Sin embargo, más tarde, ya en el receso, ella se acercó a Annie y le comentó que jamás creyó que Nicolas se deshiciera de esa perrita.

—¿Por qué? —le preguntó la rubia.

—Ya sabes... —la animadora se encogió de hombros—. Es hija de la perrita de su hermana.

La rubia frunció el ceño, confusa.

—¿Nicolas tiene una hermana?

La animadora la miró con atención, como si preguntara: «¿No lo sabías?»

—Bueno —dudó en continuar—. Ya no. Ella falleció.

Y entonces Anneliese creyó entender: «Yo... quiero tener siempre algo suyo», había dicho el francés.

... Pero Anneliese no entendía lo que sucedía, realmente.

* * *

Mientras esperaba a que su padre se decidiera por un movimiento en el ajedrez, Angelo Petrelli pensaba en que no tenía ningún deseo de asistir aquel día al restaurante. Era el tercer sábado de febrero y se sentía exhausto, por lo que se alegró cuando Raffaele finalmente pareció decidirse por una pieza; era la reina —con ella, el hombre tenía sólo dos movimientos y, en opinión del muchacho, ambos muy malos, ya que lo llevaban a un mismo destino: una rápida e inminente derrota—. Angelo se incorporó, preparándose para concluir el juego inmediatamente, pero el hombre no movió nada, se quedó ahí, con los dedos a pocos centímetros de la reina. Los ojos grises de Angelo subieron al rostro de su padre, a quien encontró sonriendo de lado. El muchacho dejó escapar el aliento, torciendo una sutil mueca de diversión: había caído de nuevo.

A veces, cuando se quedaba atrapado en alguna jugada, Raffaele hacía tiempo —para que la mente de su hijo divagara—, luego fingía que iba a mover una pieza (la que, él creía, era la mejor opción) y buscaba la respuesta en la mirada de Angelo: si él parecía interesado, era una mala decisión —para él: al muchacho le daría la victoria—.

—Ya estás perdido —le hizo saber Angelo; su treta no había servido de nada—. Muevas lo que muevas.

Se encontraban en el jardín trasero, sentados en la terraza; era ya medio día y estaba helado.

Raffaele se rió y, luego, bajó la mirada al suelo, a un lado, frunciendo el ceño; alargó su mano y, de entre sus pies, levantó a una pequeña bola blanca, de pelos.

—Esto no es un perro —decidió—. Es una rata.

—¿De quién es? —preguntó Angelo.

—De Anneliese. Dijo tu madre que... —se interrumpió y su mirada pasó del perro a su hijo—. ¿Conoces a quien se lo regaló?

—¿Se lo regaló alguien?

—Dice tu madre que un compañero, del liceo.

Angelo apretó los labios. ¿Un compañero? De inmediato adivinó de quién se trataba.

Anneliese llegó donde ellos en ese momento, corriendo, descalza, y se detuvo en seco al ver a su perro en la mano derecha de su padre; sus ojos azules buscaron el rostro de su hermano, pero fue sólo por un segundo. Subió a pasos moderados la escalinata de madera que llevaba a la terraza y cogió con cuidado a su pequeña perrita.

—Gracias —dijo a su padre.

—¿Quién te regaló a esa rata? —le preguntó él.

—Se llama Kyra —le informó Annie que «esa rata» ya tenía nombre, que ya era alguien para ella—. Me la regaló un am-- —sacudió la cabeza, restándole importancia a la fuente del animal—... compañero. Ya no la podía tener y Jessica adoptó un bebé y yo al otro. ¿Está bien? —no miraba a su hermano.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now