Los dos hombres guardaron silencio por un rato.

—Déjala —decidió Raffaele. Hablaba con su hermano—. Si no quiere al psicólogo, déjala. No la presiones.

—No —Uriele sacudió la cabeza, confirmándolo: nadie lo haría—. Claro que no. Nadie va a presionarla.

»Déjalos verte. Se van a poner tristes.

Al final Raffaele aceptó y, cuando tuvo sobre sus piernas y entre sus brazos a su pequeña niña rubia, y mirando los ojos grises de sus niños —los cuales, parecían, el mayor temeroso y el menor desconfiado—, se sintió... casi completo —casi. Él nunca lo estaría, de nuevo—. Ellos le dieron fuerzas, le dieron la voluntad necesaria para intentar recuperarse y volver con ellos: sus bebés no tenían por qué vivir en otras casas ni ser presionados, como animalitos indeseados, pues aún tenían a su padre...

*

Anneliese gritó, aterrada, y se alejó del agua que la envolvía y se la tragaba. No sintió el frío mientras intentaba escapar.

—¡Anneliese, soy yo! —Angelo alzó la voz, cerrando la regadera de mano—. ¡Estás bien!

La muchacha miró a su alrededor, dándose cuenta de que estaban en el cuarto de baño de la choza. Había tenido una pesadilla tan... espantosamente vívida: un río la arrastraba, en su superficie. El agua se le metía por los oídos, la nariz y la boca, y un monstruo infernal quería hundirla con sus tentáculos.

Logró despertar y se encontró empapada, sintiendo agua correrle por la cabeza, metiéndosele por los oídos. ¡Seguía en el río!

—Estás bien, mi amor —el muchacho se acercó a ella y cogió su rostro entre sus manos, obligándola a mirarlo.

Anneliese no se había dado cuenta de que estaba desnuda, ni de que temblaba. Comenzó a sollozar antes de que se le cayeran las lágrimas. El muchacho supo, aliviado, que ella había recuperado la conciencia.

—¡¿Por qué me hiciste eso?! —le reprochó, histérica pero muy débil, cuando su hermano la abrazó.

—Tenías mucha fiebre —le explicó él, alcanzando una toalla para cubrirla—. Estabas delirando, Annie.

El cielo ya comenzaba a iluminarse, pero no había rayos de sol.

Aunque ella no lo recordaba, su temperatura había comenzado en la madrugada y Angelo le había dado un par de antipiréticos, pero su fiebre no disminuyó. Por el contrario.

Él estaba preparándose para volver cuando ella se quedó dormida, de repente, acurrucada en el sofá, y comenzó a temblar con violencia mientras balbucía algunas palabras incompletas. El muchacho había tenido miedo de que ella convulsionara, así que la había llevado al cuarto de baño y, con agua templada, se encargó de mantener fría su cabeza.

Annie no recordaba absolutamente nada de eso.

El muchacho la envolvió con una sábana, en la sala de estar, mientras le secaba los cabellos con la toalla. Ella seguía temblando de frío y de miedo.

—Estás bien, mi amor —le prometió el muchacho—. Vas a estar bien.

—Quiero ir a casa.

—Sí. Ya está todo listo. Antes iremos con el médico. Ya hice la cita.

*

Annie tenía las mejillas enrojecidas y los cabellos ligeramente húmedos cuando cruzó las puertas del hospital, en brazos de su hermano. Un enfermero se apresuró a acercarles una silla de ruedas, pero la muchacha, tiritando, la rechazó: no quería dejar los brazos cálidos de Angelo y exponerse al frío.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now