🕷️ CAPITULO 10🕷️

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Habían pasado ya varias horas de la noche, y Halisstra no había despertado de la Ensoñación de sus hermanas. Sabía que debería hacerlo, deberían haber aprovechado la noche para viajar, no fuera que la matanza se reanudara al amanecer, pero también sabía que sus hermanas necesitaban descansar. Tendrían pocas oportunidades de hacerlo una vez que hubieran abandonado el improvisado templo. Además, Halisstra quería que tuvieran unas cuantas horas más de paz, a solas con su fe. Tampoco para eso tendrían muchas oportunidades.
Estaba sentada al borde de la meseta elevando sus plegarias a la Doncella Oscura, pidiéndole que le diera fuerzas para el reto que la esperaba.
Por encima de ella, torbellinos de energía de colores seguían salpicando el cielo. A cada momento, un torbellino arrojaba al aire un alma resplandeciente. A cada momento, un adorador de la Reina Araña moría en algún lugar del multiverso y el alma emprendía su camino hacia la Red de Pozos Demoníacos. El proceso tenía la regularidad de un mecanismo de relojería. Halisstra lo observaba una y otra vez. En cada ocasión la recién llegada se incorporaba a la fila interminable de espíritus que flotaban hacia su oscura diosa, hacia su destino eterno.
Así seguiría hasta el fin del multiverso.
A menos que Lloth muriera.
Halisstra observaba el movimiento metódico de las almas hacia su destino y se preguntaba si Danifae estaría entre ellas. Una vez roto el vínculo que las unía, Halisstra no podía notar la muerte de Danifae. Deseaba fervientemente que la antigua prisionera de guerra siguiera viva.
Al pensar en Danifae, Halisstra sintió que una oleada de miedo y de esperanza la recorría. Danifae le había dicho una vez, cuando estaban en unas ruinas del Mundo Superior, que había sentido la llamada de Eilistraee. La cautiva de guerra lo dijo cuando acudieron a advertir a Halisstra de que Quenthel había enviado a Jeggred a matar a Ryld.
Danifae había ido a advertirla.
Había un nexo entre ellas, Halisstra lo sabía, algo nacido del Vínculo que una vez las había mantenido unidas como ama y esclava. Estaba convencida de que Danifae podía ser redimida, y puesto que Halisstra se había entregado plenamente a la Señora de la Danza, podría guiar a Danifae por el camino de la redención, siempre y cuando no estuviera ya muerta.
Una sensación apabullante de arrepentimiento oprimió el pecho de Halisstra, arrepentimiento por una vida dilapidada infligiendo dolor y ejerciendo triviales tiranías. Había perdido siglos dedicados al odio. Las lágrimas asomaron a sus ojos, pero las contuvo con una sacudida de la cabeza.
El viento racheado atravesó su plegaria, se abrió paso entre las telarañas y llamó a la Yor'thae.
La palabra ya no encerraba magia alguna para Halisstra. No sentía su atracción.
Elevó los ojos a las ocho estrellas que tanto se parecían a los ojos de Lloth.
—Nadie responderá a tu llamada —dijo.
Halisstra no sabía qué tenía reservado Lloth para su Yor'thae, pero tampoco le interesaba. Intuía que matar a la Yor'thae podía dañar a Lloth, debilitarla tal vez, y sabía que la Elegida de Lloth sólo podía ser una persona: Quenthel Baenre.
—Mataré a tu Elegida y después te mataré a ti —musitó.
El viento volvió a amainar, como acallado por su promesa. Halisstra tendió la vista sobre el asolado paisaje del reino de Lloth, por encima de las pilas de miembros y restos de arañas despedazadas. Se preguntó dónde estaría Quenthel en ese momento. Sospechaba que la sacerdotisa Baenre ya estaría en la Red de Pozos Demoníacos, abriéndose camino hacia Lloth, una más de las desdichadas atraídas hacia la Reina Araña.
—Te voy pisando los talones, Baenre —susurró.
Estuvo allí sentada en silencio un rato, a solas con su diosa, mirando a la corriente infinita de espíritus que flotaban hacia Lloth. Después cogió la espada cantora de Seyll, se llevó la aflautada empuñadura a los labios y tocó una suave endecha en honor de las almas perdidas que la sobrevolaban. Las notas se propagaron sobre el yermo paisaje, hermosas a sus oídos.
Si las almas la oyeron, no dieron muestras de ello.
El viento arreció, como si quisiera sofocar su canción, pero Halisstra siguió tocando. Aunque sabía que no era posible, esperaba que en algún lugar Seyll pudiera oír y entender su melodía.
Cuando acabó, enfundó la espada de Seyll y se puso de pie. Mirando hacia el cielo, extendió la mano, con la palma hacia arriba, y curvó los dedos formando el símbolo de una araña muerta, una blasfemia contra Lloth.
No pudo reprimir una sonrisa.
—Esto es para ti —dijo.
Llevada por un impulso, dejó su armadura y su escudo, sacó la Espada de la Medialuna y bailó. En lo alto de una aguja sobre el plano asolado de Lloth, Halisstra Melarn giraba, acompañada de su espada, y saltaba. No había ningún sonido, salvo el silbido del viento, que pudiera acompasar sus movimientos, de modo que bailaba siguiendo un ritmo interior. El gozo la embargaba más a cada paso, a cada giro. Ella y la espada y Eilistraee eran una sola. La Espada de la Medialuna no pesaba más en su mano que una brizna de hierba, de aquella diminuta planta verde que cubría gran parte del Mundo Superior. El arma silbaba atravesando el aire, produciendo su propia melodía, interpretando su propia canción.
Halisstra siguió bailando hasta quedar empapada en sudor, hasta que casi no quedó aire en sus pulmones. Cuando acabó por fin, exhausta y llena de regocijo, se desplomó de espaldas. La gracia la embargaba. Se sentía purificada, digna por fin de esgrimir la Espada de la Medialuna.
Dio gracias mentalmente a Eilistraee y sonrió cuando una nube cubrió temporalmente las ocho estrellas de Lloth.
Allí estuvo durante algún tiempo, limitándose a disfrutar de su libertad.
Un poco después se levantó, volvió a acercarse al borde de la meseta y se puso otra vez la armadura. Cuando estaba sujetando la espada de Seyll a su espalda, una mano se posó sobre su hombro. Se sobresaltó.
—Feliane —dijo, y se volvió para encontrarse con los ojos bondadosos y almendrados de la elfa de la superficie.
Feliane sonrió cálidamente.
—No me has despertado para mi guardia. ¿Qué hora de la noche es?
—Sí, han pasado muchas horas —dijo Halisstra colocando la espada de Seyll en su funda—. Deberíamos despertar a Uluyara.
Feliane asintió.
—Fue tu risa lo que me despertó —dijo.
—Lo siento —se disculpó Halisstra, que no tenía conciencia de haberse reído en voz alta.
—No lo sientas —replicó Feliane—. Me dio ocasión de contemplar tu danza.
Halisstra se sorprendió de que aquello no le produjera el menor embarazo.
—Fue hermosa —dijo Feliane con una sonrisa—. Vi en ella a la Señora, con más claridad de lo que la haya visto en ninguna otra cosa.
Halisstra no supo qué responder. Se limitó a bajar la vista.
—Gracias —dijo.
—Has recorrido mucho camino en poco tiempo —dijo Feliane.
Halisstra asintió. Esa era la sensación que tenía.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —inquirió Feliane.
—Por supuesto —dijo Halisstra, y algo en el tono de Feliane hizo que su corazón latiera más de prisa.
—¿Qué te atrajo al culto de Lloth? —preguntó Feliane—. Es un culto... odioso, repugnante, y veo que tú no eres nada de eso.
El corazón de Halisstra latía desbocado y no sabía muy bien por qué la afectaba tanto la pregunta. Una diminuta partícula en el centro de su ser se removió, pero no le vino a la cabeza ninguna respuesta.
Se quedó pensando un momento antes de responder.
—Me tienes en demasiado buen concepto, Feliane. Yo era odiosa. Nada me atrajo hacia Lloth. No era necesario, fui educada para rendirle culto y disfrutaba de las ventajas propias de mi categoría. Era mezquina y pequeña, tan llena de rencor que jamás se me ocurrió que pudiera haber otra manera de ser. Hasta que os conocí a ti y a Uluyara y vi el sol. Os lo debo a vosotras, se lo debo a la Señora.
Feliane asintió, le cogió la mano y se la estrechó.
—¿Puedo preguntarte algo más? —dijo la elfa.
Halisstra asintió. No ocultaría nada a su hermana en la fe.
Feliane respiró antes de preguntarle.
—¿Alguna vez pensaste que lo que hacías en su nombre estaba... mal?
Conscientemente, Halisstra se decidió por no oír acusación alguna en la pregunta. La cara de Feliane no reflejaba la menor reprobación, simplemente curiosidad. Halisstra procuró articular una respuesta.
—No —respondió por fin—. Me avergüenza decirlo, pero no. La fe en la Reina Araña proporcionaba poder, Feliane. En Ched Nasad, el poder era la diferencia entre gobernar y servir, entre vivir y morir. No es una excusa —dijo al ver que la expresión de Feliane se ensombrecía—, es sólo una explicación. Ahora siento vergüenza por lo que hice, por lo que fui.
Con la vista fija en la oscuridad, Feliane asintió. Hubo un largo silencio.
—Gracias por compartirlo conmigo, Halisstra —dijo finalmente la elfa—. Y no te avergüences de lo que fuiste. Nos renovamos constantemente y nunca es demasiado tarde para cambiar.
Halisstra sonrió.
—Eso me satisface, Feliane. Me permite albergar la esperanza de que una persona que conozco pueda redimirse.
Feliane le devolvió la sonrisa.
Estuvieron calladas un momento, escuchando el viento.
—Deberíamos despertar a Uluyara y ponernos en marcha —dijo Halisstra.
Feliane asintió pero no se volvió para seguirla.
—Tengo miedo —dijo.
Las palabras sorprendieron a Halisstra. Jamás había oído a otra hembra admitir tal cosa.
Después de un momento rodeó los hombros de Feliane con el brazo y la atrajo hacia sí.
—También yo —dijo—, pero encontraremos fuerzas en nuestro miedo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —respondió Feliane.
Halisstra se volvió hacia ella y la apartó para mirarla directamente a los ojos.
—La Señora está con nosotras —dijo—, y yo tengo un plan.
—¿Un plan? —preguntó Feliane enarcando las cejas.
—Despertemos a Uluyara —dijo Halisstra.
De acuerdo, las dos volvieron al templo, y antes de que llegaran Uluyara asomó a la puerta.
—Estáis ahí —dijo la suma sacerdotisa—. ¿Todo va bien?
—Así es —dijo Feliane con una sonrisa—. Halisstra tiene un plan.
—¿Un plan? —Uluyara frunció el entrecejo.
Halisstra fue directa al grano.
—Creo que ya sé por qué Eilistraee puso en mis manos la Espada de la Medialuna.
Uluyara seguía mirándola con interés.
—Eso ya lo sabemos, Halisstra. Debes usarla para matar a la Reina de la Red de Pozos.
Halisstra asintió.
—Sí, pero hasta ahora pensábamos que sólo usaría la espada contra la propia Lloth. Sin embargo, pienso que Lloth quedaría debilitada si su Elegida no acudiera a su llamada. Necesito privarla de su Yor'thae. Tengo que matar a Quenthel Baenre.
Sus hermanas la miraron confundidas.
—¿Es que no lo veis? —preguntó Halisstra—. Se suponía que yo debía encontrarme con Quenthel Baenre durante la caída de Ched Nasad. Se suponía que tenía que sonsacarle cómo despertar a Lloth. La mano de Eilistraee está en todo esto. Ahora lo veo claro. Quenthel Baenre es la Yor'thae de Lloth. Si la mato...
Pensó que entonces tal vez podría matar a Lloth, pero no lo dijo.
—Entonces Lloth será vulnerable —dijo Uluyara, asintiendo.
—¿Estamos seguías? —inquirió Feliane—. La profecía de la Espada de la Medialuna no decía nada de la Elegida de la Reina Araña.
—Estoy más segura que nunca —respondió Halisstra, consciente de que no lo estaba en absoluto.
Feliane no vaciló.
—Entonces estoy convencida —dijo.
Uluyara miró a Feliane y luego a Halisstra. Después de un momento lanzó un suspiro y llevó una mano al símbolo sagrado de Eilistraee que llevaba al cuello.
—Pues entonces yo también lo estoy —dijo—. ¿Cómo encontraremos a Quenthel Baenre?
Halisstra hubiera abrazado a la suma sacerdotisa.
—Está aquí, en algún lugar de la Red de Pozos Demoníacos —contestó—, tratando de llegar a Lloth. De eso también estoy segura.
—Entonces debemos encontrarla antes de que llegue a la Reina Araña —dijo Feliane—. Pero ¿cómo? ¿Siguiendo a las almas? —señaló a las desdichadas que volaban por encima de ellas.
—No —dijo Halisstra—. Debemos localizarla con más precisión.
Uluyara entendió lo que quería decir Halisstra.
—La Baenre tendrá una protección mágica —dijo—, un conjuro de escudriñamiento no servirá.
—Estará protegida —reconoció Halisstra—, pero lleva algo que antes fue mío, una varita de curación que me quitó tras la caída de Ched Nasad. Eso ayudará al conjuro. —Miró a sus hermanas a los ojos—. Funcionará, y si así es, será una señal de la Doncella.
—Podría darse cuenta del escudriñamiento —dijo Uluyara.
Halisstra asintió.
—Es posible. Confiemos en la Señora, suma sacerdotisa. El tiempo apremia. —Halisstra tenía la sensación de que el tiempo se le escurría entre los dedos.
—Estoy contigo, Halisstra Melarn —dijo Uluyara con una sonrisa—, pero para escudriñar necesitamos un cuenco de agua consagrada.
Halisstra se puso a recorrer la meseta buscando algún pozo de agua de lluvia. Uluyara y Feliane se dispusieron a ayudarle.
—¡Aquí! —llamó Feliane un rato después.
Halisstra y Uluyara llegaron corriendo y encontraron a Feliane asomada a un pequeño charco de agua sucia que se había formado en una oquedad.
—Servirá —dijo Halisstra.
—Yo la consagraré —dijo Uluyara sacando su símbolo sagrado.
Sostuvo el medallón por encima del agua y elevó una plegaria de consagración a Eilistraee. Mientras pronunciaba la plegaria, sacó una pequeña perla de su túnica y la dejó caer en el agua. La perla se disolvió como si fuera de sal y la suciedad del agua se desvaneció, quedando ésta transparente. Uluyara terminó la plegaria y se apartó un paso del charco.
—Está listo —dijo.
Halisstra no pudo reprimir una sonrisa. Entre la construcción del templo y la consagración del agua, las tres sacerdotisas habían arrebatado un pequeño trozo del plano de Lloth para mayor gloria de Eilistraee. Era agradable, era un desafío. Se preguntó cuánto durarían aquel templo y aquella agua antes de que el mal imperante en los pozos volviera a adueñarse de ellos.
Pensó que permanecerían para siempre una vez que Lloth hubiera muerto.
Con determinación renovada, se arrodilló ante el charco y se vio reflejada en el agua clara. Las ocho estrellas de Lloth, aunque estaban justo encima de ella, no aparecían en el reflejo. Halisstra quedó satisfecha. Ni siquiera en su propio plano podía la Reina Araña empañar la fuente de Eilistraee.
Tocando su símbolo sagrado, Halisstra entonó la canción del escudriñamiento.
Cuando la imagen mágica tomó forma, configuró en su mente una imagen de Quenthel Baenre: su elevada estatura, su mirada torva, la dureza de su boca, el largo cabello blanco, el látigo de serpientes, la varita que le había robado...
El agua clara se oscureció. Halisstra sintió que su conciencia se expandía. Continuó con su plegaria musical y su voz fue adquiriendo más seguridad. Aunque no era una adivinadora experta, las palabras del escudriñamiento brotaban con facilidad de sus labios. Sabía que las protecciones mágicas de Quenthel podían proteger a la sacerdotisa Baenre; pero también sabía, con una certeza nacida de su fe, que no lo harían. Se haría la voluntad de Eilistraee: Halisstra sería el instrumento de la Doncella Oscura.
En la fuente se formó una imagen, que ondeaba al principio, y luego se fue haciendo más clara con cada nota que cantaba Halisstra. No tenía sonido, pero cuando la imagen se hizo plenamente visible fue tan clara como un retrato. Uluyara y Feliane se acercaron para ver.
La imagen mostró a Quenthel Baenre en el aire, aferrada al pecho de una enorme criatura musculosa y cubierta de un pelaje corto y áspero. El resto del cuerpo del monstruo no se veía. El conjuro de Halisstra sólo permitía ver a Quenthel y a lo que la rodeaba inmediatamente. Más allá de eso, todo era un borrón gris inidentificable.
Quenthel miraba hacia adelante, con una sonrisa tensa en los labios y con los ojos ardientes. Su largo cabello ondeaba al viento. Movía la boca como si gritara algo a la criatura que la llevaba.
—Cabalga sobre un demonio —dijo Uluyara—. Mirad su tamaño, las manos de seis dedos y las garras... es un nalfeshnee.
Halisstra movió la cabeza afirmativamente. Quenthel debía haber invocado y sometido al nalfeshnee a su voluntad.
De repente, el demonio subió más alto y Halisstra hizo que el ojo de escudriñamiento lo siguiera atravesando un enjambre de almas drow. Los espíritus se dispersaron por toda la imagen, entrando y saliendo del alcance del ojo escudriñador.
—¡El río de las almas! —exclamó Feliane mirando hacia el cielo, hacia las sombras que atravesaban el espacio—. Ella está aquí, en la Red de Pozos Demoníacos.
Halisstra asintió sin perder la concentración, manteniendo la imagen centrada en Quenthel. La suma sacerdotisa de Lloth gritó algo al demonio y soltó una mano para blandir su látigo de cabezas de serpiente. El demonio volvió a bajar y las almas desaparecieron de la imagen.
—¿Dónde están sus compañeros? —preguntó Uluyara.
Halisstra meneó la cabeza.
—Posiblemente fuera del campo visual —dijo, aunque sintió miedo por Danifae.
Halisstra no tenía la menor duda de que Quenthel eliminaría a cualquier persona o cosa que sirviera a sus propósitos. Se mordió el labio, frustrada. Su conjuro no revelaba lo suficiente. Sabían que Quenthel estaba volando con un demonio por algún lugar de la Red de Pozos Demoníacos, pero nada más.
—Uluyara —dijo en medio de su concentración—. Debes ayudarme. Necesitamos más información.
Uluyara asintió.
—Ahora que he visto a Quenthel Baenre, hay un conjuro que puedo utilizar para ayudarnos. Me llevará algún tiempo formularlo. Mantén la imagen un momento más. Deja que fije su aspecto en mi cabeza.
La suma sacerdotisa estudió la imagen algún tiempo y luego se puso de pie.
—Ya es suficiente —dijo—. Déjala, Halisstra, antes de que perciba el escudriñamiento. No se puede ver nada más. Ahora nos serviremos de otras adivinaciones.
Con un respingo, Halisstra dejó que se disipara el conjuro. La imagen se desvaneció y otra vez el agua volvió a ser transparente. Se puso de pie aunque le temblaban las rodillas.
Uluyara le posó afectuosamente la mano en el hombro.
—Bien hecho, sacerdotisa —dijo—. Nos has puesto sobre su pista. Ahora mi propio conjuro puede averiguar a qué distancia está la sacerdotisa Baenre de aquí, pero poco más. No nos bastará con eso. Mientras averiguo el lugar, vosotras dos os pondréis en contacto con la Señora y le pediréis que nos guíe.
Halisstra no podía hablar. El corazón le latía desbocado. ¡Ponerse en contacto con la Señora! Cuando era sacerdotisa de Lloth a veces se había puesto en contacto con la Reina Araña como parte de los sangrientos ritos de su templo, pero la experiencia nunca había sido agradable. Una mente mortal era fácilmente abrumada por una divina. La perspectiva de ponerse en contacto con Eilistraee le resultaba terrorífica y deliciosa al mismo tiempo.
Intercambió una mirada con Feliane y vio la aceptación en el rostro de piel clara de la elfa. Ambas miraron a Uluyara y asintieron.
—Bien —dijo la suma sacerdotisa—. Démonos prisa. Como tú dijiste, Halisstra, el tiempo apremia.
—Aquí no, en el templo —propuso Halisstra.
Uluyara asintió y sonrió.
—Está bien. En el templo. Muy bien.
Bajo el cielo de Lloth, las tres sacerdotisas corrieron a refugiarse en su improvisado templo. Allí formularon sus conjuros.
Uluyara se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, el símbolo sagrado en su regazo. Cerró los ojos, irguió la espalda y se sumió rápidamente en un trance de meditación. Un susurro de plegarias surgió de sus labios, atisbos de canciones en un lenguaje que a Halisstra le resultaba tan hermoso como extraño.
Halisstra y Feliane se sentaron apartadas de Uluyara, enfrentadas y cogidas de las manos para formar un círculo. Las manos de Halisstra, más grandes, rodeaban totalmente las de la sacerdotisa elfa. Ambas tenían las palmas frías y húmedas. Feliane colocó el medallón de su símbolo sagrado en el suelo, entre ambas.
—¿Lista? —preguntó Feliane volviendo a coger las manos de su compañera.
—Lista —respondió Halisstra. Sabía que el conjuro que iban a formular crearía una breve conexión con Eilistraee. Las respuestas a las preguntas que harían serían cortas y posiblemente crípticas. Así era la naturaleza de la comunicación directa entre dioses y mortales.
—Yo formularé las preguntas —dijo Halisstra, y Feliane lo aceptó sin vacilar.
Dicho esto, cerraron los ojos e iniciaron el conjuro. Para ello era necesario elevar una salmodia. Empezó Halisstra y Feliane la siguió, y pronto sus voces se acoplaron perfectamente, sonando como una sola. Se acumuló el poder, y se abrieron ventanas entre las realidades.
Propulsadas por el conjuro, sus mentes se expandieron hacia arriba y hacia afuera, atravesando los planos, hasta el otro mundo donde habitaba su diosa.
En el lugar inespacial creado por el conjuro, Halisstra no podía ver, pero podía sentir, y de una forma diferente a todo lo que había experimentado antes. A pesar de sí misma, se retraía mentalmente mientras esperaba el contacto con la mente de su diosa. Sentía a Feliane a su lado, esperando también.
Una presencia se introdujo en la inespacialidad, y Halisstra se preparó. Cuando el contacto se produjo, cuando la mente de Halisstra se encontró con la de su diosa en un lugar entre lugares, no fue en modo alguno como había pensado que sería. En lugar del rencor y la imposición apabullante que había sentido al ponerse en contacto con Lloth, se sintió invadida por el bienestar, el amor y la aceptación. Fue como sumergirse en un baño tibio y apaciguante.
Preguntad, hijas, sonó una voz en su mente.
La suavidad de la voz, su amor, hizo que las lágrimas brotaran de los ojos de Halisstra.
Señora, proyectó Halisstra. Sabes cuál es nuestro propósito. Te rogamos que nos digas qué busca Quenthel Baenre y adonde la lleva el nalfeshnee.
Halisstra tuvo la sensación de que su pregunta era admitida.
Lo que busca es convertirse en el recipiente de la resurrección de mi madre, respondió la diosa. Sin la Yor'thae, el renacimiento de Lloth no se producirá.
Cuando el peso de esa afirmación se asentó en la mente de Halisstra, Eilistraee continuó.
El demonio lleva a Quenthel Baenre al Paso del Ladrón de Almas, en las Montañas de los Ojos. Mi madre espera al otro lado.
En la mente de Halisstra se formó la imagen de unos altos picos, agujas oscuras que se alzaban hasta tocar el techo del cielo. Había visto las montañas a la distancia cuando se había materializado la primera vez en la Red de Pozos Demoníacos. Al pie de las montañas había una oscura brecha, única forma de atravesar la cadena: el Paso del Ladrón de Almas. El nombre del paso despertó algún antiguo recuerdo, como si hubiera leído sobre él durante sus estudios en la casa Melarn, pero los detalles se le escapaban.
¿Cuánto falta para que llegue al paso, Señora?, preguntó Halisstra.
Hubo una pausa y luego llegó la respuesta.
Llegará antes de que el cansado sol de mi madre vuelva a elevarse.
La conexión se hizo tenue. El conjuro estaba próximo a desaparecer. Halisstra sintió que su diosa se apartaba de ella. Trató de aferrarse, pero Eilistraee se le escapaba entre los dedos.
Antes de que el conjuro se disipara del todo, le lanzó mentalmente una pregunta.
¿Sigue Danifae Yauntyrr acompañando a Quenthel Baenre?
Percibió una vacilación e inmediatamente lamentó haber hecho una pregunta tan egoísta. A pesar de todo, Eilistraee le ofreció una respuesta, como desde muy lejos, y las palabras dieron esperanza a Halisstra.
Sí, siguió una pausa. La duda es su arma, hija mía.
La conexión enmudeció. Halisstra abrió los ojos y se encontró otra vez en su engorrosa carne humana, sentada frente a Feliane. También los ojos de la elfa estaban cuajados de lágrimas.
—La señora nos ha honrado —susurró Feliane.
—Así es —respondió Halisstra—. Nos ha honrado, realmente. Si Lloth no tiene una Elegida...
—Entonces morirá —terminó la frase Feliane.
Halisstra se limitó a asentir.
De forma espontánea y al unísono, las dos hermanas en la fe extendieron los brazos y se abrazaron, iluminadas por el resplandor del contacto con lo divino.
—Lo conseguiremos —dijo Feliane, y a Halisstra le sonó más como una pregunta que como una afirmación.
—Lo haremos —afirmó Halisstra, aunque la inquietaban las últimas palabras de Eilistraee. ¿Para quién era la duda un arma? ¿De quién era la duda? No tenía respuestas.
Poco después, Uluyara salió de su trance y Halisstra y Feliane le resumieron su toma de contacto con la diosa.
Uluyara las escuchó asintiendo con la cabeza.
—La Baenre está a tres leguas de aquí. Su ruta sigue a la de las almas. La seguiremos, la encontraremos y la mataremos —dijo cuando hubieron terminado.
—Su ruta conduce a las montañas —añadió Feliane—. Al Paso del Ladrón de Almas.
—Entonces nosotras también iremos hacia allí —dijo Halisstra—. Debemos llegar antes de que salga el sol.
Una vez más cabalgarían contra el asqueroso viento de la Red de Pozos Demoníacos. Halisstra sabía que darían alcance a Quenthel y a Danifae antes de que llegaran al paso.
—Es de suponer que a la Baenre no la acompañan solamente el nalfeshnee y Danifae —dijo Uluyara—. Es posible que el mago, el draegloth y el mercenario de los que nos hablaste todavía viajen con ella.
—Así es —dijo Halisstra.
Mientras se preparaban para la partida, Halisstra pensó en Danifae, vaciló y luego le dijo a Uluyara:
—Danifae Yauntyrr me dijo en una ocasión que había sentido la llamada de Eilistraee. A mí me... —No terminó la frase—. En una ocasión me salvó del draegloth. Me gustaría darle otra oportunidad de responder a la llamada de la Señora.
La expresión de Uluyara fue de incredulidad.
—¿No te parece respuesta suficiente el hecho de acompañar a Quenthel Baenre? —preguntó. Su expresión se suavizó al ver la cara de preocupación de Halisstra, y tendió una mano como si fuera a tocarla, pero no lo hizo—. Halisstra Melarn, tu sentimiento de culpa por la vida que llevaste antes de Eilistraee está afectando a tu juicio. Conozco bien esa sensación, pero nada que haya sido llamado por la Señora viajaría con una sacerdotisa de Lloth. Si Danifae está con la Baenre, está con ella con todas las consecuencias.
Halisstra encontró que las palabras de Uluyara tenían sentido, pero no quería darle tan rápido la espalda a Danifae.
—Tal vez estés equivocada —dijo Halisstra—. Veamos qué nos traen los acontecimientos. Si tiene que servir a la Señora, lo demostrará en cuanto me vea.
Feliane las miraba alternativamente con expresión de ansiedad.
Uluyara frunció el entrecejo. Empezó a decir algo, se interrumpió y por fin habló.
—No discutamos por esto. Ahora no. Como tú dices, dejemos hablar a los hechos. Nada me complacería más que equivocarme.
Halisstra se quedó un momento mirando a la suma sacerdotisa y decidió no hablar más del tema.
—Acercaos a mí —dijo.
Entonó la canción que una vez más las transformaría en nubes y les permitiría cabalgar el viento. Cuando acabó el conjuro, sus cuerpos se metamorfosearon en vapor. Al igual que otras veces, el campo visual de Halisstra se encogió y se estiró de tal forma que le resultaba difícil calcular las distancias. Sin embargo, sentía que controlaba su cuerpo. Abandonaron la meseta, en dirección al desfile de almas que se veía en lo alto.
Mientras ascendían hacia el cielo con su cubierta de nubes, Halisstra echó una última mirada al templo, a la abrupta meseta que habían tomado en nombre de Eilistraee. Sabía que no volvería a verlo jamás.
Las tres sacerdotisas se situaron entre las almas, tres formas insustanciales más entre otras mil. A una orden mental de Halisstra, aumentaron su velocidad hasta avanzar por el aire más rápido que cualquiera de las sombras, tan rápidas como un proyectil disparado por una ballesta.
«Te tenemos, Quenthel Baenre —pensó—. Vamos a por ti.»

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En las mismísimas entrañas de Abracadáveres, Inthracis estaba en una antesala situada a un lado del patio de armas, separada del mejor regimiento de su ejército por unas ornamentadas puertas dobles. Al igual que el resto del torreón, las puertas eran de hueso tallado y láminas de carne. Al otro lado estaban los quinientos mezzoloths y nycaloths de la élite de su ejército, el Regimiento del Cuerno Negro, todos veteranos de las Guerras de la Sangre. Nisviim había llamado a revista y el regimiento había obedecido. Los jefes nycaloth ya habían comunicado a las tropas su misión y los habían predispuesto para el frenesí sangriento con promesas de gloria y el pago de veinte larvas de alma a cada uno.
Los soldados golpeaban con el mango de sus alabardas, tridentes y hachas contra el suelo, haciendo estremecer las paredes y los pisos, comunicando a Abracadáveres un pulso que temporalmente superaba el aullido incesante del viento. Acompasándolo con el golpeteo, las tropas gritaban el nombre de su general, transformándolo en un encantamiento.
—¡Inthracis! ¡Inthracis! ¡Inthracis!
Inthracis sonrió y dejó que la excitación subiera de tono.
A pesar del tumulto, Inthracis podía oír los rugidos de los sargentos nycaloth. Mentalmente se imaginó la concentración, fila tras fila de yugoloths con sus armas y sus armaduras, y se regodeó en la imagen. Los yugoloths eran mercenarios hasta la médula, e Inthracis había tratado bien a su ejército a lo largo de los milenios, premiándolo con la gloria, con almas, con tesoros y con carne. Había propiciado su lealtad con sutiles conjuros formulados calladamente. Había construido su ejército con cuidado a lo largo de siglos, y su poder terrorífico y lealtad inquebrantable lo habían encumbrado casi a la cima de la jerarquía de la Sima de la Sangre. Sólo tenía que superar a Kexxon el Oinoloth para sentarse en la cima de la aguja de Calaas.
Vhaeraun había ordenado a Inthracis que llevase un ejército al Ereilir Vor, las Llanuras de las Almas, en la Red de Pozos Demoníacos de Lloth. Inthracis no podía dejar Abracadáveres desprotegido, pero podía hacer algo casi tan bueno: traer al Regimiento del Cuerno Negro y ponerse él mismo al frente. Dejaría a Nisviim, su lugarteniente arcanaloth, a cargo de la fortaleza hasta su regreso. Inthracis sabía que el arcanaloth, vinculado a él, no lo traicionaría.
Además, estaba seguro de que el regimiento del Cuerno Negro sería suficiente, más que suficiente, para matar a las tres sacerdotisas drows y a todo el que las acompañase. Y cuando ellas estuvieran muertas, Vhaeraun podría recompensarlo.
—¡Inthracis! ¡Inthracis!
El rítmico golpeteo de las armas contra el suelo se hizo más rápido, más intenso, en un crescendo imparable. Junto a Inthracis, gruñendo y babeando, estaban Matanza y Carnicería, sus mascotas canoloth. El volumen creciente de los cantos agitaba a los yugoloth de cuatro patas, semejantes a perros de presa, mudos pero muy fuertes y leales. Los dos clavaban las garras en el suelo y emitían roncos y contenidos gruñidos.
Inthracis los palmeó en los flancos, enormes y cubiertos con la coraza.
—Tranquilos —dijo, dejando que el poder arcano resonara en su voz.
El poder de su magia puso fin a la tensión de los canoloth, que emitieron unos murmullos satisfechos y se relajaron.
Inthracis había cubierto a Matanza y Carnicería con sus corazas de guerra, unas piezas con pinchos que cubrían el tosco pelaje negro de sus anchos lomos y pechos. También él se había puesto la armadura, aunque se tomaría como un fracaso personal el verse obligado a luchar cuerpo a cuerpo.
A las tropas les gustaba ver a su general vestido para matar.
Su ligera cota de malla capaz de absorber la magia, y su yelmo, forjados ambos en una de las fraguas de Calaas, con un hierro empapado en magia que sólo se encontraba en la Sima de la Sangre, relucían a la luz de la bola amarilla de luz difusa de la antesala. Su Espada Arcana, que le permitía formular conjuros y evitar los de los demás, colgaba de su cinto en una funda hecha de piel de demonio con púas. De una correa que llevaba sobre el muslo colgaba un arsenal de varitas mágicas y tres varillas de hueso.
—¡Inthracis! ¡Inthracis!
El ruido que había agitado a los canoloth también sacudía a los cadáveres apilados en las paredes de Abracadáveres. Los miembros se sacudían, los ojos miraban desorbitados y la carne se estremecía. De las paredes salían manos que amenazaban con tocarlos, o bien por la excitación o bien porque necesitaban que las tranquilizaran.
Matanza volvió la enorme cabeza, arrancó al desgaire un antebrazo de la pared y se lo tragó con hueso y todo. Al ver a su compañero dándose un festín, Carnicería echó un vistazo a su alrededor para ver si se tenía a su alcance otro suculento bocado.
De eso nada. Las manos y los brazos se retrajeron hacia la pared y los ojos reflejaron un miedo espontáneo.
Inthracis sonrió a sus mascotas mientras seguía repasando mentalmente su plan. No sabía por qué, pero no había conseguido escudriñar a ninguna de las tres sacerdotisas y el avatar de Vhaeraun no había vuelto a aparecer. A pesar de todo, no se atrevía a desobedecer la orden del Señor Enmascarado.
Inthracis usaría un simple conjuro para mostrar al Regimiento del Cuerno Negro adonde debía dirigirse, las feroces Llanuras de las Almas, devastadas por el calor, a la sombra de la ciudad de Lloth y de la Red Infinita. Allá iría. Inthracis sabía que las llanuras sólo estaban habitadas por las almas torturadas que ardían en el cielo por encima de ellos, y puede que también por unas cuantas mascotas de ocho patas de Lloth.
—¡Inthracis! ¡Inthracis!
Había llegado el momento.
Sin más, abrió las puertas de par en par y salió a la alta balconada que daba al patio de armas. Los vítores con que lo recibieron hicieron caer del techo trozos de piel, sacudieron los muros de Abracadáveres como uno de los terremotos que eran frecuentes en la Sima de la Sangre.
Miró hacia abajo, al regimiento. Filas de mezzoloths achaparrados, parecidos a escarabajos, alzaron sus ojos rojos compuestos hacia él. Se sostenían en dos patas mientras con las otras cuatro blandían sus hachas de guerra. Llevaban los negros caparazones cubiertos por armaduras, y sus mandíbulas castañeteaban. Los nycaloths, de mayor estatura, se movían entre ellos imponiendo silencio. Los músculos se estremecían bajo las verdes escamas de los nycaloths, semejantes a las gárgolas. A la espalda llevaban unas hachas enormes. Cuatro manos terminadas en garras salían de sus pechos musculosos, y sus cabezas lustrosas lucían dos cuernos, negros, por supuesto.
Inthracis alzó las manos y reinó el silencio. Sólo se oía el aullido del viento. En su alarido, Inthracis todavía oía el eco de la llamada de Lloth, aunque más apagada: Yor'thae.
Inthracis hizo como si no la oyera. Sólo esperaba que el debilitamiento de la llamada significara el debilitamiento de Lloth.
Recurrió a un conjuro para amplificar su voz. Cuando habló, sus palabras, pronunciadas en voz baja, sonaron tan altas y claras a los soldados como si se las hubiera dicho al oído.
—Hay unas sacerdotisas drow a las que debemos matar —dijo—, y debemos hacerlo ante los mismísimos ojos de la Reina Araña.
Un murmullo recorrió las filas. Todos sabían que algo ocurría últimamente con Lloth.
Inthracis pronunció las palabras de su conjuro e invocó una imagen imponente del Ereilir Vor. Una bruma verdosa se extendió sobre un terreno bombardeado. Charcos de líquido cáustico destilaban un olor nauseabundo. Unas almas relucientes ardían en el cielo, presas del fuego arcano.
Más allá de las planicies, asomaba la ciudad de Lloth, una gran ciudadela de hierro en medio de la Red Infinita. Millones de arácnidos discurrían por sus hilos.
Otro murmullo agitó a las filas. Algunos reconocían el lugar.
—Ahí es donde les presentaremos batalla —dijo—, y aquí está nuestra presa.
Recurriendo a la imagen mental colocada en su mente por Vhaeraun, pronunció en voz alta las palabras de otro conjuro e hizo que una imagen de las tres sacerdotisas tomara forma ante el regimiento.
—Las tres deben morir —dijo—, y ofrezco otras veinticinco almas de mi reserva para quien aseste el golpe mortal.
Recibió un bramido por respuesta y asintió.
El Regimiento del Cuerno Negro esta preparado. Si Vhaeraun tenía razón, y una de las tres sacerdotisas drows era o iba a ser la Yor'thae de Lloth, la Elegida de la Reina Araña jamás llegaría junto a la diosa.

Resurrección [Libro 6] - La Guerra De La Reina Araña - Reinos Olvidados On viuen les histories. Descobreix ara