A Gabriella le gustaba bromear diciendo que, por poco, él habría sido su hijo, y aunque Raimondo se reía, la verdad es que no le gustaba la idea, y no por Gabriella, no —su suegra era una mujer admirable, fuerte y divertida—, sino por Lorena.

Raimondo adoraba a su novia.

Algunos opinaban que ella —tan altiva y desdeñosa— era una perra, pero él no podía imaginarse un mundo sin Lorena. Sin sus cabellos rizados, sedosos, de ese tono caoba que, combinado con su piel blanca, la hacían lucir como una diosa irlandesa; no quería un mundo donde sus ojos verdes no existieran, o sus caricias suaves —cuando ella lo creía dormido—, o su voz...

Además, encajaba perfecto en su familia. Eso lo hacía sentirse especial. Le gustaba que, una familia tan cerrada como los Petrelli —¡oh, vaya que lo eran!— lo tratara como a uno más de ellos. Él era libre de llegar con sus maletas y quedarse a vivir en la casa de cualquiera de esas personas —casi siempre tomaba sus vacaciones con ellos, y le gustaba saber que ya habían contemplado su lugar incluso antes de que él dijese que también iba—, pero él prefería estar donde estuviese Angelo. Para él, Angelo era más que su mejor amigo, más que su hermano, incluso. Sentía mucho amor por él y una gran admiración, también.

Amaba esa mezcla de educación e irreverencia con la que actuaba; amaba su lealtad y también sus actos malévolos. Admiraba su inteligencia, su sarcasmo, su sátira, su humor negro —que algunos creían inexistente, pero eso era sólo porque él no les hablaba. Angelo era incluso más distante que Lorena: ella era elitista, pero él simplemente era indiferente—; admiraba esa habilidad suya para cerrarle la boca a las personas con algunas palabras, haciéndolas sentir estúpidas, u horrendas, o fracasadas, o todo lo anterior junto —él siempre golpeaba a la gente donde les dolía—. Admiraba su fuerza y su destreza física, su elegancia —una elegancia nata, masculina, que no tenía nada que ver con la élfica de Lorenzo— e incluso su belleza...

Para ser sinceros, Raimondo nunca había visto a nadie tan bello como su amigo. Ni siquiera en revistas. Cada parte de su cuerpo estaba bien esculpida, cada línea de su cara bonita, cada nota de su voz...

* * *

Se había olvidado de su teléfono celular —roto— y tenía siete llamadas perdidas. Todas de Bianca Mattu. Annie supuso que ella quería la reseña literaria para el periódico, así que, antes de regresarle la llamada, se dio una ducha —sentía que aún olía a toda esa comida que le habían arrojado sus parientes— y, luego, se dispuso a hacer la reseña. Se paró frente a uno de sus libreros y estudió las opciones durante un buen rato, antes de encontrarse con El Lector de Bernhard Schlink. Se preguntó cómo había llegado ese libro ahí: no era suyo. Era de Angelo.

Alargó la mano, lo cogió y hojeó, pero estaba escrito en alemán —Angelo prefería leer las novelas en alemán—, y Anneliese no entendía casi nada de ese idioma, pese a escuchar a su madre hablarlo todos los días. Contempló la portada: era diferente de su ejemplar; esa novela ella la había leído unos meses atrás. La leyó porque la miró en las manos de su hermano y creyó que podría ser un buen libro; Angelo siempre había tenido buenos gustos en cuestiones literarias. «En todo», dijo esa vocecita intrusa en su cabeza y... no pudo evitar sentirse un poco halagada.

Hojeó el libro una vez más y, en la página final, se encontró un montón de números escritos con el trazo de su hermano —con el de la mano izquierda; Angelo era ambidiestro y, aunque todos dijeran que su letra era exactamente igual con ambas manos, no era cierto: Anneliese sabía siempre con cuál mano había escrito él porque, la letra de su mano derecha era firme y completamente vertical, mientras que la de la mano izquierda era se inclinaba ligeramente—. Eran muchísimos números. Demasiados. Además, tenían un patrón: estaban escritos en líneas de siete dígitos, separados por guiones.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora