Nada más. Angelo suspiró y, en silencio, bajó las escaleras y buscó las llaves del auto de su madre.

*

El GPS no tenía datos del domicilio que Anneliese le había dado. Por un momento, Angelo se preguntó si ella se había confundido, pero al llegar, se encontró con una posada llamada VrikonAri... y entendió: ella debía estarlo esperando en una de las habitaciones.

Lejos de sentirse excitado, Angelo se sintió confundido. ¿Annie había alquilado una habitación sola?

*

El recepcionista le entregó una llave y una caja de madera —que parecía ser de habanos, pero dos o tres veces más grande—; Angelo no podía creer que su hermana hubiese preparado todo eso sola.

Se sentía incómodo.

Examinó con la mirada el lugar: la posada no tenía seguridad y lucía un poco deteriorada. Subió las escaleras —angostas, de caracol—, pensando en lo vacío que estaba todo; era probable que, en ése momento, fueran ellos los únicos clientes.

Llegó a la habitación que indicaba la tarjeta en la llave y, al hacerla girar dentro del cerrojo y abrir la puerta, pese a encontrarse a una preciosa conejita rubia —ella se había puesto una diadema con unas sensuales orejas de conejo— recostada sobre la cama, medio desnuda, lo que salió de su boca, fue:

—¿No crees que es arriesgado salir de casa, de madrugada, sin decirle a nadie, y meterte en un lugar como éste?

La muchacha, quien antes de escucharle hablar, sonreía mordisqueándose un labio, perdió la expresión y él entendió: le estaba arruinando el regalo por el que había trabajado. Entró y cerró la puerta.

—Gracias —intentó arreglarlo. Se aclaró la garganta y continuó—: ¿Cómo alquilaste esto? ¿No te pidieron identificación?

Ella se incorporó, riéndose.

—¡Por eso es que vine hasta acá! —le hizo saber—. Me contaron que acá no piden ningún papel.

¿Le contaron? Angelo quería preguntar quién, pero... no era el momento.

—Te ves hermosa —se escuchó decirle. Estaba pensándolo desde que abrió la puerta; la lencería parecía ser juego con las orejas.

Annie sonrió ampliamente.

—Dame la caja —le ordenó, alargando sus manos, abriendo y cerrando sus dedos.

—¿Cuál de las dos?

—La de zapatos.

Él se acercó a la cama y, mientras ella, arrodillada sobre el colchón, intentaba arrancarle toda esa cinta, él tomó asiento a su lado y deslizó la mirada por su cuerpo: Annie era muy delgada, pero tenía un trasero precioso y unas piernas divinas.

—Ay, ayúdame —ella se dio por vencida.

Angelo extendió una pierna, se buscó las llaves del auto de su madre, en el bolsillo del pants y, al tiempo que las sacaba, se inclinó hacia ella y le dio un besito en los labios; su pulso ya estaba acelerándose.

Utilizó los dientes de una llave para romper parte de la cinta y, cuando la abrió, se encontró con una blusa femenina, hecha bola. Frunció el ceño y sus ojos grises buscaron respuesta en los azules de su hermana.

Ella sonrió, cogió su blusa y, del interior, sacó una botella de vino tinto.

—Esto es mío —le dijo—. ¿La descorchas?

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora