🕷️ CAPITULO 22🕷️

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Juntas, pero manteniendo una cierta distancia, Danifae, Halisstra y Quenthel cabalgaban sobre el viento, por encima de las Llanuras de las Almas, por encima de las huestes de Lloth, y de la Red Infinita, y subieron hasta la parte superior de la ciudad de Lloth. Las sacerdotisas aterrizaron sobre el camino de piedra que rodeaba el tabernáculo en forma de pirámide.
Quenthel le dirigió a Danifae una mirada llena de odio.
Mientras miraba hacia la gigantesca pirámide, Halisstra tuvo la extraña sensación de que aquello ya lo había vivido antes. Miró a través de las puertas del templo. Todo era muy similar a lo que había visto en su visión. Telas de araña cubrían las paredes inclinadas. Una fila de híbridos de elfos oscuros y viudas gigantes se alineaba en un pasillo que conducía a una plataforma elevada. Había yochlols situados a ambos lados, con sus cuerpos deformes y viscosos extrañamente elegantes, y con los ocho brazos en forma de tentáculos inertes a ambos lados del cuerpo. Los yochlols no tenían rostro, pero un único ojo rojo miraba con expresión feroz a las sacerdotisas desde la parte superior de sus cuerpos amorfos, similares a una columna.
Lloth estaba sentada sobre la plataforma en la forma de ocho arañas, ocho viudas gigantes. El poder que se desprendía de su presencia casi hizo arrodillarse a Halisstra. Telas de araña salían de esos cuerpos y se extendían en todas direcciones, llegaban a las paredes, las atravesaban y se adentraban en el multiverso.
«Su tela de araña lo cubre todo», pensó Halisstra.
Junto a ella, Danifae y Quenthel observaban apabulladas. Las tres se postraron.
Las voces de Lloth resonaban en la cabeza de Halisstra, sin duda lo hacían en las cabezas de todas.
—Entrad, Yor'thae.
Las sacerdotisas se levantaron casi a la vez y cruzaron el umbral. Halisstra no estaba segura de quién había dado el primer paso.
Atravesaron juntas el pasillo. Las viudas abisales se movieron a su paso. Los ocho pares de ojos de Lloth las observaban acercarse. Halisstra no podía apartar la mirada de esos ojos. La araña de mayor tamaño estaba sentada en el centro. Como en la visión de Halisstra, parecía extrañamente tranquila, como si estuviera esperando.
Se dio cuenta de que estaba rezando, susurrando súplicas entre dientes a cada paso. Danifae y Quenthel estaban haciendo lo mismo. Las tres se llevaron la mano a sus respectivos símbolos sagrados, sus símbolos sagrados distintos.
Llegaron a la plataforma y se quedaron de pie, pequeñas e insignificantes, frente a los ocho cuerpos de su diosa. Cada una de las arañas era tan grande como Jeggred, y la octava era el doble de grande. Halisstra no podía dejar de mirar los ojos vacíos de la octava araña.
Las ocho encarnaciones de Lloth, depredadores superiores, las miraron desde arriba. Los caparazones de sus cuerpos negros y brillantes no tenían ni un defecto. Cada una de las largas y gráciles patas terminaba en un pincho tan largo como el antebrazo de Halisstra. Los puntos negros de sus ojos poliédricos reflejaban lo que veían, no revelaban nada, y estaban vacíos de piedad. Siete mandíbulas se movían dentro de siete bocas llenas de colmillos. La octava se mantenía quieta, a la espera.
Los ojos de Lloth se posaron sobre Danifae en primer lugar, después sobre Halisstra, sobre Quenthel.
Cada una de las sacerdotisas se fue arrodillando. Y cada una inclinó la cabeza y se quedó mirando al suelo. Ninguna se atrevió a hablar.
El cuerpo de Halisstra estaba empapado de sudor. Le costaba respirar. La cabeza le daba vueltas.
¿La habría elegido Lloth? Sólo pensarlo la hacía estremecerse y al mismo tiempo le producía rechazo.
Sólo una de vosotras saldrá viva de mi tabernáculo, proyectó Lloth, y sus siete voces atravesaron la sien de Halisstra como si fueran púas.
Las sacerdotisas se miraron unas a otras.
Con una rapidez escalofriante, el octavo cuerpo de Lloth comenzó a moverse. Arremetió contra ellas y atrapó a Danifae en sus fauces.
La prisionera de guerra gritó una sola vez.
La Reina Araña levantó a Danifae del suelo, la atravesó con sus colmillos y succionó hasta dejarla seca. De las fauces de la diosa goteaban sangre y fluidos que iban formando un charco alrededor de Quenthel y Halisstra. Las piernas de Danifae hacían movimientos espasmódicos mientras moría. Después de darse un banquete con sus fluidos, Lloth devoró su carne y sus huesos, y arrojó su ropa y su armadura al suelo.
Las otras siete arañas observaban, tan quietas como antes lo había estado la octava.
Halisstra pensó que se iba a morir de tan rápido que estaba respirando. Notó que Quenthel la miraba y se volvió. La sacerdotisa Baenre tenía una sonrisa burlona a pesar de que continuaba con sus súplicas.
Sólo una de vosotras saldrá viva del tabernáculo.
La octava araña se acercó hasta colocarse sobre Halisstra. Ésta podría haber contado los pelos de las patas de Lloth. Cerró los ojos y siguió rezando. Se dio cuenta de que todavía sostenía en la mano la espada de Seyll. Las otras siete arañas dieron un paso al frente, un paso ansioso.
Halisstra agarraba el arma con tanta fuerza que le dolían los nudillos.
Esperó sentir el tacto de los colmillos. Fue un instante infinitamente largo.
Un crujido. Desgarro de algo húmedo. Oyó los gritos de Lloth en su cabeza, aquel sonido bastó para que Halisstra y Quenthel se arrojasen boca abajo, sobre el suelo lleno de sangre. Haciendo un esfuerzo, Halisstra se puso a cuatro patas, abrió los ojos, y miró hacia arriba. Quería verlo.
Frente a ella, los siete cuerpos de Lloth estaban desgarrando a la octava, alimentándose de su hermana. Con sus mandíbulas, los cuerpos de Lloth cortaron las patas de su octava hermana. Ésta hacía movimientos espasmódicos, agitando las telarañas, enviando un temblor a través del multiverso. Su exoesqueleto se resquebrajó por cientos de sitios.
Detrás de Halisstra, las viudas abisales se removían con ansiedad. Las siete arañas dieron un paso atrás, con trozos de la octava colgando todavía de sus mandíbulas. Dos yochlols se dirigieron con rapidez hacia el cuerpo desgarrado de la octava. Envolvieron las ocho patas, el tórax, el abdomen, con sus ocho tentáculos. Comenzaron a desmembrarla, moviéndose metódicamente de una pata a otra, después hacia el tórax, y la cabeza.
Lloth gritó de nuevo, el sonido fue el de ocho voces femeninas. De las grietas que cubrían el cuerpo de la octava araña goteaba un líquido oscuro, una serosidad que se escurría por el suelo alrededor de Halisstra y se mezclaba con la sangre de Danifae. Caían trozos del caparazón de Lloth.
Halisstra se puso rápidamente en pie, horrorizada. ¿Qué estaba ocurriendo? Dio un paso atrás, mirando con los ojos muy abiertos a su diosa. Quenthel se levantó también y se tambaleó.
Un susurro recorrió las filas de las viudas abisales. Los yochlols volvieron a sus puestos junto a la plataforma.
El caparazón de Lloth se desplomó con un crujido y quedó inerte. Del cuerpo arácnido comenzó a manar una serosidad que empapó los pies de Halisstra.
El tabernáculo quedó en silencio.
Halisstra no sabía qué hacer o qué decir. Quenthel parecía haberse quedado pasmada.
Halisstra abrió la boca para decir algo y...
Hubo movimiento en la plataforma, algo se agitó entre el montón que formaban el pelo, el caparazón y las vísceras.
Con una sacudida, la Reina Araña sacó su nueva forma de la vieja, separándose del cascarón de su octavo cuerpo con un sonido desgarrado aún más estridente. Salió de su muda divina y se irguió, húmeda y brillante, frente a Halisstra y Quenthel.
Su cuerpo negro y reluciente seguía siendo el de una viuda negra gigante, pero en vez de tener cabeza y rostro de araña, de su tórax surgía la forma de una elfa oscura, un rostro de bellas facciones, un torso completo...
Danifae Yauntyrr.
La Yor'Thae.
El octavo rostro de la reina de la Red de Pozos Demoníacos.
Lloth se había transformado.
Halisstra no podía moverse ni pensar.
«Sólo una de vosotras saldrá viva de aquí», había prometido Lloth.
Halisstra se arrodilló y esperó la muerte.

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Gomph recobró la consciencia al sentir unos golpecitos en las mejillas.
—Archimago —dijo una voz. La voz de Prath—. Archimago, abre los ojos.
Gomph parpadeó y se encontró frente al rostro preocupado de Prath Baenre. Gomph estaba en el suelo de su despacho, boca arriba.
El rostro juvenil de Prath se iluminó con una sonrisa.
—Saliste no se sabe de dónde, quemado por todas partes, y caíste al suelo. Has estado así más de una hora. Tenía miedo de moverte o de dejarte solo. Me alegro de que estés vivo, archimago.
Gomph sonrió, lo cual hizo que se le agrietaran los labios quemados.
—Comparto tus sentimientos, aprendiz —dijo el archimago—, pero...
Prath se limitó a sacudir la cabeza, todavía sonriendo.
Lo último que recordaba Gomph era que había estado intentando lanzar un hechizo teletransportador para escapar de la explosión. No había conseguido lanzar el hechizo a tiempo, así que...
De repente se le ocurrió: su hechizo evasivo de emergencia. Lo había olvidado en medio de la confusión, pero la absorción de la energía de la cerradura dimensional por la protección maestra había permitido que la evasión funcionase.
Pero sólo después de que su cuerpo quedara «materialmente consumido por energía mágica». Y no tenía el anillo para poder curarse. Lo había dejado en el cuerpo de Larikal.
—Ahora que estás despierto, archimago —dijo Prath—, iré a buscar a una sacerdotisa.
Gomph negó con la cabeza, y el movimiento le causó un dolor intenso en el cuello.
—No. —No se molestó en explicarle por qué—. No, aprendiz.
Gomph tuvo la extraña sensación de estar viviendo de nuevo sucesos anteriores. Había estado en las mismas condiciones no hacía mucho, después de su batalla con el lichdrow, sólo que en aquella ocasión el que se inclinaba sobre su cuerpo quemado era Nauzhror.
Los acontecimientos habían trazado un círculo completo.
Prath lo miró desde arriba, recorrió con la mirada el cuerpo de Gomph, y dijo:
—Tus quemaduras son muy graves, archimago.
Gomph lo sabía de sobra. Tenía la piel tirante como el cuero. No quería mirarse las manos. No quería moverse, al menos por un rato.
—Prath, tengo ungüentos curativos en unas latas que hay en el primer estante dimensional del tercer cajón a la izquierda de mi escritorio —dijo—. Cógelas.
Prath se incorporó y Gomph hizo intención de agarrarlo.
—¡Espera! —dijo—. ¿Qué ha pasado con la casa Agrach Dyrr?
Una suave ráfaga de viento anunció la activación de un hechizo teletransportador.
Gomph tendría que volver a establecer las protecciones. Nadie tendría que haber podido teletransportarse hasta su despacho.
—¡Archimago! —exclamó una voz.
Nauzhror.
Se oyeron pasos, y a continuación el rechoncho maestro de Sorcere apareció ante el archimago. Gomph vio cómo se endurecía la expresión de su rostro al ver las quemaduras de su maestro.
—Estás vivo —dijo Nauzhror—. Me alegro. ¡Aprendiz, ve a buscar a una sacerdotisa! —ordenó volviendo el rostro.
Gomph negó con la cabeza.
—Está cogiendo unos ungüentos curativos de mi escritorio, maestro Nauzhror. Me gustaría que me evitarais recibir las atenciones de las sacerdotisas de Lloth.
Intentó reírse, pero tosió dolorosamente.
Nauzhror sonrió y asintió.
—¿Debo suponer que la filacteria ha sido destruida? —preguntó el maestro a Gomph. El archimago consiguió hacer un gesto de asentimiento.
—Destruida —dijo—. Hace un momento le estaba preguntando a Prath sobre la casa Agrach Dyrr.
Nauzhror asintió y dijo:
—El templo fue completamente destruido por la explosión, archimago, además de gran parte del ejército perteneciente a la casa. Cuando todo hubo acabado, la casa Xorlarrin consiguió por fin abrir una brecha en los muros. Parecía que la casa Agrach Dyrr estaba a punto de caer, aniquilada por los Xorlarrin. Pero...
—¿Pero? —quiso saber Gomph.
—Pero la madre matrona Baenre llegó con un contingente de tropas de Baenre y detuvo el asalto. Se encontró con Anival Dyrr, que al parecer es ahora la madre matrona de la casa Agrach Dyrr, y por lo visto han llegado a un acuerdo. La casa Agrach Dyrr sobrevivirá como casa vasallo de la casa Baenre.
Gomph sonrió en medio del dolor. Anival y la casa Agrach Dyrr estarían obligadas durante siglos a Triel, como una extensión de la casa Baenre. Su hermana había vuelto a sorprenderlo. Se recordó que no debía volver a subestimarla nunca más.
—Le has prestado un gran servicio a la ciudad, archimago —dijo Nauzhror.
—Es cierto —corroboró Prath, levantando la vista de lo que estaba buscando.
Gomph asintió. Ya lo sabía. Pero la curación sería larga, para él y para la ciudad. Durante un instante, se preguntó qué le había pasado al hacha duergar con la que había destruido la filacteria y se había apoderado del alma del lichdrow. La había dejado allí.
Apartó aquellos pensamientos de su mente. El lichdrow había sido destruido para siempre.
Eso esperaba.
—Los ungüentos curativos, aprendiz —le dijo a Prath.

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Quenthel se quedó mirando el rostro de Lloth, el rostro de Danifae, e intentó controlar su ira, su decepción, su vergüenza.
Danifae Yauntyrr, una prisionera de guerra sin hogar, era la Yor'thae de Lloth.
La ira de Quenthel era tal que apenas podía respirar. Su vergüenza pesaba tanto que apenas podía mantenerse en pie. Halisstra estaba tendida boja abajo, junto a Quenthel. La suma sacerdotisa la miró, miró los ocho cuerpos de Lloth, la forma de Danifae saliendo del cuerpo de la más grande, y lentamente, con gran dificultad, se tendió boca abajo, en el suelo.
A pesar de no haber sido la Yor'thae, Quenthel seguía siendo una leal servidora de Lloth.
Cuando miró hacia arriba, se atrevió a preguntar:
—¿Por qué?
Su voz se llenó de ira, y una vez hubo empezado, comenzó a salir a borbotones.
—¿Por qué me trajiste de vuelta de entre los muertos? —preguntó—. ¿Por qué me hiciste Señora de Arach-Tinilith para después hacer... esto?
Pensó en todas las veces que podría haber matado a Danifae de un golpe y se regañó a sí misma por haber cometido ese fallo. Había sido una estúpida, una estúpida arrogante.
Los ocho cuerpos de Lloth avanzaron todos juntos, con el octavo en el centro. Quenthel pensó que iba a morir, pero en vez de eso Danifae... ¡Lloth! extendió una mano de elfa oscura y le acarició el cabello, un gesto de ternura inexplicable. Cuando habló, su voz eran ocho voces, pero la de Danifae destacaba.
—Buscas razones, hija, propósitos, y ése es tu fallo. ¿No lo ves? El caos no da razones, no tiene un propósito. Es lo que es y eso es suficiente.
Quenthel escuchó sus palabras y comprendió el modo en que le había fallado a su diosa. Con ese error, también les había fallado a su casa y a sí misma.
No quería llorar por su fracaso, al menos en presencia de su diosa, sobre todo en presencia de su diosa. No le daría a Danifae, o a lo que quedaba de ella, esa satisfacción.
Levantó la cabeza y miró a los ojos grises de Lloth, los ojos de una elfa oscura... los de Danifae.
—Mátame, entonces. No suplicaré por mi vida.
Casi añadió una blasfemia: «a ti no» al final de la frase, refiriéndose a Danifae. Pero Danifae ya no era sólo ella, y Quenthel tenía que asumirlo. Danifae formaba parte de Lloth, la Reina Araña, la reina de la Red de Pozos Demoníacos, la diosa de Quenthel, y de una forma más grandiosa que antes.
Los labios carnosos de Lloth formaron una sonrisa que dejó ver unos colmillos de araña en vez de dientes.
—Esa es la razón por la que vivirás —dijo Lloth.
Quenthel no estaba segura de si se sentía aliviada, avergonzada o ambas cosas. No dijo nada, simplemente inclinó la cabeza.
—Sal de mi tabernáculo, Señora de Arach-Tinilith —dijo Lloth—. Vuelve a Menzoberranzan y sigue presidiendo mi fe en esa ciudad. Cuéntales lo que has visto aquí.
Volvió a acariciarle los cabellos, con menos suavidad, como conteniendo el impulso de matarla.
—Ahora —dijo la diosa. Luego señaló a Halisstra con un gesto de la cabeza y añadió—: deja a ésta conmigo.
Quenthel no hizo preguntas. Se irguió, dio media vuelta y avanzó a grandes pasos entre las viudas abisales hasta que salió del templo.

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Halisstra no podía moverse. Había oído que la Reina Araña hablaba con Quenthel, pero no había entendido una sola palabra.
Danifae era la Yor'thae. Lloth había renacido.
Después de un tiempo, Quenthel se dio la vuelta, miró una última vez a Halisstra, con una mezcla de odio y respeto, y salió del templo.
Lloth había prometido que sólo una de ellas saldría del templo con vida. Quenthel acababa de irse... viva.
Halisstra iba a morir.
La diosa la miró. Sintió el peso de la mirada de Lloth. Esperó el mordisco de las mandíbulas de la diosa, tal como había visto en su visión.
Pero no sucedió.
Se atrevió a mirar a Lloth y vio a Danifae, pero también mucho más. Todavía agarraba con fuerza la espada de Seyll. La soltó y la apartó de sí.
—Lo siento, diosa —le dijo a Lloth y se postró por completo—. Perdóname.
Sabía que no bastaban las palabras para disculparse. Había bailado para Eilistraee en el plano de Lloth, había erigido un templo a la Dama Oscura sobre la colina de la Reina Araña. Era la peor de las herejes.
Los ocho cuerpos de Lloth la miraron, y el silencio se hizo más largo. Cuando la diosa habló por fin, su voz era sólo la de Danifae, pero estaba llena de poder, llena de ira.
—Has estado alejada de mí demasiado tiempo, hija mía —dijo Lloth—. Yo no perdono.
Lloth se inclinó sobre ella. Los otros siete cuerpos de Lloth la rodearon. Halisstra era incapaz de moverse. Lloth se acercó. El corazón de Halisstra latía con fuerza.
La voz sibilante de Lloth, que era más que nunca la de Danifae, le susurró al oído:
—Adiós, Señora Melarn. Lo que podrías haber sido no es lo que eres.
Halisstra gritó cuando los colmillos de la diosa se hundieron en su cuello, varas gemelas de agonía. Las otras siete arañas también hundieron sus colmillos en su carne. El dolor era agónico, exquisito. El veneno hizo arder su piel y puso su cuerpo al rojo vivo. El dolor y una inexplicable exaltación hizo que un espasmo recorriera su cuerpo. Su visión se hizo borrosa. Abrió la boca para maldecir a Lloth, para darle las gracias, pero no pudo emitir ni un sonido. Su vida se extinguía, se extinguía. Brevemente, se preguntó qué ocurriría con su alma cuando muriera. Anhelaba la misma aniquilación que Seyll.
Sonrió cuando estaba llegando su final.
Pero el veneno de Lloth no la mató. Permanecía entre la vida y la muerte.
—La muerte no, hija descarriada —dijo Lloth con sus ocho voces—. Tus pecados fueron demasiado grandes para que te suelte tan fácilmente. Por tu apostasía, me servirás eternamente como mi dama penitente, mi... prisionera de guerra —dijo con la voz de Danifae—, ni muerta ni viva. Te encargarás de derramar la sangre de los herejes que sigan a mi hija, a mi hijo y al que una vez fue mi marido. El dolor te consumirá constantemente. El odio será lo que te mueva. Y la culpa te invadirá pero nunca detendrá tu mano. Esta será tu penitencia. Tu eterna penitencia.
Horrorizada, Halisstra anheló la muerte. Era inútil.
—No hay manera de huir —dijo Lloth—. Al igual que yo, tú también te transformarás y renacerás.
El octavo cuerpo de la Reina Araña cogió a Halisstra con sus pinzas y la empujó bajo su tórax. Halisstra colgaba inerte en los brazos de su diosa. Lloth segregó hilos de seda y, con una habilidad que daba miedo, envolvió a Halisstra con ellos.
La estaba metiendo en un capullo. Comenzó por las piernas y siguió subiendo a lo largo de su cuerpo. Apenas lo sintió. Apenas sentía nada. Los hilos cubrían sus ojos, y sólo veía oscuridad. Lloth la dejó caer al suelo.
En el interior del capullo, el veneno de Lloth la transformó. La arrebató del borde de la muerte. El veneno la saturó hasta el alma, le produjo un dolor atroz, un dolor que sabía que no acabaría nunca. Algo que había en la telaraña se hundió en su piel.
El poder de Lloth exploró su corazón y allí encontró el odio que Halisstra nunca había sido capaz de extinguir, y encontró el perdón y el amor que nunca había sido capaz de alimentar. El toque de Lloth hizo florecer por completo el odio, y redujo la debilidad del amor y el perdón a poco más que una espora.
Su piel se endureció tanto como su alma. Su fuerza y estatura aumentaron para que estuvieran a la par con su odio. El dolor del renacer era agonizante. Abrió la boca y gritó. Salió un siseo. Se pasó la lengua por los labios y notó unos colmillos. Rompió las hebras con su nueva fuerza y se liberó del capullo. Rodó por el suelo del tabernáculo, cubierta de telarañas.
Los yochlols se deslizaron hacia ella y la limpiaron con sus tentáculos. Los ocho cuerpos de Lloth se retiraron a su tela de araña. Habían terminado con ella.
Junto a ella, Halisstra vio una espada, la espada de Seyll. Cerró la mano sobre su empuñadura y se levantó.
De la hoja surgieron llamas de color violeta.
En algún lugar muy profundo, una parte de ella lo observaba todo horrorizada. La pequeña espora de su ser anterior, aquella parte de ella que había disfrutado bailando bajo la luna, sólo podía observar y desesperarse.
El resto de ella recordaba su antigua vida, una vida de sacrificios, poder, y corrupción. Dirigió su mirada hacia la espada que tenía en la mano, deseando usarla.
«Tal vez en el bosque de Velars», pensó la Dama Penitente, y sonrió a pesar de su dolor.
—Bienvenida a casa, hija mía —dijeron las ocho voces de Lloth.

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Quenthel estaba de pie en el exterior del templo. No miró atrás, ni siquiera cuando oyó gritar a Halisstra Melarn. Dirigió su vista al cielo. Allí, los ocho satélites de Lloth tenían un brillo rojizo, y todos brillaban con la misma intensidad. La octava había renacido.
Se tragó su frustración, cogió su símbolo sagrado, le rezó a Lloth, y una vez más se dejó llevar por el viento.
Se alejó volando del tabernáculo, descendió pasando por la extensa ciudad de Lloth, y por encima de la Red Infinita, hacia las neblinosas Llanuras de las Almas. Viudas abisales, yochlols y arañas todavía se amontonaban en las llanuras.
Aterrizó sobre las llanuras, en medio de las filas de arácnidos. Nadie le prestó la menor atención.
Apenas quedaban señales de la batalla de los yugoloths. El campo de batalla había sido limpiado por la horda de arañas.
Como antes, las almas salían del Paso del Ladrón de Almas para quedar atrapadas en las llamas color violeta de las Llanuras de las Almas, quemándose y retorciéndose hasta purgar la debilidad de su carne. Quenthel se preguntó, cuando atravesó las llanuras, cuánto tiempo se sostendría su alma en el aire, quemándose, hasta que su debilidad fuera adecuadamente purgada.
Vio movimiento cerca del saliente que había antes del Paso del Ladrón de Almas. Una forma de gran altura la llamó y descendió por el camino a grandes pasos. Era Jeggred.
Avanzó por el suelo agrietado para reunirse con su sobrino. El draegloth caminó a través de los arácnidos. Estaba cubierto de sangre y vísceras. Todavía tenía trozos de piel de yugoloth colgando de las garras. Su propia carne, abierta por innumerables arañazos, cortes, y heridas sangrantes, parecía tan magullada como las llanuras que los rodeaban. Uno de sus brazos interiores no eran más que un muñón. Redujo el paso mientras se aproximaba, obviamente sorprendido de verla.
Sus ojos entrecerrados formularon una pregunta, y dirigió la mirada más allá de ella, hacia la ciudad y el tabernáculo.
—Lo sabía —dijo, sonriendo como el idiota que era—. Era ella.
El látigo de Quenthel le aguijoneó el costado, y él se volvió hacia ella con rapidez, con la garra levantada. Su mirada lo detuvo en el acto.
—Tan solo has sido un tonto afortunado —dijo con voz tensa, controlando su ira—. Lloth ha renacido y todo es como era antes. Debes responder ante la casa Baenre.
Los látigos de serpiente chasquearon la lengua y sisearon.
Jeggred se quedó mirándola, con una expresión indecisa en el rostro.
—La desobediencia será castigada duramente, varón —añadió.
Jeggred se pasó la lengua por los labios, inclinó la cabeza y se arrodilló.
—Sí, mi señora.
Quenthel sonrió. Intimidar a Jeggred la satisfacía un poco, pero no lo suficiente. Se quedó mirando la parte superior de la cabeza del draegloth, pensando, sin haber saciado todavía su ira.
Pronunció una plegaria, y lanzó un hechizo que cargó sus manos con suficiente poder para matar a casi cualquier criatura.
Jeggred la oyó lanzarlo y levantó la mirada cautelosamente. Quenthel le sonrió.
—Has servido bien a la reina araña, sobrino —dijo, y extendió la mano para acariciar su melena.
Jeggred se relajó.
La sonrisa de Quenthel se desvaneció. Agarró un puñado del pelo hirsuto del draegloth y descargó en él todo su odio, toda su rabia, todo el poder de su hechizo.
Golpeó a Jeggred como el garrote de un gigante. Sus huesos se retorcieron y se hicieron astillas; su piel se desgarró; por sus orejas, ojos y boca comenzó a salir sangre a borbotones. Cayó al suelo y se retorció en su agonía, rugiendo.
—Pero a mí me has servido poco —dijo.
Blandió su látigo para asestarle un golpe final, pero dudó.
Tenía una idea mejor.
El semidemonio se levantó usando las garras, sangrando por todas partes.
—Te matará por esto —dijo, escupiendo sangre—. Yo te mataré.
Quenthel no estaba segura de si Jeggred se refería a Triel o a Danifae, pero de cualquier modo, sólo podía sonreír. Qué tonto era Jeggred.
—Has cumplido con tu función —dijo mirando la cara sangrienta de Jeggred—, y no eres más que un varón.
Los arácnidos comenzaron a reunirse a su alrededor, quizás atraídos por el olor de la sangre de Jeggred.
Quenthel miró sus ojos rojos y dijo:
—Adiós, sobrino. Eres mi primer sacrificio a la Reina Araña renacida.
Dicho esto, sostuvo su símbolo sagrado en las manos y le dedicó una plegaria a su diosa renacida. La magia la rodeó, una magia que la llevaría de vuelta a Menzoberranzan.
Tenía muchas cosas que contarle a su madre matrona.
Justo antes de que la magia la alejara de la Red de Pozos Demoníacos, vio a un millar de arañas abalanzarse unas sobre otras, cubriendo el cuerpo de Jeggred, devorándolo.
Los gritos del draegloth la hicieron sonreír.

Resurrección [Libro 6] - La Guerra De La Reina Araña - Reinos Olvidados Место, где живут истории. Откройте их для себя