* * *

Matteo Petrelli había tenido que ponerse un cubrebocas para evitar que las personas en el avión torcieran gestos de espanto. Había requerido de nueve puntadas y, en Italia, ya lo esperaba el dentista para ver el asunto del diente perdido.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó Angelo a su hermana, al oído.

La noche anterior, Anneliese había tenido un ataque de nervios que se había manifestado como risa y llanto, que no había podido controlar fácilmente.

—Papá —llamó Matteo.

—Cállate —le ordenó él, casi en susurro—. No quiero oírte —gruñó.

Raffaele estaba profundamente enojado con su hijo; él se había negado a decirle quiénes lo habían atacado. Mika también había guardado silencio, por órdenes de Hanna.

Anneliese buscó la mano de Angelo cuando sintió que el avión se movía.

Sus padres estaban justo detrás de ellos, y Matteo al lado, cruzando el pasillo.

—Creo que no vamos a volver pronto —suspiró ella, una vez que estuvieron en el aire, rumbo a Italia.

—No, creo que no —aceptó él.

—Por cierto —ella se acercó al muchacho y le susurró—: ayer quería preguntarte algo.

—Ajá —él se inclinó más hacia ella—. ¿Qué cosa?

—Anoche, mamá y la abuela Emma hablaban de mí, ¿cierto? Antes de que llegara Matt.

Al principio, Angelo sacudió un poco la cabeza, como si fuera a negarlo o a decir que no lo recordaba, pero Annie le clavó sus enormes ojos azules, retándolo, preguntándole en silencio «¿En serio no vas a decírmelo?»

—Eso creo —aceptó al final.

Eso fue más fácil —y directo al pecho— de lo que la muchacha hubiese esperado jamás. Tenía la esperanza de que Emma hubiese dicho otra cosa. Cualquier otra cosa.

—¿Qué fue exactamente lo que dijeron?

Y él esperó un momento, como si buscara las palabras para traducir el verdadero significado de lo que escuchó. Finalmente, dijo:

—Que te parecías a alguien —confesó, luego le pasó un brazo por los hombros y le besó la frente—. No es importante, Annie. Olvídalo, ¿quieres?

Y ella torció un gesto... ¿Olvidarlo? ¡¿Nada importante?!

Se preguntó si para ellos ésas palabras tenían el mismo significado. Al parecer, no. Pensó en que ésas palabras eran de las cosas que jamás se olvidaban porque, luego de todo —aún si dejaban de lado el... «parecido»—, había sucedido en Nochebuena. Cada año, aunque ella no lo quisiera, lo recordaría y, en secreto, se preguntaría a quién se parecía.

*

Las esmeraldas eran para Lorena, los zafiros para Anneliese y los rubíes para Jessica.

Era la regla no escrita que había puesto Rebecca Petrelli, muchos años atrás, obsequiando únicamente éstas a cada una de sus nietas.

Y Jessica estaba preocupada; la noche anterior había perdido el anillo que le había regalado su abuela; había sido el presente de navidad —adelantado, pues Giovanni y ella se habían marchado a pasar las fiestas en Tailandia, ellos solos— para cada una de ellas; eran unos anillos realmente bonitos: idénticos los tres, un poco gruesos, pero sólo un poco, lo suficiente para que la pequeña y fina cara de la lobezna, decorando el anillo, pudiese resaltar —aunque casi parecía una zorrita: a simple vista se podía apreciar que era una loba hembra—. Definitivamente, alguien había dedicado mucho esfuerzo a aquellos anillos que la misma Rebecca había diseñado. Y sus nietas sabían que había sido ella porque vieron algunos de los borradores de los primeros diseños, y porque los elegantes ojos entrecerrados, de las lobitas, llevaban uno esmeraldas, el otro zafiros y el último rubíes, respectivamente.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now