El grupo de académicos, filántropos, y políticos —entre ellos, el primer ministro italiano—, reunidos para hacer algunas preguntas sobre sus proyectos a los tres muchachos ganadores, comenzaron a hablar, y Gabriella e Irene guardaron silencio.

Cuando la premiación concluyó, los Petrelli —todos ellos (y Raimondo) estaban presentes, con excepción de los abuelos— esperaron a Angelo pacientemente, en su mesa, mientras él terminaba de estrechar manos, dar las gracias y despedirse.

—¿Cuánto es que ganó? —se interesó Matteo en el premio.

—Como 10 mil euros, ¿no? —siguió Ettore, con el mismo interés que su primo.

—No van a quitarle su premio —les advirtió Irene.

—Como si él fuera a dejarse —se rió Lorena.

—Oh, maldito nerd —Raimondo recibió a su amigo con un abrazo.

—Estamos decidiendo en qué gastaremos tu dinero, Angelo —Jessica lo puso al corriente.

Aunque su familia se sentía orgullosa del muchacho, ya ninguno se sorprendía con sus logros.

—Voy a comprar una moto —soltó él, rápido, negándose a compartir un solo euro con ellos.

Raffaele, quien volvía a la mesa con su hermano gemelo, se rió mientras tomaba asiento; había sido una risa burlesca que, aun sin palabras, lo decía todo: eso no sucedería. Él no dejaría a su joya más valiosa ir por ahí, a gran velocidad, precariamente sobre dos ruedas impulsadas por un motor.

—O puedes donarlo, Angelo —insinuó el padre Benjamín (quien daba las misas en el liceo y confesaba a los chicos); Sergio Falcó lo había invitado a asistir—. Sigue el ejemplo de tu padre y sé caritativo con los orfanatos.

A toda respuesta, Angelo alzó una ceja y asintió, como si estuviese considerándolo, sin embargo, su sonrisa era ésa misma que, un rato antes, había puesto su padre: sarcasmo en su estado más puro.

—Oye —susurró Hanna a su hija, alargando la mano para acariciarle el muslo—. ¿Estás aburrida? —le preguntó—. ¿Quieres ir de compras más tarde?

Con algo de brusquedad, la rubia retiró su pierna. Aún no la perdonaba y no sabía hasta cuándo lo haría: Hanna la había obligado a deshacerse de su gatita.

Ella le había dicho a Raffaele que el pelo del gato le producía alergia, pero todos sabían que eso no era cierto, porque en casa de su madre, en Alemania, había más de siete gatos.

Jessica se había quedado con Maia —ése era el nombre que habían elegido ellas, para la gatita—, y aunque su prima, de todo corazón, le había dicho que sólo estaba cuidando de ella, y que Maia seguía siendo suya, la realidad es que cada vez que la gatita veía a Annie se ocultaba bajo los muebles: el regalo que le había dado Angelo ni siquiera la reconocía.

Raffaele se dio cuenta de su reacción y, sintiéndose culpable de haberle quitado la mascota a su hija, la abrazó y la hizo sentarse sobre sus piernas.

Ella, avergonzada, se mordió el labio inferior —él siempre la trataba como a una niña, aunque estuvieran en público—; eso era muy incómodo. Ya no le gustaba sentarse sobre las piernas de su padre, no desde que... estaba con Angelo. No desde que sabía que eso, que..., hasta el más leve roce, les provocaba erecciones. Era el último viernes de Junio; hacía menos de un mes que ellos tenían relaciones con regularidad y Annie apenas era consiente de cuánto estaba cambiando su relación con él, con su familia, e incluso ella misma.

A veces, cuando él andaba en bóxers por la casa, ella se sorprendía del deseo que sentía; antaño, un cuerpo masculino, bien formado, no era otra cosa más que algo digno de admirarse y continuar con sus actividades, sin embargo, en ese momento... le miraba brazos fuertes, los abdominales marcados, el ombligo, y seguía bajando hasta encontrarse con el bulto de sus genitales, bajo los bóxers.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now