Seis

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Resulta que me equivoqué.

La mujer, Larissa Armstrong, no es mi madre sino mi tía.

unca pregunté por mamá pero mi padre debió decirnos que ella tenía una hermana. Papá es hijo único y sus parientes más cercanos son primos lejanos que ha visto rara vez y que a nosotras nos importan poco.

Pero una tía, eso cambia las cosas.

Larissa me dijo que no tenía familia propia y que, por pasarse tantos años viajando, había desechado la idea de ser mamá.

Dijo que había ido a nuestra casa, que buscó información de mí y así había dado a mi trabajo. Me resultó sospecho pero no dije nada. Le conté que mamá nos abandonó hace veinte años y ella mencionó que la última vez que nos vio fue cuando Lily tenía como cuatro años.

No dejaba de hablar y toda su información me hacía sentir mareada e incómoda. Tuve que decirle que no podía recibir visitas personales en horario laboral y que ya había pasado mi hora de comida.

Se dio cuenta de mi petición pero siguió sonriente, sólo cuando iba a irse se puso seria y agregó que necesitábamos hablar.

Me dio su tarjeta, yo le di mi número y suspiré de alivio cuando se fue. Grabé su teléfono en mis contactos como «número desconocido» y tiré la tarjeta a la papelera.

Lo admito, esa visita aún me tiene tensa y nerviosa.

Mi primer pensamiento al verla me aceleró el corazón. Fue vergonzoso que ella me mirara con lástima y dijera que no era mi madre. Me mantuve en silencio todo el tiempo que estuvo en mi oficina, respondiendo breve cuando cuestionaba algo.

Aunque sigo con cientos de preguntas arremolinándose en mi cabeza.

Por la niña que fui me gustaría saber sobre mi madre. Preguntarle si sabe dónde está, por qué nos dejó, por qué nunca nos buscó. Me da miedo oír las respuestas y aun así quiero saberlas.

Nunca pensé mucho en ella, cuando se fue, nadie preguntó de nuevo por mamá. Papá quedó destrozado, sí, y supongo que nosotras la extrañamos también, pero si alguna vez pregunté por ella no me acuerdo. Y Lily jamás ha sentido interés.

Sacudo la cabeza y me pongo de pie, tomando mi bolso para salir de la oficina.

No estoy segura de por qué pero decido no contarle sobre Larissa a papá, mucho menos a mi hermana. Primero debo averiguar cuál es el motivo de esa visita, qué significa la repentina aparición de mi desconocida tía.

Mis pensamientos son interrumpidos por el timbre del elevador, que se abre frente a mí para llevarme al estacionamiento subterráneo. Con un suspiro entro y me abrazo a mí misma mientras las puertas se cierran. Un chirrido me informa que la cabina comienza a descender.

Los cinco pisos para llegar me impacientan. Salgo quince minutos antes que los demás y el estacionamiento, como el elevador, están siempre solos, disparando mi ansiedad.

Mi piel se eriza y me pego a la pared del cubículo, en una esquina, para tener vista de todo el ascensor. Le doy una mirada al espejo redondo de la esquina, en el que está la cámara y entrecierro los ojos cuando noto una figura distorsionada a mi lado.

Un escalofrío atraviesa mi espalda, como un latigazo, y contengo el aliento. Sé que soy yo la que está de pie en el reflejo pero también sé que es imposible que mi sombra sea tan oscura con el nivel de luz del elevador y el ángulo en el que estoy parada.

Aprieto los dientes y no parpadeo, sigo mirando con detenimiento a la sombra que se yergue justo a mi derecha. Trago saliva e inclino la cabeza un poco, notando que mi reflejo me imita pero la sombra no.

Mi respiración se vuelve superficial y no despego los ojos de la imagen en el espejo distorsionado. Siento frío de nuevo y la angustia se propaga por mi sistema.

Quiero voltear pero no me atrevo. Los mechones que se escapan de mi coleta y caen cerca de mi cara, se mecen ligeramente, como si una exhalación bailara con ellos.

Me estremezco, detestando a la presencia que se impone junto a mí. Aprieto los ojos y me concentro en mi pulso acelerado.

No quiero tener miedo, necesito ser valiente. Respiro hondo y abro los ojos para enfrentar mi temor pero cuando miro a mi lado no hay ninguna sombra y el elevador ha abierto su puerta.

No pierdo tiempo y salgo a trompicones del ascensor.

Saco las llaves de mi bolso lo más rápido que puedo, sintiendo un escalofriante hormigueo en mi nuca. Me ahoga la idea de que esa presencia me persigue, creo que me observa, que viene tras de mí.

Un nudo se agolpa en mi garganta y vislumbro mi coche junto a una columna a unos diez metros de mí. Empiezo a trotar hacia él, alarmada, y las luces del estacionamiento parpadean como en esas estúpidas películas de terror.

Suelto un grito cuando duran más de tres segundo apagadas y tropiezo con mis propios pies. No caigo, pero mis ojos se llenan de lágrimas y siento miedo.

Un terror que me cala hasta los huesos.

Abro la puerta de mi coche y entro con un salto, sollozando asustada, para encenderlo con lágrimas escurriendo por mis mejillas.

«¿Por qué no vienes?», escucho. Es un siseo del viento que retumba en mi cabeza. ¿O estoy alucinando? Niego aterrorizada antes de salir de este lúgubre lugar.

Susurros ©Where stories live. Discover now