🕷️ CAPITULO 9🕷️

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Bajo la forma de Prath, Gomph salió de sus dependencias y avanzó por los pasillos abovedados de Sorcere. Los corredores cubiertos de tapices estaban prácticamente vacíos. Casi todos los maestros y aprendices estaban ocupados en acabar con las sorprendentemente tenaces fuerzas duergar. Gomph se encontró sin embargo con un maestro, Havel Duskryn.
Al pasar, Gomph lo saludó con una reverencia.
—Maestro Duskryn.
—Prath Baenre —respondió el maestro alto y delgado, frotándose el mentón, evidentemente demasiado absorto en lo que le preocupaba, fuera lo que fuese, como para preguntarle a Prath que estaba haciendo allí.
Gomph recorrió rápidamente las salas llenas de cuadros, esculturas y escritos mágicos enmarcados hasta que llegó al ala de los aprendices. Allí se encontró con dos aprendices que buscaban un tomo en la biblioteca. Ninguno de ellos se dirigió a Gomph, que siguió hacia las austeras habitaciones de Prath.
Al igual que todos los aprendices, Prath vivía solo en una habitación de paredes de piedra de cinco pasos de lado. Su escaso mobiliario consistía en un catre de aspecto incómodo, un pequeño escritorio de madera de zurkh y una silla. Había libros, papeles, tinta, una bola de luz difusa y tres plumas, todo perfectamente dispuesto sobre la mesa. Prath era un fastidio. La habitación de Gomph en sus épocas de estudiante siempre había estado desordenada.
Gomph abrió la puerta de la habitación de Prath y la cerró tras entrar. En el momento en que se cerró el pestillo, una voz mágica susurró:
—Bienvenido, maestro Prath.
Gomph sonrió. Se podía castigar a un estudiante por formular conjuros a la ligera, aunque los maestros solían hacer la vista gorda en la práctica. En realidad, usar conjuros para hacer bromas o como entretenimiento contribuían a que la aburrida vida de un aprendiz fuera algo más soportable. También alentaba el pensamiento creativo. En sus tiempos de aprendiz, Gomph había mantenido un servicio de vino invisible en un rincón de su habitación, con un sirviente invisible. Entrar de contrabando el vino en Sorcere había sido un reto. La infracción de Prath era insignificante comparada con la de Gomph.
Gomph se sentó en la silla que había tras el escritorio y hojeó los papeles de Prath. Por las notas y las fórmulas vio que el aprendiz estaba aprendiendo una serie de transmutaciones de aumento de progresiva dificultad. Gomph dedicó un momento a leer las observaciones del aprendiz.
Llegó a la conclusión, primero, de que Prath tenía posibilidades; segundo, de que ya era hora de ponerse manos a la obra. Tenía que formular varios conjuros preparatorios. Hizo a un lado los papeles.
La túnica mágica de Gomph tenía bolsillos extradimensionales que organizaban su contenido de acuerdo con sus necesidades mentales. El de Prath no tenía nada de eso, y a Gomph le resultó desusado tener que buscar los componentes de sus conjuros. No obstante, se lo tomó con calma, encontró los diversos elementos que necesitaba y formuló el conjuro.
En primer lugar esparció una pizca de polvo de diamante sobre su cabeza y susurró las palabras de un conjuro de protección que evitaría que fuera detectado. El conjuro no era tan poderoso contra el escudriñamiento como una pantalla estacionaria, pero serviría para invalidar la mayor parte de los intentos.
A continuación, en previsión de las trampas que encontraría en la casa Agrach Dyrr, preparó una serie de protecciones mágicas capaces de proteger su carne durante varias horas contra la energía negativa, el fuego, el relámpago, el frío y el ácido. Si las trampas causaban más daño del que podían evitar las protecciones, su anillo mágico lo regeneraría, siempre y cuando el daño no lo matara. Ni siquiera su anillo podía hacerlo regresar de la muerte.
En tercer lugar, sacó de su bolsillo un diminuto vial de cristalacer que contenía un poco de mercurio. Tras pasar la punta del dedo por el filo del hacha duergar que llevaba al cinto, vertió unas cuantas gotas de su sangre en el vial. Entonces se unió las yemas de los dedos con la mezcla y entonó las palabras de uno de sus conjuros más poderosos, uno capaz de devolverlo a sus dependencias en un abrir y cerrar de ojos, por si surgían ciertas contingencias.
Trazó con los dedos líneas resplandecientes en el aire mientras recitaba el encantamiento. El conjuro ya estaba completo, sólo faltaba la especificación que lo activaría. La magia del conjuro reverberó a su alrededor, a la espera de sus palabras. Pensó un momento en la naturaleza de las trampas del conjuro a las que se enfrentaría y entonces susurró la enumeración:
—En caso de que mi cuerpo fuera inmovilizado involuntariamente o fuera materialmente consumido por algún tipo de energía mágica, o de que mi alma quedase atrapada o prisionera por algún medio, o de que mi mente quedase debilitada o imposibilitada de funcionar.
El conjuro quedó incorporado en él. A Gomph sólo le quedaban un par de pasos que dar antes de trasladarse a la casa Agrach Dyrr.
Realizando con las manos otro complicado gesto, pronunció las palabras de un conjuro que lo volvía invisible. Con otro susurro, modificó la magia para hacer que el efecto de invisibilidad durara todo un día en lugar de la hora o par de horas que eran habituales.
Por último, invocó la transmutación que le permitía cambiar de forma y seleccionó mentalmente la forma de una criatura incorpórea, no muerta, una sombra. La magia se apoderó de él y su cuerpo se volvió oscuro, sombrío e insustancial. Su alma se volvió pesada. Quedó sumido en energía oscura. Prath desapareció y fue reemplazado por una sombra viviente.
Gomph sintió que su existencia se expandía por realidades múltiples. Él mismo se sentía sólido, al igual que todo su equipo, pero la «carne» le hormigueaba y sentía la mayoría de sus sentidos embotados. No podía oír ni oler y la pérdida de sensaciones lo desconcertaba. Tampoco podía tocar nada en el mundo físico, al menos de la manera habitual. Él era sólido; el mundo era una sombra. Percibía el tacto de objetos físicos más como un cambio distante de presión que como una sensación táctil. Estaba «sentado» en la silla de Prath sólo como un acto de voluntad, no como consecuencia de las propiedades físicas de la silla. Podría haberla atravesado de haberlo querido. El archimago no percibía colores, sólo grados variables de gris, pero su agudeza visual había aumentado. Los objetos sólidos parecían muy sólidos, y las líneas entre ellos eran tan cortantes como una cuchilla. Sabía que podía caminar en el aire con tanta facilidad como por el suelo. También sabía que todavía podía formular conjuros en su forma de sombra. Su equipo y sus componentes se habían transformado junto con él.
Estaba preparado.
Enfundado en aquel blindaje de magia protectora, Gomph se elevó flotando de la silla de Prath y pasó a través del techo de piedra. El paso por la piedra sólida del techo lo cegó mientras estaba en el interior, pero se limitó a seguir impulsándose hacia arriba por un acto de voluntad hasta atravesarla totalmente. Las protecciones mágicas de la estructura de Sorcere no impidieron su avance. La mayor parte de ellas eran obra suya y conocía los gestos y las palabras para sortearlas sin peligro, aunque su voz sonaba hueca cuando hablaba.
No tardó en encontrarse por encima de la escuela, ante una vista sobrecogedora de todo Tier Breche: los muros en forma de araña de Arach-Tinilith, la sólida pirámide de Melee-Magthere, las vertiginosas espiras de Sorcere. De los túneles del norte salía humo y se oían explosiones y gritos. Se tomó sólo un momento para disfrutar de la vista antes de girar y volar hacia el sur, pegado al techo de la caverna, sorteando las puntas como lanzas de las estalactitas que pendían del techo de la caverna.
Pasó por encima del bazar, donde había luchado con el lichdrow, por encima de Braeryn y se encaminó hacia Qu'ellarz'orl y la asediada casa de Agrach Dyrr.

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De rodillas ante el altar de Lloth del templo vacío, Yasraena oraba a la Reina Araña no por su liberación, ya que Lloth detestaba esas debilidades, sino por una oportunidad. Sabía que a menos que algo cambiara, y pronto, el asedio de su casa conseguiría lo que se proponía. Necesitaba localizar la filacteria y decidir si respetar o no su trato con Triel. Aquella maldita cosa podía estar debajo de sus propios pies. Maldijo al lichdrow por milésima vez y se maldijo a sí misma por permitir que su casa se sometiera a los planes pergeñados por un varón.
Alzó los ojos al altar, esperando ver una señal del favor de Lloth. Nada. La luz de una única vela sagrada parpadeaba sobre el pulido cuerpo de la majestuosa escultura de la viuda que estaba detrás del altar y que en realidad era un gólem guardián. La estatua la miró con ocho ojos que no reflejaban la menor emoción.
A lo lejos, Yasraena oyó un grito ocasional de alguno de los soldados apostados en lo alto de las murallas de la fortaleza. Horas antes, explosiones atronadoras había sacudido el complejo. A Yasraena le resultaba amenazador el silencio relativo. Sabía que las fuerzas Xorlarrin se habían replegado más allá del puente del foso para planear otro asalto. La tensión se cortaba en el aire. Lo vio en los ojos de los soldados, de sus magos, de sus hijas. El siguiente ataque Xorlarrin sería más enérgico que el anterior. Confiaba en que la casa Agrach Dyrr pudiera repelerlo, pero ¿y el que vendría después, y el siguiente, y el otro? ¿Qué pasaría cuando otra casa se uniera a los Xorlarrin? ¿Y si se sumaba una tercera?
A su casa sólo le quedaban días de vida, a menos que encontrar la filacteria y pudiera pactar la paz. O devolvía la vida al lichdrow y entonces imponía, exigía la paz.
Por el momento, Larikal y ese necio insoportable de Geremis habían sido incapaces de localizar la filacteria, pero Yasraena estaba convencida de que tenía que estar dentro de la fortaleza. El lichdrow casi no había salido de ella y no habría ocultado en secreto la urna de su alma en ningún sitio fuera de su casa solariega.
Invocó el poder del amuleto que llevaba sobre el pecho y proyectó un mensaje a Larikal:
Mi paciencia se está agotando.
Percibió el malestar de su hija gracias a la conexión de sus amuletos.
La búsqueda continúa, madre matrona. El lichdrow no era un simple formulador de conjuros. Ha escondido bien su tesoro.
Yasraena dejó que la furia impregnara su voz mental.
No quiero más excusas. Quiero la filacteria u ofrecerás tu vida a la Reina Araña.
Sí, madre matrona, respondió Larikal, y la conexión se interrumpió.
La amenaza de Yasraena era sincera. Ya había matado antes a su progenie para zanjar algún problema y volvería a hacerlo si fuese necesario.
Oyó a sus espaldas el sonido de unos pasos. Se puso de pie y se volvió justo a tiempo para ver que Esvena atravesaba corriendo la doble puerta y entraba en el templo. Los eslabones de su cota de malla adamantina repicaban como las campanas de los esclavos. Llevaba el yelmo en la mano y su rostro estaba encendido.
Cien posibilidades distintas le pasaron a Yasraena por la cabeza, todas malas. Su mano apretó con más fuerza la vara tentacular.
—¿Esvena? —preguntó, y su voz fue repetida por el eco del templo abovedado.
—Madre matrona —respondió Esvena casi sin respiración mientras corría entre los bancos. Hizo una breve súplica a Lloth antes de llegar al ábside y rindió una reverencia a Yasraena.
La madre matrona jamás había visto tan animado el rostro poco atractivo de Esvena.
—¡Lo tenemos, madre! —dijo sonriente.
No fue necesario que Esvena dijera a qué se refería. Yasraena sintió que la recorría un estremecimiento y puso las manos sobre los hombres de su hija, que la superaba en estatura.
—Lloth ha respondido a nuestras plegarias —dijo—. Muéstrame.
Juntas, madre e hija salieron presurosas del templo, pasando junto a las tropas exhaustas y a los magos de ojos hundidos, a través de pasillos y habitaciones vacíos hasta llegar a la cámara abovedada de escudriñamiento.
Los dos magos varones de la casa, vestidos ambos con piwafwis oscuros, las aguardaban allí. Uno de ellos, el que Yasraena había estado a punto de ahogar antes por sonreír, las saludó con una inclinación de cabeza y con los ojos bajos. No sonreía sino que más bien miraba con miedo la vara tentacular de Yasraena. El otro varón, bañado en sudor, estaba contemplando el cuenco de escudriñamiento, con las manos suspendidas sobre las quietas aguas, con las palmas hacia abajo.
Sin prestar la menor atención al varón, Yasraena se adelantó a su hija y se dirigió presurosa hasta el cuenco, que le llegaba a la cintura. Esvena la siguió.
Una imagen ondeante apareció en las aguas. Gomph Baenre estaba sentado aunque un enorme escritorio de hueso, con la mirada fija en un aparato de cristal poco habitual que tenía ante sí. Yasraena pensó que el cristal era un dispositivo de escudriñamiento, aunque por el momento sólo mostraba una niebla gris.
Al otro lado del archimago se encontraba otro mago, un maestro de Sorcere de voluminosa figura cuyo nombre Yasraena no conocía. De vez en cuando intercambiaban alguna que otra palabra. Parecían frusttados y cansados.
—Esto es algo bueno —dijo Yasraena a todos los presentes—, realmente muy bueno.
Sabía que todavía tenía tiempo de localizar la filacteria del lichdrow. El archimago seguía en Sorcere. Tal vez su duelo de conjuros con el lichdrow lo había agotado y aún no podía intentar entrar en la casa.
—Fue un trabajo arduo, madre matrona —dijo el mago al que había estado a punto de estrangular—. Las protecciones mágicas del archimago eran poderosas, pero nosotros insistimos.
—Te has salvado de una muerte dolorosa —dijo Yasraena—. Bien hecho —añadió tras una pausa.
El varón estuvo a punto de sonreír, pero una mirada a la vara tentacular de Yasraena le quitó las ganas.
El mago prosiguió.
—Observa esa niebla gris en el cristal de escudriñamiento del archimago, madre matrona. Si el archimago está intentando escudriñar la casa Agrach Dyrr a través de ese cristal, como suponemos, lo borroso de la imagen indica que no ha conseguido atravesar nuestras protecciones.
Ella asintió. El lichdrow había protegido bien la fortaleza, al parecer mejor de lo que el archimago había protegido sus propios aposentos.
Yasraena vio que el archimago y el maestro de Sorcere mantenían una conversación intensa. Del lenguaje corporal de ambos dedujo que Gomph toleraba comportamientos irrespetuosos de sus subordinados.
—¿Por qué no podemos oír lo que están diciendo? —preguntó.
Sólo recibió el silencio por respuesta. Levantó la vista.
—¡Responded a la madre matrona! —ordenó Esvena con tono intempestivo.
El varón al que Yasraena había querido estrangular carraspeó.
—Madre matrona, el cuenco no permite la transmisión de sonidos. Humildemente te pido perdón.
Yasraena se quedó mirando al mago un momento antes de volver a la imagen. La visión reverberaba demasiado para que se pudieran leer los labios. Tendría que fiarse de la observación para mantenerse al tanto de los planes de Gomph.
Echó una mirada al sudoroso mago que, inclinado sobre el cuenco, mantenía la imagen. No iba a poder mantener la imagen mucho tiempo más.
—Organiza la rotación de nuestros magos a fin de que esta imagen sea constante —dijo dirigiéndose a Esvena—. Es imperativo que sepamos lo que está haciendo Gomph Baenre en cada momento.
Esvena asintió.
Yasraena estaba empezando a pensar que el repliegue temporal de los Xorlarrin formaba parte de un plan más amplio orquestado por el archimago. Tal vez pensara hacer coincidir su asalto con el de los Xorlarrin, en la esperanza de introducirse sigilosamente, oculto por el fragor de la batalla.
«Te tenemos, Baenre», pensó Yasraena, mirando a Gomph a través del cuenco. Con el ojo escudriñador de los magos Dyrr sobre él, el archimago no sería capaz de sorprenderlos. En caso de que viniera, estarían preparados.
Yasraena respiró hondo, llena de satisfacción. Le había pedido a la Reina Araña una oportunidad y había conseguido más tiempo. Era suficiente.

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Consciente de que los ojos de sus compañeros estaban fijos en él, Pharaun sacó una muestra de murciélago de su piwafwi, formó un círculo con los dedos y recitó un pareado.
Un orbe plateado e incorpóreo tomó forma ante él. Mediante un ejercicio de voluntad vio a través del mismo como si fueran sus propios ojos. Bajo su control mental, la esfera retrocedió rápidamente por el túnel de las chwidencha, por el pozo vertical y atravesó la pared de piedra que él mismo había creado para sellar el túnel.
A través de aquel ojo, Pharaun vio la superficie.
Era de noche y estaba lloviendo. El paisaje estaba sembrado de carcasas y miembros de arañas. Los cuerpos de chwidencha que habían dejado tras de sí estaban destrozados. Pharaun no advirtió ningún movimiento, ninguna araña. Dejó de concentrarse en el orbe y lo dejó donde estaba para volver a la visión de sus propios ojos.
Quenthel estaba a su lado, esperando. Danifae permanecía unos pasos más atrás, con expresión velada. Jeggred sobresalía por encima de la cautiva de guerra y miraba a Pharaun con avidez manifiesta.
—Es de noche, señora —le dijo Pharaun a Quenthel—, y llueve un poco. Da la impresión de que el Hostigamiento ha cesado.
Quenthel asintió como si eso fuera lo que esperaba que le dijera.
—Entonces nos vamos —dijo—. Despeja el camino.
Pharaun asintió. Un simple conjuro bastaría.
Visualizó la superficie y pronunció una palabra mágica que abrió un portal dimensional entre donde estaban y la superficie. En el aire se formó una cortina de energía verde.
Pharaun extendió una mano hacia Quenthel y las serpientes del látigo de la sacerdotisa se dispusieron a atacar con un siseo. Hasta las serpientes estaban más tensas que de costumbre. El enfrentamiento entre Pharaun y Jeggred había echado leña al fuego de la guerra de nervios de las sacerdotisas. Pharaun se hizo el firme propósito de no dejarse coger en medio de la conflagración cuando llegara lo inevitable.
—Debo tocarte para que puedas usar el portal —le dijo a Quenthel.
La sacerdotisa asintió y calmó a las serpientes. El mago le apoyó suavemente la mano en el hombro. Al hacerlo, enarcó las cejas y la miró con aire interrogante.
La expresión de la suma sacerdotisa indicó que había captado el significado. Podían dejar a Jeggred y a Danifae detrás, atrapados en el subterráneo.
Quenthel pareció pensárselo antes de hacerle subrepticiamente una señal.
Vamos todos.
Pharaun no dejó que su cara revelase la decepción que sentía. Miró a Danifae, que estaba detrás de Quenthel.
—¿Señora Danifae?
Tras haber obtenido su aprobación, Pharaun se dirigió hacia ella y puso su mano sobre la de la sacerdotisa, prolongando un momento el contacto con su tersa piel. Sintió la carne de ella ardiente bajo su mano.
—Jeggred también —dijo Danifae con su seductora sonrisa de depredadora.
Pharaun miró al draegloth, quien le sonrió mostrándole los colmillos y echándole una bocanada de apestoso aliento.
—Por supuesto —dijo Pharaun haciendo una mueca de asco. Dio un paso hacia el draegloth, que empezó a babear al aproximarse el mago.
Fiel a la promesa que le había hecho a Jeggred, Pharaun había formulado un conjuro de contingencia sobre su persona llegado el caso. Si Pharaun quedaba incapacitado o no podía hablar ni formular conjuros, el draegloth sería atacado instantáneamente por una mano gigante. La mano era más grande y más fuerte que el draegloth y lo oprimiría hasta romperle todos los huesos.
—Con suavidad, mago —le advirtió Danifae.
—Jeggred ya sabe lo suave que es mi tacto —dijo el mago volviendo la cabeza—. No voy a hacerle daño, señora Danifae.
—De eso no tengo la menor duda —respondió la sacerdotisa.
Hablando en infernal, la lengua de los demonios, Jeggred añadió:
Sólo la orden de mi señora me impide arrancarte la cabeza de los hombros, con o sin contingencia.
Pharaun entendía la lengua demoníaca igual que muchas otras lenguas, de modo que le respondió.
Si intentaras hacerlo, tendrías un final rápido y doloroso. De hecho, nada me complacería más.
Miró al draegloth, desafiante. Los labios de Jeggred se retrajeron para mostrar sus amarillentos colmillos, pero no pasó de ahí.
—Basta ya —ordenó Quenthel.
Sin pronunciar una sola palabra más, Pharaun dio un puñetazo en el hombro del draegloth. Fue lo mismo que si hubiera golpeado una pared de hierro.
Jeggred se limitó a sonreír.
—Señora —dijo Pharaun apartándose de Jeggred—, tu sobrino sigue siendo tan buen conversador como siempre. —Miró a Quenthel y añadió—: Creo que ya estamos todos preparados.
Se acercó a Quenthel y ella lo cogió por el brazo.
—Nosotros primero —dijo la sacerdotisa.
—Por supuesto —respondió Pharaun.
Juntos atravesaron el portal dimensional.
Instantáneamente se materializaron en la superficie. Todo estaba tranquilo y había restos de arañas por doquier. Tras el caos del Hostigamiento, sobre la superficie reinaba un silencio fantasmal. Ocho estrellas brillantes como los ojos de una araña los contemplaban desde el cielo absolutamente negro. Una leve llovizna caía sobre las rocas.
—¿No crees que Danifae tendría mejor aspecto si estuviera muerta, señora? —inquirió Pharaun hablando entre dientes—. Y tu sobrino sería un excelente trofeo para...
Quenthel le impuso silencio alzando una mano. Las serpientes de su látigo silbaron.
—Por supuesto que estaría mejor muerta —dijo la suma sacerdotisa—, pero todavía lucirá mejor como sacrificio. Esa zorra insolente morirá cuando yo lo disponga, mago. Y mi sobrino, necio como es, sigue siendo un Baenre y el hijo de la madre matrona.
Antes de que Pharaun pudiera responder, Danifae y Jeggred aparecieron junto a ellos en actitud de ataque. Al ver que no les tenían preparada ninguna emboscada, se relajaron. Jeggred resopló, como decepcionado de que su tía no hubiera atacado.
Quenthel no se molestó en ocultar su propio desdén. Levantó el látigo y asintió a algo que Yngoth, una de las serpientes, le dijo al oído. Alzó los ojos hacia la fila de almas que se veía en el cielo y las siguió con los ojos hacia las distantes montañas. Su visión oscura no tenía alcance suficiente y los picos serrados se perdían en la noche.
—Lloth nos ordena que apuremos el paso —dijo.
El viento soplaba en ráfagas y el canto de las telarañas ahogaba el ruido de la lluvia. Quenthel asintió con aire ausente, como si las telarañas le hubieran hablado.
Pharaun se animó al oír las palabras de Quenthel.
—Señora —dijo—, si Lloth nos ordena que nos demos prisa tal vez sea hora de que nos abramos camino por este desventurado paisaje por medios mágicos.
Estaba más que cansado de caminar por los yermos de Lloth.
—Realmente es hora, maestro Mizzrym —respondió Quenthel.
Pharaun pasó revista mentalmente a sus conjuros.
—Con toda la energía difusa aquí presente —el mago abarcó con una mano los torbellinos de poder que salpicaban el cielo—, yo no recomendaría la teleportación, pero tengo otros conjuros...
Quenthel alzó una mano imponiéndole silencio y miró a Danifae.
—Invoca toda la ayuda que puedas, sacerdotisa —dijo Quenthel—, si quieres acompañarme. Lloth exige la pronta llegada de su Yor'thae.
—¿Es ésa la razón, señora Quenthel? —preguntó Danifae con una mirada críptica. Se echó hacia atrás la capucha. Su pelo, su frente y sus labios estaban erizados de arañas—. ¿O acaso temes que el parecer de Lloth pueda cambiar en el curso de un largo viaje?
En los ojos de Quenthel hervía la rabia. Las serpientes de su látigo se lanzaron contra Danifae, pero no mordieron. Las cinco silbaron a la cara de la hermosa prisionera de guerra.
—¡Zorra desvergonzada! —dijo K'Sothra.
Jeggred trató de coger las cabezas con una de sus manos, pero falló al retraerse aquéllas. El draegloth gruñó.
Danifae se limitó a sonreír con aire inocente.
—No pretendía ofenderte con mi pregunta —dijo.
—Y por supuesto que no lo has hecho —dijo Quenthel mientras sus serpientes giraban alrededor de su cabeza.
Jeggred volvió a gruñir, como si pudiera oír las proyecciones mentales de las sierpes sobre su señora.
Pharaun sintió de pronto un cansancio infinito. Sólo quería que se acabara todo. Si Lloth quería que fuera rápido, tanto mejor.
—Señora —le dijo a Quenthel—. Tengo conjuros que...
—¡Silencio! —ordenó Quenthel sin apartar los ojos de Danifae—. Usa el conjuro que quieras para seguirme, maestro Mizzrym, pero sólo tendrás que transportarte a ti mismo. ¿Lo entiendes?
Para subrayarlo, las serpientes de su látigo dejaron de mirar a Danifae y se volvieron a Pharaun, mostrándole sus lenguas. Pharaun hizo un gesto de aquiescencia.
Quenthel volvió a dirigirse a Danifae.
—Reúne toda la ayuda que puedas conseguir, sacerdotisa, si quieres acompañarme.
Entonces Pharaun lo vio y no supo muy bien cómo interpretarlo.
Quenthel estaba midiendo las fuerzas de Danifae, poniendo a prueba su capacidad como sacerdotisa. Por eso le había ordenado a él que se ocupara únicamente de sí mismo. En el grupo todos tenían al menos una idea del poder personal de Quenthel, pero nadie sabía cuál era el de Danifae, salvo la propia Danifae. Quenthel quería averiguarlo antes de sacrificar a la prisionera de guerra.
Las dos sacerdotisas se quedaron mirándose. El reto de Quenthel flotaba sobre ellas. El viento soplaba, la lluvia caía y las telarañas cantaban.
—Muy bien, señora Quenthel —dijo Danifae ladeando levemente la cabeza.
Jeggred miró a Pharaun mientras se dirigía a Danifae.
—Podría arrebatar el anillo de vuelo del cadáver del mago y...
Danifae alzó una mano imponiendo silencio y el draegloth dejó la frase sin terminar.
Pharaun respondió a la mirada de Jeggred con lo que él sabía que lo sacaría de quicio. Levantó la mano y movió los dedos para que el draegloth pudiera ver bien el anillo.
Quenthel dio la espalda a la sacerdotisa más joven y a su sobrino, y preparó una invocación. Se separó un poco y usó el símbolo sagrado de su disco de azabache para trazar un círculo sobre las inhóspitas rocas, no un círculo vinculante sino un círculo de invocación. Sus movimientos producían una estela de poder que dejaba una distorsión en el aire. Mientras tanto, entonaba en voz baja una plegaria que Pharaun reconoció como las palabras iniciales de un conjuro capaz de penetrar en el Abismo.
Quenthel estaba invocando a un demonio para que la transportara.
Danifae estuvo observando la espada de Quenthel durante un rato, escuchando su conjuro. Era probable que Danifae hubiera comprendido el juego de Quenthel y estuviera tratando de hallar una respuesta adecuada. En un momento dado inició su propio conjuro.
Manteniendo su símbolo sagrado junto al pecho, Danifae trazó con el talón un segundo círculo de invocación en la tierra, apartado del de Quenthel. Ella también cantaba mientras tanto.
Pharaun y Jeggred permanecían apartados del duelo entre las sacerdotisas, sin intervenir. Pharaun se separó unos pasos del draegloth. El aire hacía llegar hasta él el hedor y la humedad reinante no hacía más que intensificarlo.
Las voces de las sacerdotisas se mezclaban con la llamada del viento y el repiqueteo de la lluvia. La voz de Quenthel se elevó al iniciar la invocación real. La voz de Danifae, que todavía estaba en medio de un cántico preparatorio, se elevó también.
Las ráfagas de viento se intensificaron y por un momento su voz se impuso a las de las dos sacerdotisas.
Pharaun lanzó una mirada a Jeggred, esperando ver al necio babeante con los ojos amenazantes fijos en él, pero el draegloth sólo tenía ojos para Danifae. Parecía embelesado. Pharaun meneó la cabeza ante semejante simpleza.
El poder se iba acumulando. Quenthel había iniciado su conjuro primero y acabaría antes. Del círculo de invocación trazado por Quenthel empezaron a saltar chispas anaranjadas, pequeños espejos de los torbellinos que todavía poblaban el cielo.
Sudorosa, con el pecho agitado, Quenthel permanecía al borde de su círculo hasta que por fin pronunció la frase final de su conjuro y gritó un nombre:
—¡Zerevimeel!
Pharaun no reconoció el nombre pero quedó suspendido en el aire como una niebla y resonando como un eco indeseable en sus oídos. Una lluvia final de chispas saltó del centro del círculo de invocación de Quenthel y dejó a su paso una brillante línea anaranjada. La línea se expandió y se transformó en un óvalo alto. Un óvalo muy alto.
Un portal.
A través del portal, Pharaun tuvo un atisbo de la noche en otro mundo, en otro plano.
Una selva lujuriosa de árboles, hierbas y arbustos entremezclado, esperaba al otro lado de la puerta, brotando de un suelo del color de la sangre. Huesos amarillentos de todo tipo y tamaño salían de la tierra, como si el plano fuera todo él un cementerio. Unos ríos desbordantes cubiertos de una espuma parda se abrían camino entre el paisaje sembrado de despojos. Unas formas delgadas, contrahechas, se movían furtivamente en la sombra, almas mortales que trataban desesperadamente de ocultarse de algo. Pharaun pudo ver el terror en sus ojos y eso le produjo intranquilidad.
Del portal salía un soplo de aire húmedo que olía a osario, como si decenas de miles de cadáveres se estuvieran pudriendo en el calor de la jungla. Con él llegaron gemidos, susurros de almas agonizantes.
—¡Zerevimeel, preséntate! —gritó Quenthel.
La imagen que se veía al otro lado del portal cambió. Se vieron ciudades en ruinas de piedra color carmesí, lagos de cieno acuoso y formas enormes, contrahechas que recorrían la jungla en persecución de las almas.
Una forma se corporizó en el portal, una figura imponente y musculosa que hacía que Jeggred pareciera un enano y que tapó a Pharaun la visión del plano demoníaco.
Un nalfeshnee. Pharaun lo reconoció por su silueta. Quenthel había invocado a un demonio harto poderoso. Podría haber invocado a uno más poderoso, pero lo era bastante de todos modos.
Pharaun preparó mentalmente un conjuro capaz de envolver al demonio en un relámpago por si Quenthel no era capaz de convencerlo. Sabía que los demonios, incluso los poderosos, eran vulnerables al relámpago.
El enorme demonio atravesó el portal y se solidificó en el círculo de Quenthel, desnudo y cubierto de algo limoso y rojo. La criatura despedía un mareante olor dulzón, como el de la carne a medio cocer.
Detrás de ellos, Danifae continuaba con su invocación, elevando progresivamente el tono de su voz. Pronto completaría su propio conjuro, pero por el momento Pharaun dejó de prestarle atención para centrarse en el demonio de Quenthel.
De la boca del nalfeshnee sobresalían unos enormes colmillos y unos ojos rojos, ardientes, eran el rasgo más destacado de su cara bestial. Cada vez que respiraba, el enorme pecho del demonio, cubierto de piel oscura, áspera, subía y bajaba como un fuelle. De la espalda le brotaban dos alas cubiertas de plumas, ridículamente pequeñas. Las manos terminadas en garras se abrían y cerraban por reflejo. El demonio respiró hondo, inflando los belfos y frunció el hocico.
—Los pozos de la Araña Ramera —dijo con voz profunda y tonante—. ¿No basta con que su hedor infeste la totalidad de los Planos Inferiores sino que ahora debo soportarla directamente? —Fijó los ojos en Quenthel que, de pie ante él, parecía pequeña e insignificante—. Tendrás que pagar por esto, sacerdotisa drow. Estaba nadando en los pozos de sangre de...
Quenthel hizo restallar el látigo y cinco juegos de colmillos se hundieron en el muslo del demonio, muy cerca de sus genitales. El ataque pretendía provocar más dolor que daño.
El nalfeshnee rugió y trató de apoderarse de las cabezas del látigo, pero fue demasiado lento.
Quenthel habló en voz baja.
—Si osas decir otra herejía, demonio, yo ofreceré tu virilidad a Lloth como castigo.
Los ojos rojos y ardientes de Zerevimeel se entrecerraron. Miró a su alrededor por primera vez, como para evaluar la situación. Sus ojos pasaron de Pharaun a Jeggred (al cual le dedicó una mueca despreciativa) y a Danifae, que estaba culminando su conjuro.
Pharaun sintió el hormigueo de la magia de adivinación sobre su piel. El demonio estaba tratando de medir el poder de cada uno de ellos, de evaluar sus almas. Pharaun no se opuso al conjuro, aunque podría haberlo hecho sin dificultad.
Con calma, Zerevimeel tanteó los límites del círculo de invocación. Pareció sorprendido al ver que no lo retenía dentro de sus confines.
Sonrió, dejando caer enormes gotas de saliva.
—No me has ligado con un vínculo, zorra drow.
Dio un paso fuera del círculo sobre sus patas con cascos. Pharaun preparó su conjuro de relámpago, pero la sacerdotisa Baenre no cedió terreno.
—Mi conjuro fue una llamada, imbécil —dijo—. No un vínculo. ¿Es que los varones son todos tontos, incluso entre los demonios?
Las cinco serpientes de su látigo se quedaron mirando al nalfeshnee, festejando con risas sibilantes la ocurrencia de su señora.
El demonio miró a Quenthel con la arrogancia de los de su clase.
—O eres una completa estúpida o tienes mucho que ofrecer —dijo.
—Ni una cosa ni la otra —respondió Quenthel. Mostró su símbolo sagrado y miró al imponente demonio—. Ya conoces el alcance de mi poder. La Reina Araña responde una vez más a las plegarias de sus fieles, y puedo destruirte a mi antojo. Puedes colaborar o te haré pedazos e invocaré a otro de los tuyos.
El demonio emitió un rugido desde las profundidades de su tórax, un sonido similar al que hacía Jeggred, pero no puso en duda las palabras de Quenthel.
La suma sacerdotisa continuó.
—Si aceptas, recibirás una compensación justa, en almas, a mi regreso a Menzoberranzan.
—Eso siempre y cuando regreses —dijo el demonio, y torció el gesto de una forma que Pharaun interpretó como una sonrisa. La criatura miró hacia el cielo y por primera vez pareció notar la fila de almas que flotaban por encima de sus cabezas. Las miró con gesto voraz y se pasó la lengua por los gruesos labios.
—Has dicho almas —dijo, volviéndose hacia Quenthel.
Quenthel hizo restallar el látigo.
—Almas, sí —dijo—, pero no las que pertenecen a Lloth. Se te pagará con otras una vez me hayas llevado volando hasta el pie de aquellas montañas, al Paso del Ladrón.
Señaló con su látigo las lejanas montañas, todavía envueltas por el manto de la noche.
Pharaun ladeó la cabeza. Ésta era la primera vez que oía a Quenthel designar con ese nombre su destino en las montañas, aunque hacía tiempo que sospechaba que ella sabía lo que se encontrarían allí.
—No puedes atravesar el desfiladero y salir viva.
—Puedo y lo haré, lo mismo que los que me acompañen —dijo Quenthel poniendo los brazos en jarras.
El demonio se pasó la lengua por los labios, al parecer estudiando sus opciones.
—No soy una bestia de carga —respondió.
—No —dijo Quenthel—, pero llevarás a la Elegida de Lloth y te sentirás muy honrado por ello.
Los labios del demonio dejaron al descubierto sus descomunales caninos amarillentos. Volvió la cabeza hacia un lado y escupió en el suelo una flema apestosa. Cruzó los brazos sobre el enorme pecho y dijo:
—Puede que seas la Elegida, sacerdotisa, pero también puede que no. En cualquier caso, que el Ladrón se apodere de ti en el desfiladero. Sin embargo, por la indignidad que me pides deberás pagarme sesenta y seis almas.
Pharaun enarcó las cejas. Sesenta y seis almas era un precio muy modesto. Era indudable que Quenthel había acobardado al demonio.
—De acuerdo —accedió Quenthel—. Como trates de traicionarme estás muerto.
—Sin traiciones, sacerdotisa —dijo el demonio en voz baja—. Estoy ansioso de sentir el contacto de tu suave piel sobre la mía, y cuando regrese a los estanques de sangre de mi casa, pensaré afectuosamente en tu alma devorada por el Ladrón.
Quenthel lo miró burlona y las sierpes de su látigo lanzaron una carcajada.
—Partamos ya, sacerdotisa —dijo el demonio—, quiero volver pronto a los sangrientos despojos de mi casa.
—Todavía no —dijo Quenthel. Dio la espalda al demonio como muestra de confianza suprema y se quedó mirando mientras Danifae acababa su propia invocación.
Danifae estaba de pie ante su círculo de invocación, con los brazos extendidos, y pronunció un nombre.
—¡Vakuul!
El poder brilló en el círculo que había trazado. El aire se abrió. Tomó forma un portal circular cuyo contorno quedó remarcado por una luz azul. A través de él, Pharaun sólo pudo ver una niebla arremolinada y espesa. Parte de la niebla salía del portal y traía consigo un olor empalagoso que recordaba los hongos en putrefacción.
—Charistral —observó el nalfeshnee con indisimulado desprecio.
Pharaun supuso que era el nombre del plano abismal que se veía a través del portal.
—¡Vakuul! —volvió a llamar Danifae.
Se oyó un zumbido que fue creciendo en intensidad...
—Chasme —dijo Zerevimeel y se las ingenió para que sonase más despreciativo todavía.
Pharaun vio que Quenthel estaba sonriendo. Los demonios semejantes a moscas del chasme pertenecían a una especie relativamente débil, más débil que la de los nalfeshnee. O bien Danifae estaba infrautilizando deliberadamente sus capacidades o no podía invocar nada más poderoso.
Una forma alada, insectoide, llenó el portal. La niebla azulada se desvaneció y el portal se cerró, dejando a un demonio chasme zumbador dentro del círculo de invocación.
La sonrisa de Quenthel desapareció al ver a la criatura. Pharaun respiró hondo.
El chasme al que Danifae había invocado era el más grande que Pharaun había visto jamás tan grande como cuatro lagartos de carga.
—Es grande —dijo Zerevimeel.
—Silencio —ordenó Quenthel mientras su látigo lanzaba una advertencia sibilante al demonio. Luego se volvió hacia Danifae—. ¿Llamar a la escoria de las profundidades del abismo es lo que se entiende en Eryndlyn por un conjuro de invocación?
Danifae no se volvió para responder, pero Pharaun advirtió la rabia en la tensión de su espalda.
El chasme pasó por alto el insulto de Quenthel, y sus ojos compuestos, cada uno de ellos tan grande como dos puños de Pharaun, tantearon las inmediaciones, demorándose un momento en Jeggred y en el nalfeshnee antes de agitar las alas.
—¿Por qué has molestado a Vakuul? —inquirió el chasme. A diferencia de la voz de barítono de Zerevimeel, la del chasme era aguda y resonaba con una mezcla de vibraciones y zumbidos.
Por su aspecto, Vakuul le recordaba a Pharaun una gigantesca mosca de las cavernas, del tipo de las que atormentan a los rotes y cuya picadura produce llagas purulentas. El demonio se apoyaba en seis patas. Las cuatro traseras tenían aspecto insectoide, con espolones y pelos que salían de los segmentos superiores, mientras que las dos delanteras parecían brazos desmesurados de drow y acababan en manos que se contraían y estiraban espasmódicamente. Un enorme doble par de alas, mucho más grandes que las del nalfeshnee, brotaban del lomo del chasme y emitían un zumbido intermitente, difundiendo un hedor a cadáveres. La cabeza y la cara del chasme salían del tórax como si fueran un tumor, y en las facciones se combinaban las de una mosca y un humano. Unas hileras de hueso negro llenaban la boca exenta de dientes, y donde debería haber estado la nariz sobresalía un largo cuerno. El cuerpo del demonio estaba salpicado de mechones irregulares de pelo negro, hirsuto.
Danifae permanecía de pie ante el demonio.
—Debes llevarme hasta aquellas lejanas montañas y dejarme al otro lado del desfiladero que hay allí —dijo.
El demonio describió un círculo, con los movimientos espasmódicos propios de un insecto, y miró hacia donde señalaba Danifae.
Luego se volvió hacia ella.
—Allí está la Red de Pozos Demoníacos.
Sus alas volvieron a agitarse con su zumbido característico.
—Y yo soy una sacerdotisa de Lloth —dijo Danifae mostrando su símbolo sagrado.
Jeggred se colocó al lado de Danifae, atravesando con los ojos al demonio alado. Con todo lo grande que era, las alas del chasme se estremecieron. Se frotó las manos humanas del modo en que las moscas suelen frotar sus patas delanteras.
—Solicitas un servicio pero no mencionas nada sobre el pago —dijo Vakuul—. ¿Qué pago va a recibir Vakuul, sacerdotisa de Lloth?
Quenthel lo miró con intensidad, lo mismo que Pharaun. Esto iba a decir mucho del poder de Danifae. La oferta y aceptación del pago eran una formalidad inherente al conjuro, pero los detalles de la negociación dejaban ver el poder relativo del invocador y del invocado. ¿Podría Danifae conseguir una oferta favorable mediante amenazas como había hecho Quenthel?
Danifae echó una mirada a Quenthel antes de dar un paso hacia el chasme.
Se introdujo en el círculo de invocación, alzó un brazo y pasó los dedos por el cuerno del chasme. Las alas del demonio produjeron un zumbido sin que él pudiera evitarlo. Abrió la boca y dejó ver una lengua hueca, humedecida por una saliva apestosa.
—Creo que podremos llegar a algún... acuerdo amigable —dijo Danifae con voz susurrante.
De la boca del chasme salió un líquido espeso, oscuro. Sus ojos pasaron de Danifae a Jeggred, que era el resultado de la unión entre un demonio y una drow, movió las alas y miró a la sacerdotisa con expresión lasciva. Algo largo, delgado y rezumante salió de su tórax.
A Pharaun la escena le pareció grotesca pero fascinante.
Danifae se limitó a sonreír y rodeó con la mano el cuerno del demonio.
—Espero que mi propuesta te resulte atractiva —dijo.
—De lo más atractivo, sacerdotisa —respondió el chasme. Vakuul se relamió.
—Te llevaré en mis brazos, muy cerca. Y después —sus alas zumbaron de excitación—, todavía más cerca.
Danifae soltó el cuerno del demonio y dijo:
—Mi draegloth nos acompañará.
Las alas del chasme se agitaron. Su voz subió de tono.
—No, sacerdotisa, no. Es demasiado grande y huele que apesta. Sólo tú.
Jeggred no dijo nada. Se limitó a observar.
A Pharaun no dejó de resultarle divertido que a un demonio mosca gigante Jeggred le resultara demasiado asqueroso para transportarlo. Parecía imponerse alguna salida mordaz, pero se contuvo.
Danifae sonrió y apoyó la mano sobre la cabeza de Vakuul. Las alas del chasme aletearon más rápido mientras ella acariciaba los pelos del demonio.
—Ni siquiera puedes imaginar lo que estoy dispuesta a hacer por ti —dijo con voz baja y ronca— si haces esto por mí y por mi sirviente.
Aquella cosa que sobresalía del tórax de la criatura creció un poco más.
—Entonces los dos —dijo el chasme, mientras le caía la baba de la boca abierta—. Vamos, vamos ya.
Danifae se volvió e hizo un gesto a Jeggred.
—Vamos, Jeggred —dijo mientras que por señas le indicaba al draegloth—: Cuando lleguemos a las montañas, arráncale lo que sobresale de su tórax y mátalo después.
Jeggred le sonrió al demonio y avanzó hacia él.
Cuando Danifae se volvió para mirar otra vez al chasme, lucía nuevamente su seductora sonrisa.
Pharaun no pudo por menos de admirarla. La mujer no era tan poderosa como Quenthel, estaba claro, pero era la manipuladora más hábil que se hubiera echado a la cara. Pharaun pensó otra vez en su enfrentamiento con Jeggred en el túnel. Pharaun había dicho que Danifae estaba manipulando al draegloth, y Jeggred había replicado que a quienes estaba manipulando Danifae era a Pharaun y a Quenthel.
El mago empezaba a sospechar que ambas cosas podían ser ciertas. Si Quenthel era el poder en estado puro, Danifae era toda hábil sutileza. Ambas mujeres eran peligrosas. Estaba empezando a creer que cualquiera de ellas podía ser la Yor'thae, o tal vez ninguna. A decir verdad, no le importaba mientras él saliera de aquello conservando su vida y su posición.
Danifae se volvió a mirar a Quenthel y a Pharaun.
—¿A las montañas, entonces, señora Quenthel? —preguntó.
Quenthel asintió. Su rostro era una máscara de inexpresividad que a duras penas podía ocultar su ira.
Jeggred cogió en brazos a la sonriente Danifae, y el chasme los envolvió a ambos con sus piernas. Las alas de Vakuul se movían a tal velocidad que se convirtieron en una imagen borrosa apenas visible.
—Pesado —dijo el demonio con su voz aguda, pero consiguió despegar—. Muy pesado.
Quenthel se volvió hacia el nalfeshnee y permitió que la cogiera en sus enormes brazos. También sus alas empezaron a batir, y por raro que parezca, aquellos apéndices absurdamente pequeños alzaron por los aires su voluminoso cuerpo.
—Síguenos, mago —dijo Quenthel.
Pharaun suspiró, invocó el poder de su anillo, y emprendió vuelo en pos de ellos.
Se elevaron muy alto, volando de cara al viento. Se mantuvieron por debajo de las almas pero por encima de la colina de piedra más alta. El nalfeshnee apretaba a Quenthel contra su pecho descomunal y el pelo de la sacerdotisa flotaba al viento. El chasme abrazaba a Jeggred y a Danifae y manoseaba a la sacerdotisa todo lo que podía mientras volaban.
A pesar de sus cargas respectivas, los demonios avanzaban velozmente, y Pharaun hacía todo lo posible por no quedarse atrás. El rugido del viento no le permitía oír más que el zumbido amortiguado de las alas del chasme mientras la lluvia le azotaba la cara.
El hecho de volar les permitía evitar las dificultades de un terreno tan abrupto, y devoraban las distancias con rapidez. A pie hubieran sido cinco o seis días de marcha por las montañas. A la velocidad con que volaban, Pharaun esperaba llegar a las montañas aproximadamente al romper el alba, tal vez un poco más tarde.
Mientras volaba observaba el plano que se extendía por debajo de él. Desde lo alto, la superficie de los pozos parecía piel desecada llena de ampollas, cicatrices, marcas de viruela. El terreno estaba salpicado de lagos de ácido, de cuerpos de araña y de grandes simas que marcaban el paisaje como cicatrices.
Miraba en dirección a las montañas, que permanecía sumidas en la oscuridad. No obstante, podía ver las almas resplandecientes que volaban hacia el pie de las montañas, hacia el Paso del Ladrón.
Mentalmente repitió las palabras que había pronunciado Zerevimeel.
«Pensaré afectuosamente en tu alma devorada por el Ladrón.»
Pharaun decidió que prefería conservar el alma antes que perderla, pero de todos modos siguió volando.

Resurrección [Libro 6] - La Guerra De La Reina Araña - Reinos Olvidados Hikayelerin yaşadığı yer. Şimdi keşfedin