Capítulo III: La Confrontación

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No podía plantearme la respuesta más (o menos) razonable para esta situación. La verdad, no podía pensar con claridad. Desde que ella llegó, solo se generaban dudas. Cualquier explicación, que formaba a duras penas, morían rápidamente a manos de una nueva interrogante. Nunca les dejará pensar con tranquilidad, les aviso.

-Ehm, discúlpame pero... ¿Se puede saber que haces en mi cabeza?

-Siempre se empieza con esa pregunta - ríe con un tono de "lo sabía"- Es típico.

-No tengo idea a que te referís con eso de típico pero no me gusta...

-Verás, todos creen que yo entro en sus cabezas, pero no hay nada más loco que creer eso. - la paz en su voz era total-

-¿Ah sí? Y... ¿Cuál es la explicación cuerda que me ofrecés?

-Querido Mateo... - acentuándose la tranquilidad en su voz- Yo no entré en tu cabeza, yo siempre estuve aquí mismo.

No sabía que me asustaba más: Qué haya usado mi nombre (supuse que ya lo sabría, pero igual impacta) o lo que me acababa de decir. Lamentablemente, solo pude entenderlo con el tiempo.

-¿Me estás diciendo que... - con mucha incredulidad- has estado siempre? ¿Y eso desde cuándo?

Lanzó una risa. Pero no era de burla por su tono, era la misma de "lo sé todo" que usó hace rato. Ahora puedo decir que mi sorpresa le era típica en todos y ya estaba acostumbrada.

-Ay Mateo... Tendremos tiempo de hablar sobre esto. No te preocupes...
Quedé en silencio al escucharla, aterrorizado. Aquí su voz tomaría ese tono que en más de una me atormentaría. Ese tono de calma, pero no una calma agradable, era parecida a una paz fúnebre. No importa lo que ella dijese, su voz te llegaría a helar el corazón. Al escucharla ella te calmará, te quitará los nervios; pero en cambio, te dejará con esa calma sepulcral y es peor, peor que cualquier cosa que puedas tener en la cabeza. Es como ser arrullado por la voz de la muerte.

Continué en silencio, la voz también lo hizo y no me exigía que una respuesta para seguir conversando. Lo que más me preocupaba es faltaba menos de una cuadra para llegar a mi casa. Con todo esto en mi cabeza, el silencio y el vacío que había en aquella vivienda... No parecía lo más saludable para mi condición.

Crucé la calle y subí a la manzana adonde se encontraba mi casa. Ese silencio sepulcral seguía retumbando en mi cabeza y créanme que es peor que todos los ruidos más estridentes sonando a la vez. No tenía nada más que ese silencio y volvía nuevamente esa sensación de tristeza.

Y totalmente en silencio, tanto en el interior como en el exterior, saqué la llave de uno de los bolsillos de mis jeans gastados de color gris y abrí la puerta que tiene el portón negro de varillas horizontales que tengo en la entrada. Aún tenía que cruzar los diez metros de jardín (algo descuidado, por cierto) que tengo antes de llegar a la puerta principal.

Sentí una extraña presión a medida que llegaba a la puerta, y al momento de tener que abrirla era casi insoportable. Traté de entrar con el mayor sigilo posible, no hacía movimientos bruscos por miedo a que ella vuelva a hablarme, pero la presión que tenía encima hizo que habré puesto y quitado el cerrojo unas cinco veces hasta que tuve la claridad mental de empujar la puerta, aunque esto significó el fin de los movimientos delicados. Di la vuelta una vez más la llave (no entendía en ese momento de que lado cerraba y de cual se abre) y tirando mi peso en el hombro derecho, empujé con fuerza y entré finalmente.

Si bien esta vieja puerta de balcón, adaptada a una entrada principal de una casa, se arrastra al abrirse, no me importó y con la fuerza se abrió de corrido y con la misma rapidez la cerré detrás de mí y me recosté por ella.

Dejame solo,  Soledad. Where stories live. Discover now