Las dos mujeres Fithzerzandvich y Jolánka se pusieron los abrigos y subieron al carruaje que las llevaría hasta la casa del diseñador. Seis meses atrás le habían encargado unos vestidos para el baile de cumpleaños. 

En el camino al local, Agnese miraba por la ventana. No podía dejar de pensar que esa en treinta y seis horas tendría que bailar el vals con todos y cada uno de los hombres solteros de su clase. La idea no le agradaba, sobretodo porque tendría que estar con esos dos odiosos pretendientes que ya meses llevaban tratando de que los aceptara. Algo desvió su atención. Era un coche nuevo en el pueblo. Éste era completamente negro y tenía cortinas del mismo color. Pensó que el propietario era albino y no quería que le dieran los rayos de sol, pero eso era muy tonto ya que estaban empezando el invierno y el sol brillaba por su ausencia. Le pareció que quien estuviera dentro del coche, la miraba fijamente a través de las cortinas. 

Llegaron al estudio de diseño y Jolánka fue la primera en bajar, para después ayudar a las otras dos mujeres. Entraron y Lady Ozter las saludó. También estaba buscando un vestido, ésta vez de novia para su hija mayor. 

—¡Fithzerzandvich! Me da gusto verte aquí. Feliz cumpleaños Agnese, no puedo creer que ya tienes diecisiete años. Cada vez te vuelvas más mayor —la señora saludó a la madre de Agnese y luego empezó a mandarle indirectas sobre su soltería. 

—Sí, supongo —contestó ella.

—¿Verdad que mi hija no es una niña? —preguntó Lady Fithzerzandvich al sastre en cuanto las atendió. 

Las llevó hasta el cuarto de costura y les entregó varias cajas de color con un vestido dentro. Luego les enseñó el probador. Una vez allí empezaron a quitarle los abrigos y el vestido, para empezar a probarle los que usaría la noche siguiente. Con ese corsee que la asfixiaba como una boa asfixia a su presa, ella solo quería salir de ahí e ir a su lugar secreto.

Su lugar secreto era el bosque. Le encantaba ir al bosque. Desde que era pequeña y le regalaron un poni que escapaba hasta ese lugar y se sentaba bajo un árbol a leer durante horas. Ese era su mayor secreto. Nadie, absolutamente nadie, podía saber que le gustaba la lectura. 

Se miró al espejo con todos y cada uno de los vestidos. El que al final más le convenció de usar fue uno color crema con rosas pequeñas al rededor del escote. Salieron de ahí muy satisfechas. 

Volvieron a subir al coche. Ésta vez aquel vehículo oscuro no estaba en el mismo lugar. Soprendentemente, solo a ella le había llamado la atención. Sin decir una palabra en cuanto llegaron a la mansión escondió un libro bajo la falda y ensilló su caballo negro. Iba trotando mientras sus cabellos negros cubrían sus ojos. Adoraba su largo cabello negro, excepto cuando se olvidaba el sombrero para cabalgar. 

El pueblo estaba tranquilo esa tarde. Sus pensamientos divagaban en aquel coche misterioso, y el misterioso propietario de aquel. No parecía fúnebre, además de que no habían recibido noticias de muertes entre los de su clase desde hacia meses. 

Llegó al bosque con su cabellera tan alborotada que parecía que había dormido un año entero. Ató su caballo a un tronco para que no se escapara y el animal se puso a pastar. Su dueña se sentó bajo un gran pino y abrió su Divina Comedia justo donde la rosa marchita le avisaba que se había quedado. 

Se quedó sentada inmersa en su lectura cuando una rama rota la obligó a mirar en la dirección donde escuchó, No vio nadie, pero tenía la sensación de que estaba siendo observada, y además su caballo se ponía nervioso. Cerró el libro y montó otra vez rumbo a su casa.

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El Conde Vladisvlaus Dracullia había llegado al pueblo esa mañana. Huir era lo que siempre tenía que hacer para no levantar sospechas. No podía quedarse siempre en un mismo lugar, ya que despertaría la intriga y revelaría su aterrador secreto. 

En el camino hasta un viejo castillo del bosque, no pudo evitar pasar por la ciudad y ver a una hermosa joven de cabellos negros como el ébano, piel tan blanca como la nieve y ojos tan verdes como la esmeralda que fijó su atención en su extraño coche todo negro. A pesar de las cortinas, él pudo verla gracias a sus habilidades. Por esa razón decidió seguirla, haciéndose pasar por otro pueblerino recién llegado. 

Vio cuánto le encantaba cabalgar y la buena literatura, y decidió espiarla detrás de un árbol a una distancia prudente. Sus fosas nasales aspiraron el delicioso aroma a rosa que emanaba de la joven.  Pero accidentalmente pisó una rama y llamó su atención. La chica miró en esa dirección, pero gracias a su gran velocidad trepó hasta la copa del pino y la vio perderse en la lejanía. 

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Cuando Agnese llegó a su mansión, lo primero que recibió fue un reproche por parte de su madre por haberse ido sin avisar, y otro más por no haber llevado su sombrero. Jolánka le preparó el baño y le desenrredó el cabello. Faltaban dos horas para que los amigos de la chica llegaran a tomar un té por su cumpleaños. 

—¿Qué tiene en mente Lady Fithzerzandvich? —preguntó la criada, como si adivinara sus pensamientos. 

Agnese. Cuando estemos solas dime Agnese —pidió amable.

—¿Qué tienes en mente, Agnese? 

—Camino a la tienda de vestidos vi un extraño coche negro y me puse a pensar en quién sería el propietario.

—Según escuché es de un Conde que viene de Rumania y quiere exiliarse aquí un tiempo. Deberías invitarlo a tu baile mañana para que conozca al resto del pueblo. 

—No sé dónde vive ni cómo se llama, Jola. 

—No te preocupes por eso, yo me encargo. Sabes que soy como una investigadora privada. Siempre obtengo la información necesaria. 

Siguieron el baño agradable con el doble de pétalos que el de la mañana. Ésta vez el peinado que le hizo a la joven Fithzerzandvich fue uno suelto y lacio, con una pequeña coronilla de flores. El vestido era de un lila claro. 

Bajó a sentarse en la mesa del gran patio donde algunos de sus invitados ya estaban llegando. Lady Gruper llegó con su enorme vientre de siete meses y dijo feliz que su esposo le había dado el permiso de ir. Agnese pensó que eso era un matrimonio.

Un matrimonio era una unión en la que uno estaba encadenado, y el otro tenía las llaves de los candados de las cadenas, y podía abrirlas o cerrarlas cuando quisiera. Eso no le pareció. En aquellos viejos tiempos si eras mujer tu única obligación era casarte y tener hijos. Eran pocas las viejas solteras en el pueblo, que no superaban los veintitrés años. De las solteras se decía que eran las amantes de los casados. No tenía muchas opciones en realidad. Desde que Agnese nació sobre la mesa le presentaron dos opciones: ser una ama de casa sumisa que complaciera a su marido en la cama cuando éste quisiera, o ser la amante de un hombre casado y correr el riesgo de ser vista como una deshonra por salir embarazada sin estar casada. Y no sabía cuál de las opciones era peor.  ¿Dónde estaba la libertad de salir juntos? ¿Dónde estaban las alas para volar en lugar de las cadenas para aprisionar? ¿Dónde estaba el matrimonio por amor en lugar del matrimonio por contratos? 


La condesa (Reescribiendo)Where stories live. Discover now