– Ha comenzado ella– suelto, sin pensarlo.

Ha sonado como si fuese una niña pequeña, y me arrepiento. Sin embargo, él se ríe de ello.

– Sonaste como una niña pequeña– dice y sigue riendo.

Para mi desgracia pensó lo mismo que yo. Mi arrepentimiento va in crescendo y me acabo sonrojando un poco. Él me mira y me sonríe, me toma de la mano y nos adentramos en el bosque.

Nos quedamos sentados en un lugar tranquilo. Comienza a contarme historias que se va inventando a medida que las cuenta. Sin embargo, intenta que no se le note. Entonces yo comienzo a hacerle preguntas para ver si se las inventa o no. Esto acaba transformándose en un juego en el cual yo gano si logro que se contradiga y tenga que admitir que se la inventaba y él gana si consigue demostrarme que no era una improvisación.

– ¿Entonces cómo llegó Nadia a la posada si se había roto el puente que separaba esa posada del resto del mundo?– pregunto.

– Eso es lo que te iba a contar ahora, Nadia había llegado a través de unos túneles creados por los antiguos que apenas unos pocos exploradores conocían. Además entre ellos se habían jurado que nadie más debía conocer la existencia de esos túneles, así se convirtieron en exploradores a los cuales se les atribuía características míticas y mágicas.

– ¿Pero Nadia no era una guerrera, sino porque ha contado todas esas batallas?

Él sonríe divertido. Vamos reconócelo te estoy acorralando. Sacude la cabeza.

– Nadia antes había sido recluta en el ejército real pero no le gustaba, aunque le pagaban muy bien– dice justificándose.

– A claro, ahora en su pasado fue guerrera y ahora exploradora... ¡Qué conveniente!

– Bueno la historia no la he creado yo– me dice mientras ríe.

Si no fuese por la risa me lo creería, pero sé que miente. Es tan mono intentando engañarme. Río.

– Mientes vilmente– digo y me río.

– ¡Eso todavía no lo demostraste!– No niega que esté mintiendo.

"¿Lo ves?" Quiero responderle. No me costaría nada destruir la historia pero prefiero alargar el juego. Él también parece con ganas de continuar.

Reímos y reímos, entre pregunta y respuesta. Creo que nunca me lo había pasado tan bien, esto es genial, él es genial.

Suena a lo lejos, el aviso de que es la hora de comer. Nos dirigimos juntos al comedor. Pasando por la puerta grande, un médico se acerca a Morgan. Le dice algo que no oigo. Miro a Morgan con cara interrogante.

– Luego nos vemos, tengo que ir con él médico.

No quiero separarme de él.

– ¿Por qué?– pregunto, trato de agarrarlo del brazo pero mi mano se resbala.

– Aún no lo sé– me dice mientras que toma una dirección diferente a la mía– luego te cuento.

Me siento un poco triste por tener que alejarme de él. Sigo caminando, con menos alegría que antes, hacia la fila que se acaba de formar para recoger la bandeja de comida.

Aunque veo al grupo de chicas, prefiero comer sola. Me siento en la parte final de una mesa que no está muy ocupada. Por suerte o desgracia un chico viene a sentarse en frente mía y comienza a hablarme.

– Hola– me dice mientras se acomoda en su silla.

– Hola– respondo antes de comer el bocado que tenía preparado.

– ¿Cómo te llamas?– pregunta interesado.

– Azul, ¿y tú?

– Sergei. – Guay otro nombre poco común– Me gusta mucho ver a los pájaros volar. Mi sueño es volar con ellos, por eso recojo estas plumas y cazo estas palomas– me dice mostrándome una colección de plumas grises y un puñado de palomas y cuervos muertos en extrañas posturas.

Yo me quedo horrorizada de ver todos esos animales muertos. Mi cara es indescriptible, algo similar al asco, la pena y la sorpresa mezclado.

– Son bonitas ¿verdad?– prosigue.

Niego con la cabeza, sin cambiar mi expresión de asombro. Él no me mira, no se da cuenta de nada. Las vuelve a guardar. Comienza a hablarme de que a él le encantaría volar y tener alas, por eso recoge las plumas para confeccionarse unas alas a medida y bla, bla, bla.

Acabamos de comer, y para mi desgracia o fortuna, acabamos al mismo tiempo, salimos del comedor y me sigue hablando. De vez en cuando observo sus ojos, llenos de ilusión por lo que me está contando, bueno al menos tiene ilusión.

Paseamos a la sombra del edificio principal. Trato de no acercarme mucho a sus animales mientras él está inmerso de lleno en un discurso sobre un estudio que hizo sobre las alas de las aves.

–... si te fijas, todos tienen una fila de plumas más cortas y que van aumentando de tamaño a medida que te acercas al cuerpo del animal y...

Le interrumpe un chillido. Me tapo los oídos, asustada. El chillido no parece humano, suena como si todas las aves que lleva Sergei se hubiesen despertado y comenzasen a quejarse de su dolor con sonidos desgarradores.

– ¿¡Qué es eso!?– alcanzo a gritar mientras soporto el ese ruido como puedo.

Sergei también se tapó los oídos. Me mira interrogante. Me acerco a su oreja y aprovecho un momento en el que hay menos ruido, para gritarle al oído la pregunta. Me oye, se tapa de nuevo. Es mi turno de escuchar.

– Es una mujer que de vez en cuando le da por gritar, solo se puede esperar a que acabe– me grita al oído.

Busco a la mujer con la vista, y me encuentro a la Sin Nombre. Aquella chica muda de la sala de dibujantes. Tiene abierta la boca, los ojos desorbitados y mira al cielo. Me acerco a ella.

– ¿¡Qué te pasa!?– le grito lo más fuerte que puedo.

Ella baja la mirada y al verme cierra la boca de golpe. Se calla. Se sienta en el suelo y comienza a llorar. Sergei me hace señales de que se va a cazar y le despido con un gesto rápido de la mano. Me agacho junto a la chica.

– Hey, no quería ponerte así– le digo con la voz más dulce que puedo, pero ella sigue llorando.

La abrazo. Al principio parece que me rechaza. No quiero que llore, pero tampoco quiero agobiarla. Cuando me voy a soltar, apoya su cabeza en mi hombro, y me abraza. Decido de prolongar el abrazo, todo lo que haga falta. Poco a poco, mágicamente, comienza a relajarse, su respiración se vuelve tranquila y regular, y por fin se encuentra mejor.

– Así mejor preciosa– le digo dulcemente.

Ella levanta la cabeza, me mira y sonríe. Es una sonrisa pequeña y tímida, pero es preciosa.

– ¡Azul!– Oigo mi nombre.

Me giro y veo a Morgan. Me alegro de verle le hago señas para que se acerque. Veo en él un gesto de tristeza. Mi expresión se transforma en preocupación. Llega a mi altura, no abre la boca.

– ¿Qué te ha pasado?– le pregunto cuando veo, por sus ojos que él también ha llorado.


AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora