resopla. —¿Te acuerdas de dónde está la panadería? —Más o menos. La madre saca unas cuantas monedas de su billetera.

—Compra pan y cuatro cruasanes, y si hay leche, compra un litro. Sole acepta el pedido: es mejor ir a comprar que limpiar la casa. —¡Yo quiero uno de chocolate! —le grita Andrés. Ella lo ha oído pero no le contesta, para hacerle rabiar. De camino a la puerta, se cruza con su padre, quien carga una caja de cartón. Se le nota fatigado pero feliz. —Buenos días, hija. —Ernesto deja la caja en el suelo y le abre el gran pórtico a Sole. El sol entra y lo inunda todo con su grandeza. La chica sale al exterior. Ante ella se presentan un jardín poco cuidado pero de árboles exuberantes y plantas enredaderas y, si levanta la mirada, un horizonte de montañas y llanuras; frente a ella, en línea recta y a menos de un kilómetro, aparece el pequeño pueblo.

Poco a poco, la muchacha hace memoria y recuerda cómo, en ese mismo camino, aprendió a montar en bicicleta. Sin pensárselo dos veces, se dirige a una pequeña casita de madera situada al lado izquierdo del jardín. Cuando abre la puerta descubre algo que había formado parte de su infancia. En el trastero polvoriento encuentra las herramientas de su padre, una silla pendiente de arreglar y, en el fondo, tapadas con una manta, las bicicletas. Decide destaparlas y se maravilla al ver su vieja mountain bike, una de esas baratas, de color rosa. La saca a trompicones, chocando con todo lo que hay a su alrededor, y cuando consigue sacarla se da cuenta de que tiene las ruedas deshinchadas. En ese momento vuelve a salir su padre y, sin decirle nada, entra en el trastero, saca una bomba y le hincha las ruedas. —Papá, ¿crees que estoy loca? —pregunta la chica. —¿Loca por qué, hija?

—Por lo de Óscar. ¡Es que no me lo puedo quitar de la cabeza! Ernesto se levanta y le da un abrazo. —No confundas nunca el amor con la locura. Esto nos ha pasado a todos. —¿Cuándo vamos a volver a la ciudad? —Sole, no nos hagas esto. Hace cuatro años que tu madre y yo no tenemos vacaciones. Aquí en el pueblo están los abuelos y... La chica no le deja continuar. Coge la bicicleta, monta en ella y se dirige al pueblo, ante la mirada atónita de su padre que la ve alejarse. «Es una edad difícil. Ten paciencia, Ernesto, ten paciencia.»

Enseñame el cielo. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora