Naturalmente, el niño no comprendía —y probablemente jamás lo haría— que había un problema con el desarrollo emocional de su hermano.

Ellos salían poco de casa. Su único entorno era su familia directa: un hermano apegado a la madre, una madre que, desde antes de que él tuviese memoria —cuando sólo era un pequeño bebé..., cuando llegó Annie— había comenzado a deprimirse y a aislarse, a apartarse cada vez más y más de sus hijos, al punto de pasar días sin hablarles —excepto a Matteo, quien era más grande—, y ¿el padre? Era un bulto que bebía y dormía. Pero era un bulto, sin embargo, que siempre estaba ahí, una presencia constante que, cuando abría los ojos, les hablaba con cuidado y cariño. En cambio, Hanna, antes de abandonarlo físicamente, ella ya lo había abandonado de manera emocional, por lo que, para Angelo, daba igual si su madre estaba ahí o no; el afecto él lo obtenía de Annie y ella de él, y también los abrazos, los besos, la comunicación, los secretos compartidos, los sentimientos y temores confesados, y el consuelo; ella cubría su necesidad de sentirse amado y generaba en él la premura de tenerla siempre, a su lado.

Por eso, para Angelo, si su madre se marchaba estaba bien... porque tenía a Annie.

—Porque el conejo tiene bichos —le explicó su hermano.

Annie se puso la zanahoria en la boca, se sentó recta y cogió al conejo en brazos, manteniéndolo quieto mientras le buscaba esos supuestos bichos por el pelaje de su lomito.

Angelo se rió:

—En la panza —le aclaró.

Annie obligó a Borlita a pararse en dos patas y le miró con cuidado la pancita rosada. Escupió la zanahoria y sacudió la cabeza; sus rizos rubios, hasta la cintura, se agitaron, cosquilleando la piel de su espalda, pues ella vestía sólo bragas.

—No es cierto —declaro, aún inspeccionando la panza del conejo.

—Dentro, Annie —aseguró él—. Tiene gusanos dentro y, si te comes su saliva, los vas a tener también tú.

La niña miró a su tiernísima mascota durante un rato, encontrando imposible que un animalito tan lindo estuviese infectado de algo, así que volvió a sacudir su cabeza y...

—No es cierto —concluyó.

Angelo puso los ojos en blanco. La niña se rió y se acercó a él, luego le dio un beso en los labios.

—Ahora también tú tienes bichos —le dijo.

Los ojos grises del niño se abrieron, divertidos. Annie se levantó y echó a correr. Su hermano le dio cinco segundos de ventaja y corrió detrás de ella...

*

—Annie —la llamó su madre—, pasa la aspiradora por la casa, ¿quieres?

—¿Papá vuelve hoy? —supuso la muchacha. Su madre sólo limpiaba la casa cuando su padre estaba ahí, lo mismo que la cena: si no estaba Raffaele, Hanna olvidaba que sus hijos debían alimentarse con algo más que pizza, soda y papas fritas.

Regularmente era Annie quien pedía la comida por teléfono —o, a veces, Angelo estaba de buen humor y cocinaba—, luego, se turnaban para lavar los platos. Aunque casi siempre le tocaba a Annie lavarlos, pues Matt le delegaba, con manipuladores mimos, su trabajo; Matt creía que ella era su esclava personal.

—Sí —acepto la mujer, feliz de tenerlo nuevamente en casa, luego de no verlo durante toda una larga noche—. Y hazlo rápido, para que me ayudes también con la cena.

Ambrosía ©Where stories live. Discover now