Capítulo 27: La Guardia del León

234 23 1
                                    

    Se escuchó un rugido desconocido en la distancia que me puso alerta, y maldije internamente al idiota que se le ocurría rugir justo ahora.

Levanté la cabeza y la giré a mi derecha.

Mamá dormía a la sombra de una acacia, arrullada por el aire fresco y el canto de las aves. Se había recostado sobre la piedra donde antaño solía platicar durante horas con Sarafina, en la parte trasera de la Roca del Rey. Era un alivio verla así después de todo lo que había sufrido durante el último mes, después de Kupatana. Y un alivio también descubrir que aquel rugido no la había despertado.

El cansancio y los dolores de cabeza fueron el principio. A medida que los días pasaban empezó a presentar otros males. Se quejaba de dolores en los músculos de las patas, mareos, cansancio y a veces incluso náuseas. Las noches se habían convertido en una tortura para ella. Decía sentirse inflamada, le dolía el vientre y no podía encontrar una postura cómoda para descansar.

Me dolía verla así. Ella siempre se presentaba tan fuerte y elegante.

Los primeros días se había reusado a pedir ayuda. Pero a medida que el tiempo pasaba y sus malestares aumentaban no le quedó de otra. Entonces Simba y yo fuimos en busca de Rafiki quien, después de analizarla sin mucho éxito, le aconsejó comer los frutos de los árboles de masala.

Tanto mamá como yo odiábamos esos frutos. Ella porque el comerlos le era una experiencia terrible: tenían un sabor agridulce que poco le agradaba y su pulpa estaba repleta de docenas de semillas cafés tan duras que no me extrañaría si alguien se rompiese un diente al intentar masticarlas. Yo porque salir a buscarlas era todavía peor que comerlas: los árboles de masala eran el hogar de varios grupos de monos. Cada vez que nos acercábamos empezaba una riña que podía prolongarse horas solo para conseguir un par de frutos. Por si fuera poco, los árboles eran bastante altos y de ramas delgadas. La fruta crecía en los extremos de estas, y era imposible alcanzarlos sin romper alguna de ellas, cosa que enfurecía a los monos.

Después de las primeras dos semanas decidí que ya habíamos tenido suficiente y tomé cartas en el asunto.

Con ayuda de Bunga, Kion y Kiara, descubrimos que los monos se iban a dormir tan pronto como el sol desaparecía del horizonte. Una vez entrados en su descanso, podíamos acercarnos a los árboles. Haciendo el menor ruido posible, enviábamos a Bunga a cortar los frutos. A veces, cuando los árboles eran lo suficientemente fuertes, Kion lo acompañaba. Kiara y yo nos dábamos a la tarea de atrapar todos los frutos que los niños cortaban para que no hicieran ruido al caer. A veces, Zuna o alguna otra de las leonas nos acompañaban y podíamos llevar más frutos a casa. Pero todo el esfuerzo valía la pena: desde que mamá comía los frutos, sus dolencias habían aminorado.

Mamá acababa de terminarse el penúltimo fruto de nuestro último atraco, lo que significaba que ese día solo comería dos de los tres frutos recomendados por el simio. Tendríamos que ir por más esa misma noche.

Estiré mis patas y lancé un bostezo. Aún era tan temprano.

Simba había despertado antes para llevar a Kiara a ver el amanecer, como era tradición en la familia. Este ritual marcaba el inicio del entrenamiento para el futuro gobernante de Las Praderas, y en el caso de las leonas, el inicio de su entrenamiento como cazadoras, así que era un día importante para todos. Mamá había querido despertar también para presenciar ese momento, pero las náuseas volvieron a aquejarla. Y por eso estábamos ahí, solo ella y yo, recibiendo aire fresco del exterior en espera de que se sintiera mejor.

Me puse de pie y me acerqué a ella. Tomé con entre mis dientes la dura cáscara de la fruta, que se había quedado entre las manos de mi madre, y la coloqué lejos de ella. No quería que cayera y el ruido la despertara.

Lian's StoryWhere stories live. Discover now