También necesitaba el contacto de ese hombre que tiempo atrás les había conseguido pasaportes falsos. Los más perfectos pasaportes que ninguno de los muchachos jamás creyó que pudieran existir. Los datos de Angelo, en ése documento, decían que su nombre era Abraham Weiβ, nacido en Berlín, diecinueve años atrás; era un pasaporte perfecto, por lo que consideraba que Anneliese debía tener uno, si lo que pretendía era que se ocultaran por al menos dos años. Y también quería cambiar sus datos, pues Abraham era su nombre hebrero —Hanna era judía— y Weiβ, el apellido de su madre. Tener datos tan directos, con los que podrían relacionarlo y encontrarlo, no era una buena idea.

*

—Ya estoy lista —anunció Hanna, bajando apresuradamente las escaleras—. Perdón, perdón.

Y fue Matteo —quien tenía apenas quince años— el primero en verla, dejándolo anonadado. Esa noche, ella se había rizado sus cabellos negrísimos y los mechones le caían sobre los hombros desnudos, se había puesto sombras en diferentes tonalidades de negro, sobre los párpados —resaltando aún más sus ojos grises, haciéndolos lucir anormalmente grandes... e infinitamente hermosos— se había dejado enormes las pestañas —casi tocaban sus cejas bien formadas—, un suave rubor remarcaba sus pómulos altos y sus labios tenían un ligero brillo rosado.

Hanna era ya una mujer bien agraciada, eso no lo dudaba nadie, sin embargo, en ese momento, parecía... irreal. Además, se había puesto ese vestido negro, corto, escotado, que le resaltaba la figura.

Raffaele fruncía el ceño, mientras se arreglaba uno de los gemelos —un simple par de cuadrados, de oro blanco, con el diseño de tabla de ajedrez— en los puños de su camisa, cuando también la vio, sin embargo, él no cambió de expresión, tan sólo la suavizó.

Annie no notó eso; estaba ocupada, con los ojos abiertos de par en par, contemplando al bello ser que era su madre.

—¿Tenías que elegir ese vestido? —la riñó Raffaele—. Se te ve todo.

—Sí. Y no se me ve nada —lo corrigió ella—. Tú crees ver, pero realmente no ves nada —jugó.

Y tenía razón: el vestido daba la impresión de mostrar mucho, pero realmente —con excepción de su espalda blanca— no se veía nada. Aun así, cuando Hanna pasó por su lado, rumbo a la cocina, Raffaele le dio una nalgada.

Hanna se volvió hacia él, tocándose el trasero con las manos y abriendo su boca, en una mueca de fingida indignación y auténtica diversión. Matteo apretó los labios. No le gustaba que nadie agrediera a su madre —ni siquiera como un juego—.

—Los espero en el auto —anunció, con voz ronca.

Y mientras él se retiraba al garaje, Hanna entraba en la cocina y Raffaele la seguía.

—Vamos —pidió Angelo a su hermana, cogiéndola de una mano y tirando de ella para seguir a Matteo.

—Mamá es tan bonita —comentó ella.

—Sí —dijo él apenas, desinteresado, pero luego añadió—: tú lo eres más.

Anneliese, quien ya había cumplido los doce años, sabía que eso era una gran mentira, pese a eso sonrió, pues su hermano la quería tanto que era capaz de decir una barbaridad como ésa para ponerla contenta.

—Ay, mi celular —recordó, llegando al auto—. Lo dejé cargando en la cocina —aseguró, y regresó corriendo.

Escuchó que sus hermanos le gritaban, a dúo, que no fuera, pero ella no se detuvo —ella no pensaba demorarse en cogerlo—, ni tampoco entendió el porqué de los gritos de sus hermanos, hasta llegar a la cocina y ver a Raffaele acorralando a Hanna contra el frigorífico, besándole suavemente los labios para no arruinar su perfecto maquillaje, mientras, con su mano derecha, acariciaba el cuerpo femenino.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora