Nueve

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Después de los insistentes mensajes de Laura preguntando qué voy a ponerme el sábado, decidí apagar mi móvil.

En este momento Ryan está de pie al otro lado de mi escritorio invitándome a comer.

—Vamos, no seas amargada —resoplo. Cómo detesto esa palabra. Tomo un bloc de notas y se lo lanzo.

—No soy amargada, no tengo ganas y ya —Él rueda los ojos y me lanza el bloc de vuelta. Antes de irse voltea a verme, acomodando su saco elegantemente, y me da un guiño.

—Tú te lo pierdes —advierte. Me rio y él se va.

En cuanto sale, mi sonrisa desaparece y tiro la cabeza hacia atrás mirando al techo. Sujeto mi muñeca y cierro los ojos, deseando que todas mis preguntas obtuvieran una respuesta.

Un rato después dos golpes en la puerta me sobresaltan y me hacen enderezarme con rapidez.

—Mira a quien tenemos aquí —digo con una sonrisa—. ¿Acaso no puede estar diez minutos sin mí, señor?

—Ni un minuto —dice Ryan. Sonrío y señalo la bolsa de papas fritas que trae con gesto interrogativo—. Por favor, conozco esa cara. Necesitas un poco de esta porquería.

—Es fundamental para una alimentación balanceada—replico. Menea la cabeza y se sienta frente a mí para devorar su comida. Le agradezco por las papas y cuando empieza a charlar me desconecto.

—...Y supe que estaba destinada para mí, con esa pierna robótica y los ojos sangrantes —Mi mirada deja la pared y cae en sus ojos ambarinos con velocidad.

—¿Qué dem...? —Él suelta una carcajada que interrumpe mi pregunta y cierro los ojos avergonzada por no haber prestado atención. Pronto cambia su mirada divertida por curiosidad.

—Llevo siglos hablando de estupideces y apenas lo notas —Deja su bandeja vacía sobre la otra silla y me doy cuenta de que sostengo una papa en la mano que no he terminado de comer. La regreso a la bolsa y lo veo ladear la cabeza—. Dime.

Suspiro, indecisa, antes de tragar saliva para retener el nudo en mi garganta. Odio llorar pero últimamente parece que siempre hay lágrimas al borde de mis ojos. Apoyo los codos en mi escritorio y lo miro a la cara.

—Tengo algo que contarte. —La preocupación y el desasosiego cruzan su rostro pero adopta una expresión tranquilizadora y amable.

Le digo todo lo que sé y lo que no sé. Lo de mi madre que nunca le conté, la forma en que nos abandonó; lo de mi tía, lo sueños que empeoran, aquella fiesta a los dieciséis, lo de mi tatuaje.

Le cuento de mi falta de recuerdos, y el terrible miedo que siento de enloquecer, de que todo sean alucinaciones y mi paranoia resulte ser un síntoma de la demencia. Todas mis teorías estúpidas, mis temores.

Todo sale, hablo sin parar. Siento mis pulmones vacíos y mi pecho ligero cuando termino de hablar.

Él me mira por dos largos minutos, sé que intenta procesarlo y busca qué decir. Mis ojos están humedecidos y mentalmente ruego que no me llame loca porque me va a destrozar.

—¿Cómo has soportado esto tú sola? —pregunta suavemente. Me desmorono, derramando las lágrimas que he estado reteniendo.

Ryan llega a mi lado en un parpadeo, sofoco un ligero sollozo en su pecho cuando me abraza con fuerza. Lloro en silencio mientras él acaricia mi cabeza tiernamente.

Quisiera llorar como sé que necesito, sollozar como mis pulmones me lo piden y quizá gritar de rabia. Pero no puedo hacer una escena en mi lugar de trabajo y aunque intentara, estoy segura de que simplemente no podría.

No sé cuánto tiempo ha pasado cuando me separo de él y limpio mi cara con velocidad.

—Bueno, me siento mejor. —Lo miro y él niega.

—Ni lo pienses. Vamos a hablar de esto. —Le doy una mirada a mi ordenador, buscando la hora.

—Después, hay que volver a trabajar —Sonrío pero él no se mueve, se limita a fruncir los labios y reconozco ese gesto por su necedad —. En serio, platicamos luego —Ryan se incorpora con la mandíbula tensa.

—Ni se te ocurra pensar que lo voy a dejar así. Iremos a cenar esta noche y no te dejaré ir hasta que hablemos de esto.

—Que pésima manera de pedirme una cita —digo para romper con su seriedad. Él entrecierra los ojos y suspiro—. No puedo, tengo que llevar a mi hermana a casa. Y antes de que digas que le deje el auto y tú me llevas a casa, te aviso: no sabe conducir.

Consigo que su rostro se relaje y niega despacio.

—Qué casualidad. Bien, te veo en tu casa —anuncia y se encamina a la puerta.

—¿Qué? No, no, no, no. No puedes ir a mi casa —Me apresuro a decir. Él se gira y rueda los ojos.

—No creo que deba pedir permiso para hacer una visita, Cass.

—No vayas, no puedo llevarte, no quiero... Es que —balbuceo—, bueno, es que no llevo a nadie ahí. —Sus ojos recuperan un brillo malicioso pero no hace ningún comentario al respecto.

—Bien, mañana hablaremos. Debe haber algo que podamos hacer —bufo incrédula—. Debe haberlo. No voy a permitir que sufras así —agrega en voz baja y sale de mi oficina antes de que pueda agradecerle.

De alguna manera mi mente me lleva a Laura y recuerdo que no he respondido a ninguno de sus mensajes. No quiero que crea que no me alegro por ella, porque lo hago.

Y aunque es imposible decir que no es extraño, e incómodo, es cierto que le deseo la felicidad. Tomo mi móvil y lo enciendo, preparando un simple texto que sé va a hacerla sonreír:

«Me pondré lo que tú quieras. Nos vemos ahí».

Susurros ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora