🕷️ CAPITULO 13🕷️

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Pharaun oyó a sus espaldas el bramido de un cuerno de batalla.
Por un momento, la tensión entre Quenthel y Danifae cedió. Ambas se volvieron hacia el lugar donde había sonado el cuerno.
En un primer momento, Pharaun pensó que sus ojos lo engañaban, pero las palabras de Quenthel lo sacaron de dudas.
—Melarn —dijo Quenthel en voz baja. Las serpientes del látigo silbaron y se retorcieron con gran agitación.
Pharaun echó una mirada hacia atrás y vio que Danifae abría la boca como para decir algo, pero se callaba. Se veía que estaba descolocada, pero se recuperó rápidamente.
—Parece ser que Lloth ha proporcionado una víctima diferente para el sacrificio —dijo.
Pharaun se volvió bruscamente y vio a Halisstra Melarn, acompañada por otra drow y por una elfa de la superficie, que avanzaba a la carrera por el suelo rocoso. Las tres llevaban espadas y armaduras. El símbolo del escudo de Halisstra llamó la atención de Pharaun: una espada de plata alrededor de la cual se envolvía una cinta plateada.
Reconoció el símbolo de Eilistraee. No necesitaba ver más. Halisstra se las había ingeniado para seguirles la pista a través de la Red de Pozos Demoníacos, trayendo consigo a dos aliadas, presumiblemente sacerdotisas de la misma diosa maldita.
—Es portadora del símbolo de Eilistraee, señora —dijo Pharaun mientras invocaba el poder de su anillo y se elevaba en el aire.
—No soy ciega, varón —dijo Quenthel a voz en cuello.
—Piensa que soy su aliada —le dijo Danifae a Quenthel y retrocedió unos pasos—. Voy a hacer que se lo replantee.
Dicho eso, se puso a gritar.
—¡Señora Melarn! ¡A mí! Juntas detendremos a Quenthel Baenre. ¡A mí, en nombre de la Señora!
Quenthel frunció el entrecejo. Las cabezas de su látigo de serpientes miraban ora a Danifae, ora a Halisstra.
En respuesta a la llamada de Danifae, Halisstra sonrió y blandió una espada resplandeciente por encima de su cabeza. La otra sacerdotisa drow hizo sonar otra vez el cuerno.
Jeggred respondió con un rugido.
Pharaun estaban tan confundido como las serpientes. No sabía con exactitud si Danifae estaba manipulando a Halisstra o a Quenthel, o a las dos al mismo tiempo. Dejándose llevar por su pragmatismo, optó por ser prudente y por tratarlas a todas como enemigos.
Una vez tomada su decisión, determinó rápidamente lo que debía hacer. Halisstra y Danifae podían ser peligrosas, pero Jeggred era quizás el oponente más letal de los allí reunidos.
Halisstra y las otras dos sacerdotisas se dirigieron hacia Quenthel, y Jeggred cargó en la misma dirección, pero Pharaun no sabía si para atacar a su tía o a las sacerdotisas.
Mediante una orden mental, Pharaun lanzó el puño de fuerza contra Jeggred. El draegloth lo vio venir y trató de esquivarlo, pero el puño lo golpeó con todas sus fuerzas en la cabeza y en el pecho. El impacto hizo que el enorme draegloth cayera de bruces y quedara tendido en el suelo, aparentemente atontado.
Danifae dirigió a Pharaun una mirada furiosa y se apartó aún más de Quenthel.
—¡Aquí, Halisstra! —dijo blandiendo su estrella matutina.
Mientras atacaban, las tres sacerdotisas de Eilistraee imploraron en voz alta a su diosa. En sus plegarias había tanto de canto como de salmodia.
Halisstra acabó su plegaria y un rayo negro brotado de sus dedos se dirigió hacia Quenthel. La sacerdotisa Baenre se hizo a un lado, esquivándolo, y cayó sobre las rocas.
La otra sacerdotisa drow completó su plegaria y un aura rosada la rodeó. La sacerdotisa elfa hizo a Pharaun objetivo de su conjuro. Lo apuntó con el dedo y una esfera de luz lo rodeó.
El mago dio un respingo y se protegió la cara con el brazo. La sensación fue de que unas dolorosas agujas se le hubieran clavado en los ojos. Sin abrirlos, farfulló las palabras de un contraconjuro, y volvió a rodearlo la confortable luz difusa de la Red de Pozos Demoníacos.
Al abrir los ojos, por un momento sólo vio puntos y empezó a lagrimear, y todo desapareció. Cuando pudo ver otra vez vio su puño mágico flotando por encima de Jeggred, que seguía sin sentido, y lo lanzó a toda velocidad contra la sacerdotisa elfa.
Las tres sacerdotisas se dispersaron. El puño fue a interceptar a la elfa.
Feliane abortó su ataque y aferró su diminuto escudo para frenar el golpe del puño, pero Pharaun no dejó que la golpeara.
A una orden mental suya, el puño se detuvo ante ella, abrió los dedos e hizo intención de cogerla. Ella actuó con rapidez y trató de clavar su espada en la mano conjurada, pero ésta fue inexorable.
Sus enormes dedos se cerraron sobre ella. Sólo se veía su cabeza y antes de que pudiera gritar pidiendo ayuda, Pharaun hizo que la mano la apretara.
La elfa abrió la boca intentando gritar, pero estaba sin aliento y se limitó a sufrir en silencio.
Pharaun se volvió y vio que Halisstra cambiaba de rumbo para lanzarse contra Quenthel.
—Ayúdanos, Danifae —gritó.
—Por supuesto, señora —dijo Danifae, pero ni se movió.
La otra sacerdotisa drow, que blandía una espada de larga hoja con ambas manos, atacaba a Quenthel desde el lado opuesto al de Halisstra, pero se detuvo cuando miró hacia atrás y vio a su camarada atrapada en el puño mágico de Pharaun.
—¡Feliane! —gritó.
La sacerdotisa drow buscó a Pharaun y cantó un conjuro.
Pharaun voló hacia ella esgrimiendo su varita mágica y pronunciando su propio conjuro.
Ella acabó primero.
Una espada de fuerza mágica se formó en el aire a la derecha de Pharaun. Atacó en el momento mismo de su aparición, directa a la cabeza del mago.
Pharaun trató de eludirla, pero lo persiguió tozudamente, lanzándole estocadas. El mago daba volteretas, giraba, se retorcía, pero la maldita espada no dejaba de perseguirlo. En dos ocasiones consiguió penetrar sus protecciones mágicas y le laceró la piel del hombro y el antebrazo. Pharaun perdió el hilo de su propio conjuro y maldijo en voz alta.
Describió una serie de círculos, abriendo un pequeño espacio entre él y la espada, y rápidamente pronunció las palabras de un contraconjuro.
La magia de Pharaun prevaleció. La espada de fuerza se desvaneció. El mago se llevó la mano al hombro y notó que la herida sangraba, pero no era profunda.
Pharaun miró hacia abajo y vio a la sacerdotisa drow avanzando hacia Quenthel por un flanco mientras Halisstra lo hacía por el otro. La Baenre se mantenía firme, haciendo restallar el látigo de sus sibilantes serpientes.
Pharaun sacó un trozo de cuarzo de su piwafwi, formó una cúpula con la mano y pronunció las palabras de un conjuro para igualar las oportunidades.
Cuando completó el conjuro, un hemisferio de hielo semiopaco, tan grueso como largo es un brazo, se materializó de la nada, tomando forma alrededor de Halisstra y aprisionándola.
Podía ver a la traidora Melarn debatiéndose frenéticamente dentro, golpeándolo con sus armas. No resistiría mucho. Pharaun lo sabía, pero le daría tiempo a Quenthel.
Quenthel aprovechó la oportunidad. Cargó contra la otra sacerdotisa drow y describió con su látigo un amplio arco.
La sacerdotisa de Eilistraee, nimbada todavía por una tonalidad rosada, ni se retiró ni vaciló. En lugar de eso, bailaba y daba vueltas entre las serpientes del látigo de Quenthel. De repente lanzó lanzaba una estocada de revés contra Quenthel que abrió la armadura de ésta de lado a lado del pecho. La Baenre, todavía bajo el influjo de su conjuro de aumento de tamaño, contraatacó con un golpe de su escudo, pero la eilistraeena lo esquivó y trató de clavar su espada en el estómago de Quenthel.
La sacerdotisa Baenre dio un salto atrás para evitar el golpe, pero la otra la seguía incansable, girando como un torbellino y haciendo que su espada sólo fuera un contorno borroso.
—¡Danifae Yauntyrr! —gritó la eilistraaeana—. Responde a la Señora y ayúdame.
Pero Danifae ni respondió. Pharaun vio que se mantenía al margen, aparentemente contentándose con observar el conflicto, esperando tal vez que quedara una ganadora debilitada a la que pudiera rematar.
Respirando con dificultad y sangrando, Quenthel hizo restallar su látigo en una serie de furiosos ataques. Un golpe oblicuo hizo que Uluyara perdiera el equilibrio, momento que aprovechó Quenthel para golpearla en el pecho con su escudo.
La fuerza y el tamaño de Quenthel hicieron que la otra se inclinara, aunque consiguió transformar el traspié en una graciosa recuperación. Se afirmó y se lanzó contra la Baenre, atacando con la espada.
Haciendo molinetes con su látigo por encima de la cabeza, Quenthel trató de alcanzar a Uluyara. La sacerdotisa lo esquivo por la derecha, por la izquierda, se agachó y abrió una herida en el brazo de Quenthel, hasta que...
Una de las serpientes le clavó los colmillos en el brazo a la eilistraaeana. Esta gruñó de dolor, y la señora de Arach-Tinilith aprovechó la ocasión para asestarle otro golpe con el escudo. Uluyara trató de evitar el impacto con una voltereta, pero la fuerza del golpe la hizo retroceder cinco pasos. La herida del brazo ya empezaba a ennegrecerse.
—Se acabó —dijo Quenthel.
La suma sacerdotisa avanzó. Las serpientes de su látigo siseaban furiosas.
La eilistraeena retrocedió danzando, girando como un torbellino. Echó mano de su símbolo sagrado y cantó un conjuro.
Un haz de luz plateada surgió de su mano extendida, penetró en el conjuro de protección de Quenthel e hizo impacto en el pecho de ésta. Gruñendo, la sacerdotisa Baenre trastabilló.
—No lo creo —respondió Uluyara y arremetió contra ella.
Antes de que pudiera alcanzarla, Quenthel alzó su látigo.
—Velocidad —exigió.
Las serpientes empezaron a revolverse y repitieron su palabra como un eco.
—Velocidad.
La empuñadura adamantina del látigo lanzó un destello morado y los movimientos de la suma sacerdotisa se aceleraron. Su látigo dibujaba en el aire una figura borrosa.
La sacerdotisa de Eilistraee se lanzó como una flecha con la espada. Quenthel la esquivó con destreza, haciéndose a un lado. A continuación, empujó la espada de Uluyara hacia el suelo con la empuñadura de su látigo, giró en redondo y dio un latigazo a la otra en la espalda con las cinco cabezas de serpiente.
Entre gruñidos y tumbos, la eilistraeena consiguió mantenerse en pie. Girando como una peonza se apartó para evitar el siguiente latigazo, que le habría separado la cabeza de los hombros.
Uluyara inició otro conjuro, pero Quenthel fue demasiado rápida. El látigo restalló una vez más y atravesando la armadura, llegó a la carne de la sacerdotisa de Eilistraee. Su grito de dolor frustró su conjuro.
Pharaun se dio cuenta de que el combate había terminado. La eilistraeena no era adversaria para Quenthel Baenre.
Halisstra también se dio mientras miraba a través de la pared de hielo. Su grito amortiguado logró atravesar la barrera.
—¡Uluyara! ¡Danifae! ¡Ayudadla!
Pero Danifae no hizo nada.
Desesperada, la sacerdotisa de la Doncella Oscura se abalanzó contra Quenthel. Trataba de alcanzar a su adversaria con estocadas y golpes de revés de su espada. Quenthel paró sus arremetidas y respondió con un golpe de escudo que hizo que cayera la otra.
Entonces, Quenthel sacó de un bolsillo interno de su piwafwi una varilla metálica plateada tan larga como su antebrazo, apuntó con ella a la sacerdotisa postrada y descargó una sustancia semilíquida y pegajosa. La sustancia empapó totalmente a la sacerdotisa y se endureció en un instante. La eilistraeena se debatió, pero ya no pudo moverse.
Quenthel se acercó con una cruel sonrisa a la sacerdotisa inmovilizada.
Pharaun, satisfecho de que todo hubiera resultado tan fácil se tomó un momento para observar la escena. Jeggred seguía sin sentido, aunque una de sus manos se movía espasmódicamente. La sacerdotisa elfa estaba inmovilizada por la mano mágica de Pharaun. Halisstra estaba temporalmente atrapada en un hemisferio de hielo, aunque Pharaun podía oír los golpes de su arma. Intentaba romperlo. Pharaun sabía que no tardaría en conseguirlo.
Quenthel se colgó el látigo al cinto y sacó de entre sus vestiduras un pequeño cuchillo con una estilizada empuñadura en forma de serpiente.
Pharaun lo reconoció como un cuchillo ceremonial para hacer sacrificios.
La Baenre se colocó detrás de la sacerdotisa postrada para que Halisstra Melarn pudiera tener una buena perspectiva.
—No tengo miedo —dijo la inmovilizada Uluyara, aunque Pharaun no sabía si hablaba con Halisstra o con Quenthel.
—Por supuesto que lo tienes —dijo Quenthel levantando el cuchillo bien alto.
La espada de Halisstra logró atravesar el hielo.
—¡No! —gritó.
Pharaun hizo un rápido encantamiento y envió cinco dardos de energía mágica que brotaron de sus dedos y penetraron por el pequeño agujero que había abierto Halisstra en la pared de hielo. Los proyectiles hicieron impacto sobre la sacerdotisa Melarn, que profirió un grito de dolor.
Mientras tanto, Quenthel elevó una rápida plegaria a Lloth y abrió de un tajo la garganta de Uluyara. La sangre de la eilistraeeana se derramó sobre el terreno rocoso de la Red de Pozos Demoníacos. Uluyara murió entre borboteos.
—¡No! —volvió a gritar Halisstra.
Quenthel se puso de pie, sonrió primero a Halisstra y después a Danifae, y se dirigió a continuación a Pharaun.
—Vamos, maestro Mizzrym. El Paso del Ladrón de Almas nos espera. Mi sacrificio a la Reina Araña está hecho.
Pharaun sorprendió a Danifae hablando para sí con el lenguaje de símbolos:
Y el mío lo estará muy pronto.
El mago dirigió una última mirada a la indefensa sacerdotisa todavía atrapada por la mano mágica. Su conjuro no tardaría en disiparse. Para entonces era posible que estuviera muerta. O no. A Pharaun lo tenía sin cuidado. Las eilistraeeanas no eran adversarias para él.
Fue hacia Quenthel sin dirigir siquiera una mirada a la sacrificada Uluyara, y los dos juntos se encaminaron al paso.
Detrás de ellos, Halisstra había conseguido por fin abrir un agujero de tamaño suficiente como para que el resto de la barrera de hielo se desplomase a su alrededor.
También Jeggred emitió un gruñido sordo. Aparentemente, estaba recuperando el sentido, al menos el poco sentido que tenía.
—Vuélvete y mírame a la cara, zorra Baenre —desafió Halisstra desde atrás.
Se oyeron las palabras de un conjuro. Era Halisstra. Pharaun lo reconoció: un ataque de llamas.
Sin darle demasiada importancia, pronunció las palabras de un contraconjuro y deshizo el encantamiento.
Podía imaginar la consternación de Halisstra.
—¡Detente, Baenre! —rugió Halisstra con tono de desesperación, de furia—. Enfréntate a nosotras y veamos cuál de las dos diosas es la más fuerte.
Quenthel hizo como si no la oyera. Ella y Pharaun llegaron al umbral del Paso del Ladrón de Almas. El agujero abierto en la roca era tan negro e impenetrable visto desde cerca como había parecido de lejos. Las almas entraban y se desvanecían en su interior una tras otra.
Halisstra corrió tras ellos.
Quenthel parecía estar en trance.
—El Ladrón existe en el sufrimiento de Lloth. Está vinculado por él y responde al mandato de la diosa.
Pharaun miró la entrada del túnel mientras las almas seguían afluyendo hacia él.
—¿Cuál es su mandato? —preguntó.
Quenthel respondió sin mirarlo.
—Como siempre, varón. Poner a prueba a los que ella quiere poner a prueba. Algunas almas pasan sin problema, otras no.
Se volvió y lo miró a la cara, aunque sus ojos seguían desenfocados.
—Yo seré puesta a prueba —continuó, después señaló a Danifae con la cabeza—. Y si se atreve a entrar, ella también lo será. Por lo que respecta a ti y a mi sobrino, el reto del paso no os afecta. Aunque supongo que el Ladrón también se cobrará su parte de todos modos.
—Señora ¿por qué no la matas? —preguntó Pharaun refiriéndose a Danifae—. Y a tu sobrino.
La mirada de Quenthel estaba perdida en la lejanía, centrada sólo en el reto que representaba el paso.
—Ellos ya no importan —dijo.
Antes de que Pharaun pudiera preguntar nada más, Quenthel entró en el agujero negro. La oscuridad se la tragó. Las almas seguían introduciéndose en el paso. También ellas se desvanecían.
Halisstra se acercaba, estaba ya a unas diez zancadas de ellos, a ocho.
—¡Da la cara, cobarde! —gritó.
Pharaun permaneció allí un momento, mirando a la oscuridad, sin decidirse. Por fin respiró hondo y entró en el Paso del Ladrón de Almas. Sintió una leve resistencia al entrar, como una telaraña.

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Halisstra miró como Quenthel primero y Pharaun después penetraban en el túnel y desaparecían. Rechinó los dientes de furia y apretó tanto la Espada de la Medialuna que sus nudillos se pusieron blancos.
Se detuvo y escrutó el agujero de la montaña. No veía nada más allá de la oscuridad.
Se respiración era agitada. Con cada aliento exhalaba rabia y frustración.
Las almas seguían desfilando, los muertos de Lloth.
Quenthel y Pharaun habían escapado. Uluyara estaba muerta, sacrificada. Feliane estaba...
¡Feliane!
Se volvió rápidamente y vio con alivio que la mano mágica había desaparecido. Feliane avanzaba torpemente hacia ella, tanteándose las costillas.
Danifae se había acercado a donde estaba Uluyara y se había puesto en cuclillas a su lado, con expresión consternada. Alzó los ojos hacia Halisstra.
—No pude salvarla, señora —dijo.
Halisstra se limitó a asentir.
—Traté de ayudarte, señora —dijo Danifae acercándose a Halisstra—, pero dos veces el mago interceptó mis conjuros. La próxima vez te serviré mejor.
Halisstra estaba demasiado cansada para hablar.
Un movimiento a su derecha captó su atención. El draegloth se estaba poniendo de pie. Sus ojos rojos relucían de furia, y Feliane lo miró con prevención.
El draegloth miró a Danifae y luego a la etérea elfa. Gruñó.
Halisstra miró a la criatura a la cara.
—Tu señora te ha abandonado por el mago. Te ha dejado en mis manos y yo te arrancaré el corazón por matar a Ryld Argith.
El draegloth sonrió mostrando sus dientes como dagas y miró a Halisstra.
—Mi señora no me ha abandonado, hereje —dijo.
Antes de que Halisstra pudiera responder, Danifae la atacó por la espalda con su estrella matutina. Las costillas crujieron y la espada atravesó la carne. La sacerdotisa de Eilistraee se quedó sin aliento y la sangre empezó a correr por su espalda. Vaciló y cayó al suelo.
Entonces Halisstra lo comprendió todo.
Danifae la había manipulado, había fingido sentirse atraída hacia Eilistraee. Simplemente quería que matara a Quenthel por ella, y había sido Danifae la que había hecho que el draegloth matara a Ryld.
Halisstra había estado ciega, sólo había visto lo que quería ver, y ahora sufriría las consecuencias.
—¡Halisstra! —exclamó Feliane al tiempo que corría hacia ella.
—Jeggred —dijo Danifae, de pie al lado de Halisstra—, mata a esa insignificante zorra elfa.
El draegloth rugió y se lanzó hacia Feliane, cortándole el paso antes de que pudiera llegar hasta Halisstra.
Atenazada por el dolor, abrumada por la carga de su propia estupidez, Halisstra consiguió apoyarse en las manos y en las rodillas. Mentalmente no dejaba de repetir unas palabras de reproche a Eilistraee:
Podrías haberme advertido. Podrías haberme advertido.
Halisstra alzó los ojos y vio que el draegloth atacaba a Feliane. Feliane respondió con su espada, pero Halisstra vio el miedo reflejado en los ojos de la pequeña elfa.
—No lo hagas —trató de decirle a Danifae, pero las palabras se le ahogaron en la garganta. No tenía aliento.
Danifae volvió a golpear a Halisstra en la espalda. Su armadura absorbió gran parte del golpe, pero el dolor la atravesó como un puñal y volvió a caer al suelo.
Su antigua cautiva de guerra cogió a Halisstra por el pelo y tiró de ella. Halisstra trató de usar su Espada de la Medialuna, pero Danifae se la arrancó de la mano y la arrojó a un lado.
—¿Tienes algo que decir, señora Melarn? —le bisbiseó Danifae al oído—. ¿No? Entonces mira —ordenó.
Halisstra cerró los ojos y meneó la cabeza.
—¡Mira! —repitió Danifae sacudiéndola por el pelo.
Halisstra abrió los ojos cuando el draegloth trató de alcanzar con su garra la cara de Feliane. La elfa trastabilló pero con un giro consiguió evitar el golpe del draegloth. La espada de la elfa infligió una herida en el estómago del semidemonio, pero le hizo poco daño.
Rugiendo con tanta fuerza que a Halisstra le hacía daño en los oídos, el draegloth se lanzó contra Feliane. Ella respondió con valentía, pero era demasiado pequeña, demasiado lenta, demasiado débil. El draegloth le desgarró el pecho y a punto estuvo de arrancarle un brazo. Finalmente la hizo caer al suelo.
Allí estaba Feliane, tirada en el suelo, respirando con dificultad, aturdida.
Halisstra recordó repentinamente las palabras que le había dicho en la cima de la colina rocosa: «Tengo miedo».
El draegloth se cernía sobre ella. Sin pararse en preámbulos, la sujetó por los brazos contra el suelo y empezó a comer. Los alaridos de dolor de la elfa se perdían entre los resoplidos voraces del semidemonio.
Halisstra bajó la cabeza. De sus ojos brotaron lágrimas, lágrimas de rabia, lágrimas de arrepentimiento. No podía recobrar el aliento.
Danifae vio sus lágrimas y se burló de ella.
—¿Lloras, Halisstra? ¿Por la pequeña elfa?
Le asestó un puñetazo en la sien. Halisstra sintió una explosión de luces en la cabeza. Estuvo a punto de perder la conciencia, pero resistió.
Danifae le dio a continuación un puntapié en la espalda. Allí estaba, tirada en la Red de Pozos Demoníacos, sangrando, jadeando, y con su antigua prisionera de guerra mortificándola.
Danifae escupió sobre el pectoral de la armadura de Halisstra, sobre el símbolo sagrado de Eilistraee. A Halisstra no le importó. La propia Eilistraee había profanado su símbolo al no advertirla del peligro. Sus sacerdotisas no habían podido hacer nada contra las servidoras de Lloth.
Eilistraee era débil, y Halisstra había sido una tonta al seguir a una diosa débil. Alzó la vista hacia la imagen borrosa de Danifae que se cernía sobre ella.
—¿Por qué? —farfulló.
La boca de Danifae esbozó una sonrisa despreciativa.
—¿Por qué? —Buscó bajo su capa un trozo de ámbar en el que había apresada una araña, su símbolo sagrado de Lloth. Se lo puso a Halisstra delante de la cara—. He aquí el porqué, Melarn. Siempre has sido débil, por eso es lógico que hayas servido a una diosa débil al final. Pero yo no.
Halisstra la miró con odio.
—Sigues siendo una cautiva de guerra sin patria —consiguió decir.
Danifae la miró con desdén, dio un paso atrás y levantó su estrella matutina para asestar el golpe mortal. Cuando lo vio venir, Halisstra reunió las fuerzas que le quedaban y se apartó girando sobre sí.
El arma dio sobre roca.
Halisstra se afirmó sobre las rodillas y se arrastró hacia la Espada de la Medialuna. No podía ver con claridad, el dolor que sentía en las costillas la atormentaba. Era casi intolerable.
Danifae se cernía otra vez sobre ella apuntándola con su espada.
Desde atrás llegaban unos ruidos abominables, los del draegloth, que lamía la sangre y masticaba la carne de Feliane.
—¿Por qué te entretienes tanto con tu comida, Jeggred? —preguntó Danifae sonriendo—. El Paso del Ladrón de Almas y la sangre añeja de Quenthel Baenre esperan.
En ese momento, Halisstra quería morir, lo quería más que ninguna otra cosa. Cerró los ojos y quedó a la espera.
Eilistraee le había fallado.
Ella, Halisstra, las había matado a todas.
—Adiós, Halisstra —dijo Danifae y golpeó con su estrella matutina la cara de su antigua señora.
Halisstra sintió un dolor penetrante. Después, nada.

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Danifae se quedó mirando el cuerpo ensangrentado de su antigua señora. Había realizado su sacrificio y ahora podría entrar en el paso.
—Alabada sea Lloth —dijo, asestando a Halisstra un puntapié final. Miró a Jeggred, que seguía devorando a la sacerdotisa elfa. La mano de la elfa se abría y se cerraba, y de sus labios se escapaban débiles gemidos. Danifae sonrió pensando en el dolor que debía de estar soportando.
—Vamos, Jeggred —dijo—. Es hora de que sigamos a tu tía.
El draegloth apartó la vista de su botín. Tenía el hocico empapado de sangre y de sus dientes pendían colgajos de carne.
—Sí, señora —dijo.
Se puso de pie y se acercó a ella, aunque le costaba abandonar a su agonizante presa.
—¿Cuánto habrá que esperar para matarlos? —preguntó—. A ella y al mago.
—Todo a su debido tiempo —respondió Danifae.
Juntos se adentraron en el Paso del Ladrón de Tumbas.

Resurrección [Libro 6] - La Guerra De La Reina Araña - Reinos Olvidados Donde viven las historias. Descúbrelo ahora