—Su sonrisa —sus ojos verdes se le llenaron de lágrimas, mismas que quiso ocultar—. A-ah —le tembló la voz al intentar seguir—, ella tenía una sonrisa de lo más estúpida. Era bastante estúpida: era rubia —se rió, y Anneliese, a pesar de que odiaba sus bromas sobre rubias, sonrió... hasta que él añadió—: cada vez que estaba en problemas, la muy idiota sonreía. Cada vez que yo le preguntaba si todo iba bien, ¡ella sonreía! ¿No crees que era de lo más estúpida? ¿Qué clase de persona se ríe, cuando lo que quiere es llorar? ¿Por qué no podía llorar, como toda la gente, y hacerme saber que algo no estaba bien?

"Ahora entiendo por qué dicen que las rubias son tontas —le había dicho Nicolas, la mañana en que la encontró llorando detrás de la oficina del entrenador de soccer—. Se ríen. Se ríen cuando lo que quieren es llorar. ¿Por qué no pueden llorar como toda la gente, y ya?"... «Así que de eso hablaba él».

Anneliese se encogió de hombros.

—Porque era rubia —aceptó.

Nicolas se rió y ya no trató de ocultar el llanto; se limpió las lágrimas y suspiró, intentando controlarse.

—Fue mi culpa —hipó.

Annie sacudió la cabeza.

—No lo fue.

—Sí lo fue, Anne —atajó él—. Yo lo sabía. Sabía lo que ocurría. Yo le vi los moretones un montón de veces, pero nunca me metí.

—Pero ella no te contaba —intentó consolarlo.

—Preguntar no es suficiente —él se limpió las lágrimas una vez más—. Indagar superficialmente sobre un problema que tú sabes que existe, y no insistir ante la negativa, es hipocresía, es un falso interés. Es para lavarte las manos, para aplacar tu conciencia, para decirte que tú sí intentaste, que tú sí preguntaste..., pero no es cierto —sollozó.

—No —Annie se sentía irreal. No era sólo el hecho de que nunca antes hubiese visto llorar a un muchacho, sino que, sus palabras...

—¡Sí, Anne! —él se alteró un poco; parecía enojado... pero con él mismo—. Y ¿sabes por qué no me interesé más por el tema? —la rubia no respondió; aguardó la respuesta, en silencio—. Porque prefería salir con mis amigos, a drogarme.

»Le puse más atención a un cigarro de hierba, que a mi hermana —sollozó—. ¿Sabes en qué tipo de hospital estaba internado?

Anonadada por el exceso de información, Anneliese sacudió la cabeza.

—No era ningún manicomio —se rió—. Era un centro de rehabilitación: no fui yo quien la mató ¡pero igual dejé que lo hicieran!

—No —insistió ella, débil.

—¡Lo hice! —atajó él, restándole importancia a su réplica; se le habían enrojecido algunas áreas del rostro y jadeaba entre sus palabras..., entre sus lágrimas—. Y merecía morir por eso, pero soy un cobarde y jamás lo intenté. No en serio: comencé a meterme cada vez más cosas, quería una sobredosis y una vez la conseguí: mi corazón se paró dos veces, la segunda por todo un minuto (¡quería pedirle perdón!) pero... ella no estaba ahí. ¡No hay nada después de esto! ¡Ella no está en ningún puto lado! —su voz arrastraba una desilusión infinita—. Y luego ellos me trajeron de vuelta y... pasé más de un año escuchando cómo no fue mi culpa, ¡y lo es, Anne! ¡Lo es! —tembló.

Y ella no fue capaz de decir nada más; se sentía... etérea —¿Él había estado muerto?—. Alargó los brazos y, cogiéndolo con suavidad por la nuca, lo acercó a su pecho; Nicolas no opuso resistencia alguna y Anneliese lo dejó llorar por largo rato, tanto como él necesitó. Cuando el muchacho se tranquilizó, débil como se encontraba, apoyó la cabeza sobre las piernas femeninas y ella lo acarició, quitándole los cabellos, de ese rubio sucio, de la frente.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now