Annie agitó las manos a la altura de su cabeza, fingiendo emoción, torciendo un gesto de hastío:

—Vamos por zapatos —reiteró, cínica.

—¿Ves por qué sería útil ahora la tabla? —preguntó Gabriella a Jessica, jugando.

* * *

Y Anneliese tenía razón: sí había sido una fiesta para ancianos. La edad promedio fue de sesenta años, y cada vez que la felicitaban, le pellizcaban las mejillas, resaltando lo bonita que era y, otros, los más atrevidos, incluso dijeron que tenía la sonrisa de Raffaele.

Habría sido uno de sus peores cumpleaños, sin duda, de no haber sido porque, la noche anterior, Lorena y Jessica le habían organizado una pequeña reunión en su casa, en el sótano.

El sótano de Raffaele Petrelli no era un agujero oscuro, donde se guardaban objetos viejos e inútiles, para nada: era un lugar amplio y bien iluminado, ventilado, con un buen control de temperatura y un admirable sistema contra incendios. Una cuarta parte del lugar era gimnasio, equipado con todos aparatos necesarios para ejercitarse, un saco para boxear y un ring —donde solía instruir a Angelo en Krav Magá—; la otra cuarta parte, era una especie de salón de juegos, pues tenía mesa de billar y otra de poker, una estupenda televisión, una rockola y un bar —donde siempre había buenos vinos, bebidas dulces y comida chatarra—; la tercera parte, era la favorita de Anneliese: el cine. Los muros aislantes eran gruesos, la pantalla para el proyector era enorme, y los sillones de cuero, gigantes, eran muy cómodos. Y el resto del sótano, era la lavandería.

A la reunión habían asistido menos de veinte personas, pues fue el límite impuesto por Hanna, ya que ella no estaba presente; desde un día antes —el viernes, primero de junio— ella y Angelo habían salido a Grosseto, donde el muchacho participaría en un torneo matemático; pasarían allá el fin de semana y regresarían el lunes por la mañana. En resumen: su madre y su hermano se habían largado antes de su cumpleaños y volverían luego de éste. Fue por eso que Annie no logró disfrutar nada, en absoluto y, aunque admiraba el esfuerzo de sus primas, ella había tenido la esperanza de que Angelo la buscara.

Ni siquiera aceptó quedarse en casa de los abuelos, cuando la fiesta terminó, luego de la media noche —Jessica había dicho que los ancianos tenían que volver a sus acilos o les cerraban las puertas—. Había vuelto a casa, junto a Matteo, quien le ayudó a cargar con todos sus obsequitos.

—¿Los abrimos? —le preguntó él, apenas entrar a la recámara de su hermana.

—Mañana —Annie bostezó.

—Ahora. Anda.

—¿Por qué tienes tanta urgencia en abrir mis regalos? —ella se quitaba el vestido dentro de su amplio armario.

—Estoy seguro de que más de uno te regaló dinero. Voy a quedármelo.

Anneliese se rió, seca:

—Obvio que no —se metió a la cama, sin desmaquillarse, y se cubrió con su edredón—. Buenas noches.

—Buenas noches, muñequita —le deseó él, besándole una sien—. ¿Te dejo la puerta abierta?

—Sí, por favor.

Annie cerró los ojos y Matt apagó la luz al salir, pero dejó encendida la del corredor. Pasado un rato, pese al cansancio, ella seguía despierta y mirando, sin desearlo, hacia la habitación de Angelo: su puerta también estaba abierta y, debido a las cortinas negras y pesadas, que él usaba —la oscuridad absoluta le ayudaba a conciliar el sueño—, su recámara parecía un agujero negro, sin fin, donde uno se perdía y no volvía más. «Así como él», pensó, sin saber por qué.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now