CAPÍTULO 4. Fugitivos.

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A primera hora de la mañana, Christian Mason ya estaba en la comisaría, poniéndola paras arriba. Abro los ojos y allí está, dando ordenes a todo el mundo.

Su pelo negro, revuelto y mojado, chorrea agua empapándole la camiseta gris.

Sus gritos de enfado fueron los que me despertaron de mala manera pero, aún así, me siento agradecida. Unos minutos más y mi espalda se hubiera partido en dos.

Me levanto del catre y me acerco a los fríos barrotes.

-¡Son fugitivos, son peligrosos! ¡Los quiero a todos aquí o muertos! Pero haced vuestro trabajo.

-Ese trabajo es el tuyo, no el de la policía- espeto.

Me mira con los ojos tan abierto que casi creo que van a impactar contra mi frente. Está enfadado, tanto, que ni siquiera el sarcasmo ni el egocentrismo afloran en ese momento. Veo restos de sangre en la frente, justo donde nace su cabello negro y enmarañado como el de un crío de diez años.

-Deja salir a los otros dos.- Le dijo a uno de los policías.

-¿Y a ella?.- Pregunta este.

-A ella no. Y tampoco te encargues de llamar a su madre.

-Pero lleva ahí...

-Haz lo que te digo si no quieres acabar en la calle controlando el tráfico.

El joven policía se aleja de mi celda y el agente se acerca. Me mira detenidamente y sonríe con satisfacción fingida.

-No saldrás de aquí, ni comerás, ni hablarás con nadie hasta que no te dignes a pedirme perdón. Te hace falta mano dura, niña.

-Soy menor de edad. Legalmente no puedes hacer eso.

-Shhhhhh... Sigue durmiendo, que te va a hacer falta.

Hace ademán de irse pero lo detengo por la manga de la camiseta. Se vuelve y me mira sorprendido.

-¿Qué haces?.- Pregunta.

-Si cedes una vez, cederás siempre. No voy a ser tu títere.- Suelto la manga pero él no se va, se queda ahí plantado, mirándome.

Saca una llave del bolsillo de sus tejanos rasgados y la introduce en la cerradura de la celda. Gira la llave un par de veces y la puerta se abre.

-Sal y vete- dice.

Ya sabía yo que ser hija de una psicóloga me serviría de algo. Con el tiempo me he dado cuenta que las personas que se crían con otras que se dedican al psicoanálisis suelen ser manipuladores. No es que me guste ser así, de hecho no me gusta, y siempre intento no serlo. El verbo manipular y todas sus variantes y conjugaciones pueden llegar a causar estragos en el mundo moderno. Se puede ejercer la manipulación simplemente con poner una inocente idea en la mente de otra persona.

Ahora, saldré de esa comisaría y esperaré a que Mason salga para seguirlo. Es la única forma que tengo para averiguar más hacerla de la C.R.E y de Christian Mason.

-No creo que seas tan malo.- Digo.

-Soy malísimo- bromea con una sonrisa.

Por un momento, siento algo parecido a los remordimientos. ¿El por qué? No lo sé... En sus ojos veo un pequeño resquicio en su coraza.

-Me voy...- murmuro.

-La próxima vez espero no tener que detenerte, lo único que conseguirás será arruinar tu futuro.

Asiento y le doy la espalda. En mi nuca siento sus ojos oscuros mirándome con atención, como si estuviera vigilándome.

Seguro que es exactamente eso lo que hace. Vigilarme, puesto que sabe más de mi que cualquier otra persona que ya me conoce de sobra.

En el exterior llueve intensamente. Las calles neoyorquinas están completamente vacías, seguramente por la caída de las luces, la gente debe de estar asustada. Solo hay policías y militares, los agentes de la C.R.E sobrevuelan la ciudad para tener una perspectiva general.

No veo a Liana y a Lucas, lo más seguro es que se hayan ido nada más ser liberados creyendo que no me iban a liberar a mi.

Calada de frío, corro con cuidado de no resbalar por la acera y doblo la esquina. Me quedo allí, bajo la lluvia, a la espera de que Mason salga de la comisaría.

No me doy cuenta del frío que hace hasta que no escucho mis dientes castañear.

Cuando al fin sale del edificio, no lo hace de forma corriente. Está nervioso y con el arma en la mano. Tiene la vista clavada en la carretera y alza el arma justo cuando un chico, de unos quince años, que está siendo perseguido por una orda de policías y militares, pasa justo delante de él.

-¡Detente!- gritó el agente Mason. -¡Para!

Al ver que el chico no paraba, el agente Mason dispara. El chico, de cabellos tan rojos como la sangre, cae boca abajo sobre el asfalto mojado. Sus ojos se posan en mí. Me pide ayuda con la mirada. Sabe que soy humana, como el hombre que acaba de herirlo, y aún así me pide ayuda.

Se me saltan las lágrimas por la compasión que siento por él.

El agente Mason se acerca trotando hacia él y lo apunta con su arma directamente a la cabeza. Por un instante creo que no lo matará, que lo dejará vivir, pero... Dispara. Y los ojos del chico se apagan.

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Holaa! Escribo esta novela con mucha ilusión. No espero lectores fantasmas, si os gusta dejad un voto o algún comentario y si no os gusta manifestad vuestra crítica constructiva. Besos!

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