—Están operándola. Pero... Hey, Camila. —Me giré para apoyar la cabeza en el pecho de Lauren, que simplemente me rodeó entre su brazos para consolarme.

—Es apendicitis, sólo es apendicitis. Yo también la tuve. —Negué deshaciéndome de su abrazo, poniéndome las manos sobre mi rostro, intentando ahogar mis lágrimas en las palmas. Pero no, sólo aumentaba al pensar que había dejado a mi hija sola. —Camila, no es para tanto...

—¡Cállate! —Grité dándome la vuelta totalmente enfurecida, con las lágrimas descendiendo por mis mejillas encendidas. Mi garganta agarrotada por el llanto casi no podía hablar. —He cuidado a mi hija sola durante casi cinco años, sin separarme de ella, y ahora no le hago caso, y por mi culpa se ha ido al colegio muriéndose de dolor. Porque yo no la he creído. —Dije alterada, con un tono de voz más alto, resquebrajándome en dos. Lauren intentó agarrarme del brazo.

—Pero Camila, no llores, no te... —La aparté de un manotazo enfadada.

—TÚ NO SABES LO QUE ES LUCHAR POR TU HIJA, NO SABES LO QUE ES QUERERLA ASÍ. —Solté gritando de sopetón, y entre las lágrimas y la furia ese atisbo de razón me paró. ¿Qué le había dicho? Me tapé la boca con las manos mirando a Lauren. Su mirada estaba baja, apretó los ojos un poco mientras asentía.

—Llevas razón. —Murmuró en voz baja, volviendo a mirarme a los ojos. La tristeza que sus ojos reflejaban hacía que el pecho se me hundiese, notando una bola de metal bajar por mi garganta.

—No, Lauren, no, no... —Intenté cogerla de la mano pero ella no me agarró, simplemente frunció el ceño retirándose.

—Sí, ehm... Creo que iré a cuidar de Lucy esta noche, no quiero darle tanto trabajo a mi madre. Si... Quieres vengo mañana. —Se apartó de mí, justo cuando mi mano no podía retenerla más y se soltó.

—Lauren, por favor, no te vayas... —Susurraba a la vez que ella hablaba, pero se fue, y estaba en su derecho de hacerlo porque yo la había echado.

Caí a plomo en la silla pasándome las manos por la cara sin dejar de llorar. Había mandado a mi hija con el apéndice a punto de estallar a clase, y prácticamente le había dicho a mi mujer que no quería a Maia como una madre de verdad.

—¿Es usted la madre de Maia? —La voz del doctor me sacó de mis pensamientos. Asentí enjugándome los ojos con los dedos. —Acaba de salir, está bien. Puede pasar a verla.

Me encaminé hacia su habitación a través de aquél pasillo pintado de colores vivos, con dibujos en las paredes que hacían más amena la estancia de aquellos niños.

Cuando entré en la habitación, Maia estaba en la cama con las sábanas hasta la cintura y hacía pucheros; hasta que me vio.

—¿Mami? —Aquella voz se retorcía en mi interior. ¿Cómo pude estar sin hacerle caso? ¿Cómo?

El pequeño camisón que llevaba puesto estaba arrugado por su cuello, con el pelo despeinado encima de la almohada.

—Estoy aquí. —Fue lo único que pude decir antes de sentarme en el sillón que había a su lado, cogiendo su mano para darle un besito que la hizo sonreír.

—Me dolía mucho la tripa. —Se quejó arrugando la nariz. Entonces me volví a venir abajo, y negué con las lágrimas cayendo sobre la cama. —Pero mami, no llores...

—Perdóname, ¿quieres? —Mi voz salía temblorosa, y entre las lágrimas que emborronaban mi visión vi a la pequeña asentir.

—¿Por qué, mami? Tú no te has portado mal conmigo... —Pasó sus bracitos por mi cuello para abrazarme y me derrumbé, apoyándome con una mano al otro lado de su cuerpo. Sí, sí que lo había hecho. Y en aquél último mes había sido una madre horrible.

Tardé unos minutos en recuperarme, hasta que por fin pude levantarme y sentarme a su lado, dándole un par de besos en las mejillas. Ella estaba bien, y era todo lo que importaba. Acaricié su rostro, lentamente, dándole un beso en la frente con los ojos cerrados jurándome que no volvería a dejarla sola.

—Deberías dormir un poquito, ¿vale? —Murmuré acariciando su mejilla lentamente, y Maia casi de forma instintiva puso su mano sobre la mía apretándola.

—No te vayas, mami. —Cogí su manita entre la mía, viendo cómo cerraba los ojos lentamente.

—No me voy a ir. —Escuchar eso salir de mis labios la dejó más tranquila, y cerró los ojos. Debía de estar agotada, aquél dolor probablemente la habría agotado.

Me levanté de la cama y me senté en el sillón, esperando a que la pequeña estuviese totalmente dormida.

Llamé a Lauren escuchando el pitido del móvil, rogándole a dios por que no me colgase. Un pitido, dos, tres. Al cuarto, descolgó.

—¿Sí?

—Perdóname... Estaba alterada, había dejado a mi hija sola con apendicitis y... —Me pasé la mano por la frente algo agobiada.

—Lo entiendo. —Dijo sin más.

—No, no lo entiendes, Lauren... No quería decir eso, de verdad, sé que la quieres y sé que la operación no era para tanto...

—Lo entiendo. —Repitió de nuevo, parecía algo cansada al decirlo, no sabía si por mí o porque estaba cansada de repetírmelo. —¿Está bien?

—Sí, está bien. Se ha quedado dormida. —Miré a Maia en la cama, con el bracito al lado de su cabeza, removiéndose un poco en la cama. Lauren no dijo nada, el silencio a través del teléfono era bastante incómodo. —Lo siento mucho... Es que no quería decir eso...

—Sé que no querías decir eso. Lo que querías decir es que no tendré ese instinto protector con Maia como el que tú tienes. Has luchado mucho por ella y ahora, cuando has tenido a Lucy te has desentendido un poco y eso te ha dolido. Te sientes una mala madre pero no lo eres. Diste a luz a una niña y en cuanto pudiste te incorporaste a trabajar en casa, haces la compra, limpias y cuidas de Lucy y Maia a la vez. ¿Y qué hago yo? A veces estoy tres días fuera de casa, otras semanas sólo uno, cuando llego todo está limpio y ordenado. Los días que estoy tengo entrenamiento por las mañanas y para entonces tú ya lo has hecho todo. ¿Y sabes cómo me sienta ver que tú te esfuerzas tanto después de todo? No puedo enfadarme contigo por lo que dijiste, no puedo reprocharte nada porque eres increíble y no, yo nunca tendré esa conexión que tienes con Maia ni siquiera con Lucy porque el sufrimiento te unió a ella.

—No eres inútil. Cielo, no lo eres. No quiero que pienses así, ¿es que un padre es menos padre sólo porque no ha tenido a sus hijos? ¿O porque no sabe cambiar pañales? No, a la gente le parece adorable eso de que un padre que no sabe cambiar pañales lo intente, y tú por el hecho de ser mujer no tienes que saber. Esto no va en el género, va en la persona. Y... —Hice una pausa apretando las manos que comenzaban a dolerme. —Estoy segura de que estás cuidando bien de Lucy. Eres una gran madre.

—Supongo... —Suspiró y yo me dejé caer en el sillón apretando los ojos. —Mañana iré a verla, ¿vale?

—Vale.

—Buenas noches. —Dijo ella.

—Buenas noches. —Dije yo al colgar.

Me miré la mano, que parecía resquebrajarse por dentro. No podía controlar nada de lo que estaba pasando, y es que al igual que había sido apendicitis podría haber sido cualquier otra cosa que yo no hice caso porque no la creí.

—Mami... —Se despertó abriendo los ojos, estirando la mano hacia mí abriendo y cerrando su manita.

—Voy contigo, cariño.

Apagué las luces de la habitación. Me quité los zapatos. Me tumbé a su lado. La arropé entre mis brazos con cuidado, había olvidado las veces que la tuve así entre mis brazos para que no pasase frío por las noches, o las veces que dormía hasta tarde a mi lado. Quería eso. Quería volver a eso.

—¿Le das un besito a mamá? —Pregunté en un susurro leve, y Maia asintió adormilada dándome un beso en la mejilla, apretujándose contra mí. —Te quiero mucho.

—Y yo, mami... —Dijo a punto de quedarse dormida.

a coat in the winter; camrenWhere stories live. Discover now