—Él —susurró—... ¿Esto es cierto? ¡Él no puede hacer eso! No puede bloquearte una salida sin darte otra mejor.

Los ojos azules de Annie, bordeados de incontables venas enrojecidas, reflejaron algo que, entre tantas lágrimas, Jessica no supo leer:

M-Me dijo —comenzó la rubia— que, qué —hipó—... le diga a p-pá que no sé quién es el padre —concluyó, rápido, cubriéndose con una mano la boca.

Jessica perdió la expresión.

—¿En serio te dijo eso?

—¡Sí!

—... Quiere que te enfrentes a mi tío Raff tú sola —hablaba bajito, horrorizada.

—¿Es una mala idea?

—¡Mucho, Annie!

La rubia sintió ganas de gritar. La realidad era que Angelo no le había dicho eso. Ciertamente había sido algo... en su opinión, peor —le había mentido a su prima porque quería tener una reafirmación de que su idea no era del todo mala. Suya—. Lo que él le había dicho, era:

"Hablar con papá, en estas circunstancias, es imposible. Tal vez si tú fueras otra chica, cualquier otra, llegaríamos un acuerdo..., pero eso no es posible" presintió, y luego le había preguntado en dónde se veía en cinco o diez años; naturalmente, envuelta en su terror y, de momento, impotencia, ella no había podido —ni querido— responder a nada, y entonces él le dijo algo en lo que ella ni siquiera había pensado: "No sé en dónde voy a estar en cinco o diez años pero, si estoy con vida, es obvio que estaré a tu lado" y, su tono, sugería que era algo que daba por hecho..., al igual que hacía ella. Luego él había añadido algo más, cosas que ella no podía recordar en ese momento..., no podía porque se centraba en lo último que había soltado él: "Lo único que podemos hacer, Annie, lo único que se me ocurre, es ponernos a salvo... lejos de él, hasta que nazca el bebé."

* * *

Angelo Petrelli, buscando silencio, se había metido detrás de las gradas del campo de soccer, que a esa hora de la mañana se encontraban vacías. Su antiguo refugio, el laboratorio abandonado de física, ya era demasiado conocido y siempre estaba lleno de gente. Estaba recostado sobre un montón de costales de lona, donde guardaban los balones, cuando Raimondo y Lorenzo lo encontraron.

El pelirrojo, comiendo fruta de una bolsa, comentaba algo sobre unos fuegos pirotécnicos a un Raimondo silencioso, cuando tomaron asiento a su lado, pero sin hablarle; Angelo había estado de malas.

Poco tiempo luego, justo arriba de ellos, sobre las gradas, pasó corriendo un chico bajo y delgado, tal vez de primer grado; él ocultó algo y, cuando volvía, Fabrizio y otro chico, de último grado, lo alcanzaron:

—¿Dónde está? —le ladró Fabrizio.

—No lo tengo —dijo el niño, con voz temblorosa.

Lorenzo no se preguntó qué cosa querrían ellos quitarle al niño, pues estaba más interesado en el hecho de que él parecía estar a punto de orinarse de miedo. Angelo suspiró, enfadado.

Hey —alzó la voz, llamando a los invasores.

Los tres chicos, sobre las gradas, miraron hacia abajo.

—Largo —ordenó Angelo.

Fabrizio torció un gesto y replicó:

—No es tu asunto, Angelo.

—Lárgate, Fabrizio —terció Raimondo, endureciendo la voz, presintiendo que su amigo no estaba de humor para nada.

El otro muchacho apretó los labios, empujó al chico de primer grado y se marchó seguido por Fabrizio.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now