🕷️ CAPITULO 3🕷️

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A medida que se adentraba en el portal, Pharaun se sintió por un momento como si estuviesen tirando de él desde dos puntos opuestos, como si lo extendiesen hasta quedarse tan delgado como el más fino de los pergaminos. Por una fracción de segundo, aunque sabía que era absurdo e ilógico, se sintió como si existiera en dos lugares a la vez.
Luego se acabó. Avanzó en el espacio y alcanzó al resto de sí mismo. Curado y revitalizado por los conjuros de Quenthel y Danifae, permaneció bajo un cielo nocturno sobre el suelo rocoso de la Red de Pozos Demoníacos, en los dominios de Lloth.
Quenthel se mantuvo a su derecha, real y serena. Danifae y Jeggred se quedaron a su izquierda, como una pequeña y peligrosa araña y su voluminoso draegloth. Un viento helado sopló desde el...
Pharaun se estremeció. No tenía sentido de la orientación ni nada que le permitiese establecer su posición.
Danifae miró a su alrededor mientras hundía descuidadamente una mano en la asquerosa melena de Jeggred. El viento ciñó al cuerpo de la antigua cautiva de guerra su piwafwi, marcando la sensual línea de sus caderas y la exuberancia de sus pechos. Ella sonrió y empezó a hablar, pero Quenthel la interrumpió.
—Hemos llegado —dijo Quenthel con voz ahogada, echando una mirada al paisaje—. Alabado sea el nombre de la diosa.
Aquello parecía demasiado, pensó Pharaun, pero se cuidó mucho de decirlo. Vio poca cosa que mereciera la plegaria. Lloth podría haber cambiado la Red de Pozos Demoníacos a sus propios dominios, pero el plano seguía siendo poco más que la misma tierra devastada y maldita. Recordó que otros dioses del panteón drow —entre ellos Karansalee y Vhaeraun— mantenían sus dominios en algún lugar de la Red de Pozos Demoníacos. A Pharaun no se le ocurría dónde. De acuerdo con lo que tenía ante sus ojos, todo el plano pertenecía a Lloth.
Permanecieron en la oscuridad, en la cima de un pequeño promontorio que dominaba una ondulada llanura rocosa cuyos límites iban más allá de lo que alcanzaba su visión nocturna. A lo lejos, una serie de lagos de alguna sustancia cáustica lanzaban al aire columnas de humo espeso. Grandes simas y gargantas surcaban el paisaje como heridas abiertas en la tierra cuya profundidad Pharaun no podía calcular ni siquiera por aproximación. Había cuevas, pozos y cráteres abiertos por todas partes, como hirvientes calderas, o tal vez aullantes bocas. Pharaun no veía vegetación de ningún tipo, ni siquiera arbustos u hongos. La tierra parecía muerta, como devastada por un gran cataclismo.
Delgados peñascos, curiosamente retorcidos, de roca negra, emergían de la tierra en, extraños ángulos. El más pequeño de ellos era tan alto como Nabondel, pero tenía la mitad de su perímetro, y el viento y los elementos los habían dejado como si estuvieran picados por la viruela y agujereados como los cadáveres que atestaban las calles de Braeryn hacía una década, cuando la viruela negra había hecho estragos entre los pobres de Menzoberranzan. Hubo miles de ellos, y muchos habían ido cayendo a lo largo de los años. Los trozos rotos estaban esparcidos por el suelo. Pharaun los estudió durante unos momentos, atraído por algo relativo a su forma. Le recordaban algo...
—¿Son ésas las patas petrificadas de las arañas? —preguntó a pesar de que estaba seguro de ello cuando pronunció las palabras.
—Imposible —dijo Jeggred con un resoplido.
Pero Pharaun sabía bien de qué hablaba. Las espirales de piedra negra que sobresalían del suelo eran las erosionadas patas de arañas petrificadas, que debían de haber tenido una vida tan larga como la fortaleza de estalactitas de la casa Mizzrym. Los Pozos habían enterrado sus cuerpos hacía mucho tiempo, dejando al descubierto sólo las patas. Pharaun imaginó los hinchados cuerpos petrificados que debían estar enterrados bajo la superficie. Se preguntó si las arañas habrían muerto y se habrían petrificado en algún cataclismo que hubiera asolado la red demoníaca de pozos.
—Si Pharaun está en lo cierto —dijo Quenthel, con la mirada encendida—, habríamos sido bendecidos por haber tenido la oportunidad de ver a estos siervos de la Reina Araña en vida.
Pharaun pensó que había visto ya suficientes siervos de Lloth. Aparto de su mente los enormes arácnidos y examinó detenidamente los alrededores.
Todo estaba cubierto de telarañas, algunas de tamaño normal, otras de proporciones enormes. Colgaban como cortinas plateadas entre muchas de las espirales, tapizaban las bocas de los túneles, cubrían el suelo de los espacios abiertos, rodaban por el paisaje en bolas pegajosas y flotaban en el viento como la nieve que Pharaun se había encontrado en el Mundo Superior. Algunas eran de mayor tamaño que las celas calcificadas de Ched Nasad.
—Sus telas lo envuelven todo —dijo Quenthel.
—Y su presa es el mundo —agregó Danifae.
Ante ellos no se veía ningún portal. El viaje desde la antigua Red de Pozos Demoníacos hasta la nueva ubicación había sido un camino de ida. Los conjuros los devolverían a casa, si es que volvían.
Se levantó una ráfaga de viento que diseminó la suciedad y las telarañas. Un misterioso lamento puso la carne de gallina a Pharaun.
Necesitó unos instantes para identificar la fuente del sonido: algunas telarañas, en redes de plata de gruesa trama, colgaban por todas partes, y vibraban cuando el viento pasaba a través de ellas. Las vibraciones producían un grito obsesionante que subía y bajaba según la intensidad del viento. Las tejedoras de las telas eran arañas del tamaño de una cabeza, de largas patas y aspecto elegante, y sus cuerpos, en rojo y gualda, eran esbeltos.
—Telas de las arañas cantoras —dijo Quenthel, siguiendo la mirada de Pharaun. Su voz estaba teñida por un deje de temor—. La voz de Lloth.
Sujetó con una mano su látigo de serpientes y las cinco víboras rojinegras se balancearon al unísono, como si estuvieran hipnotizadas. Quenthel inclinó una oreja hacia las serpientes y asintió a algo que ellas le habían comunicado mentalmente.
—Las telas de las arañas cantoras están llamando a la Elegida de Lloth —agregó Danifae, mirando a Quenthel.
—Sí —dijo Quenthel, lanzando una mirada sesgada a Danifae.
Pharaun pensó que «Elegida de Lloth» no era la expresión correcta. Incluso él sabía que la Reina Araña no elegía realmente sino que ofrecía. La que aceptase su oferta —Quenthel, sin duda— se convertiría en su Elegida.
En cualquier caso, él no distinguió palabras en el lamento de las telarañas, si bien no dudaba de la afirmación de Danifae. Lloth sólo hablaba a sus sacerdotisas, no a los varones.
Pharaun miró hacia arriba para contemplar un cielo nocturno nublado y sin estrellas sobre el paisaje en ruinas. A través de un claro en la cubierta de nubes, semejante a una ventana, brillaba un racimo de ocho orbes rojos. Siete ardían vivamente; el otro era más apagado. Estaban agrupados como los ojos de una araña, como los ojos de Lloth. Pharaun sintió el peso de todos ellos sobre su espalda.
Por debajo de las nubes, pero a gran altura en el cielo, se agitaban y giraban torbellinos de poder verdes, amarillos y plateados. Algunos duraban un suspiro, otros un poco más; pero finalmente se disolvían en una sibilante explosión de chispas que formaban a su vez nuevos torbellinos. Pharaun los consideró una consecuencia del despertar de Lloth, restos de los sueños divinos, tal vez, o la placenta del caos. A menudo, uno de los torbellinos expulsaba lo que Pharaun consideraba que era un alma.
Los brillantes espíritus atestaban el cielo nocturno, un enjambre colorido, semitranslúcido que revoloteaba en la oscuridad como una nube de murciélagos de las cuevas. La mayoría eran drows, según pudo ver Pharaun, aunque ocasionalmente se veían algunos semidrows, draegloth e incluso, pero más raro aún, algún humano. No prestaron atención alguna a Pharaun y a sus acompañantes —si es que podían verlos desde tan arriba—, pues caían en una desdibujada hilera y se perdían de vista.
—Un río de almas —dijo Jeggred.
—Que parece tener una dirección —observó Pharaun, contemplando cómo se ponían en fila las almas y se deslizaban al unísono hacia un destino desconocido.
—Lloth rompió su Silencio y ahora atrae a sus muertos hacia su seno —murmuró Danifae—. Ahora sólo tienen las sombras, pero serán reencarnados si se acepta su petición.
Quenthel miró a Danifae con una mirada tan contenida que Pharaun no pudo por menos de admirar la expresividad de sus rasgos.
—Sólo si alcanzan la ciudad de Lloth y se las considera dignas, cautiva de guerra —intervino Quenthel—. Es un viaje que yo, y sólo yo, hice ya en una ocasión.
Danifae respondió a Quenthel con una mirada descarada. La expresión no mermó en absoluto la belleza de su rostro.
—Sin duda, la señora de Arach-Tinilith fue considerada digna cuando era una sombra —dijo Danifae, y su tono convirtió sus palabras más en una pregunta que en una afirmación. Y lo más importante es que su elección del tratamiento honorífico sugirió que ella no reconocía a Quenthel como la sacerdotisa de rango más elevado en servicio.
Los ojos de Quenthel se entrecerraron con furia, pero antes de que pudiera responder, Danifae dijo:
—Y tampoco cabe ninguna duda de que la Yor'thae debe hacer el naje a la ciudad de Lloth para que la juzguen digna. ¿No es así, señora Quenthel?
Otro golpe de viento agitó las telarañas a su alrededor y las hizo cantar de nuevo. En el lamento, Pharaun imaginó haber oído el susurro Yor'thae.
Quenthel y las serpientes de su látigo miraron a Danifae. La señora de Arach-Tinilith inclinó la cabeza ante algo proyectado en su mente por su látigo.
—¿Acaso no puedes responder la pregunta sin la ayuda de tu látigo, tía? —preguntó Jeggred con sarcasmo.
Las cabezas del arma de Quenthel se arremolinaron. El rostro de la rana sacerdotisa se mantuvo impasible y ella se acercó al draegloth. Ambas sacerdotisas parecieron desdibujarse en la sombra de la gigantesca figura del draegloth.
Jeggred lanzó un gruñido.
—¿Decías algo, sobrino? —preguntó Quenthel, y las serpientes de su látigo chasquearon la lengua.
Jeggred miró desde arriba a su tía y abrió la boca para decir algo.
Danifae apoyó una mano en el musculoso antebrazo de su brazo de lucha y el draegloth se contuvo.
—Hablas a destiempo, Jeggred —dijo Danifae mientras palmeaba levemente su brazo—. Olvida, señora Quenthel.
Quenthel dirigió su mirada hacia Danifae mientras las serpientes de su látigo seguían mirando a Jeggred fríamente, amenazadoras.
Quenthel era un palmo más alta que Danifae y con la fuerza que le garantizaba su cinturón mágico podía haberle partido la columna a la joven sacerdotisa con las manos. La cautiva de guerra mantuvo su mano claramente apartada de la empuñadura de su estrella matutina.
—Por un momento, pareció que te habías olvidado de quién eres, Danifae Yauntyrr —dijo Quenthel en el tono de voz que se reserva para regañar a los niños—. Tal vez el viaje planar te haya desorientado.
Antes de que Danifae pudiera responder, la mirada de Quenthel se endureció.
—Permíteme que te recuerde que soy la suma sacerdotisa Quenthel Baenre, señora de Arach-Tinilith, señora de la Academia, señora de Tier Breche, Primera Hermana de la casa Baenre de Menzoberranzan. Tú eres una cautiva de guerra, la hija de una casa muerta, una chiquilla presuntuosa a la que falta sabiduría para atemperar el sarcasmo de su lengua. —Levantó una mano para interrumpir la respuesta de Danifae—. Perdonaré por esta vez tu actitud descarada, pero mide bien tus palabras. Cuando sea firme la decisión de Lloth, su Elegida puede sentirse impelida a corregir las insolencias pasadas.
Al lado de Danifae, la agitada respiración de Jeggred sonaba como el fuelle de la fragua de los duergar. Las poderosas garras que remataban sus brazos de lucha se retraían y se disparaban. Miró a su tía como si se tratase de un trozo de carne.
Por prudencia, Pharaun recordó las palabras de un conjuro que inmovilizaría a Jeggred si fuera necesario. Sabía de qué lado estaría su lealtad en el caso de que las escaramuzas entre Quenthel y Danifae acabasen en una lucha sin cuartel. Quenthel acababa de recitarle sus títulos a Danifae. Pharaun habría agregado uno más: Yor'thae de la Reina Araña. Lloth había resucitado a Quenthel de entre los muertos. ¿Para qué otro fin podría haberlo hecho la Reina Araña?
Danifae, fuerza era reconocerlo, se había mantenido en su lugar haciendo frente a las iras de Quenthel y no demostraba el menor miedo. Sus impactantes ojos grises no traslucían nada. Levantó la mano e hizo ademán de alcanzar la cara de Quenthel, tal vez para golpearla en la mejilla. Cuando las serpientes del látigo se apartaron de Jeggred silbando y golpeando sus dedos, Danifae retiró la mano.
—Esos días se acabaron —dijo Quenthel, con las mandíbulas encajadas.
Danifae la miró y esbozó una sonrisa.
—Mi único afán es que cumplas tu destino, señora de Arach-Tinilith —respondió— y cumplir la voluntad de la Reina Araña.
Mientras Pharaun analizaba mentalmente el significado último de la respuesta, Quenthel dijo:
—Todos sabemos cuál es la voluntad de la Reina Araña. Del mismo modo que sabemos quién será la Elegida de la Reina Araña. No es necesario dar nombres. Las señales anunciarán a la Yor'thae. Que cada uno las interprete como quiera. Pero al que las malinterprete le espera un destino desgraciado.
El hermoso rostro de Danifae se cubrió de un velo impenetrable, pero sostuvo la mirada de Quenthel.
—Un destino desgraciado, sin duda —repitió.
Quenthel dirigió una última mirada a Danifae y se volvió hacia el draegloth.
—¿Y tú, Jeggred? Has tenido ocasión de reconsiderar tu trayectoria. ¿Tienes algo que decirme ahora?
Pharaun apenas pudo reprimir una sonrisa. Quenthel Baenre había legado a los dominios de Lloth convertida en una nueva mujer. Ya no era la hembra susurrante y desconfiada que sólo hablaba con su látigo; volvía a ser la señora de Arach-Tinilith, que los había conducido hasta allí desde Menzoberranzan, la Primera Hermana de la casa más poderosa de la ciudad.
En ese momento, Pharaun la encontró incluso sexualmente más inactiva que Danifae.
Al poco, se dio cuenta de que llevaba demasiado tiempo lejos de sus niñeras pagadas.
También Jeggred debía de haber notado el cambio de su tía. Si Pharaun hubiera de compadecerse de algo en su vida —que no lo haría, desde luego—, ¿se habría compadecido del draegloth? En lugar de ello, encontró divertido y merecido el obvio desconcierto de Jeggred. El semidemonio había mostrado ostensiblemente su fidelidad a Danifae y ahora se enfrentaba a las consecuencias de ese error. Quenthel no se lo perdonaría.
Jeggred empezó a hablar, pero Danifae, que no había dejado de mirar a Quenthel, hizo un solo gestó con la cabeza, un leve gesto que tranquilizó al draegloth con tanta efectividad como un conjuro de silencio.
—Cálmate —le ordenó Danifae.
Jeggred se desinfló.
—No... tía —acabó por decir.
No la miró a los ojos. Dejó caer sus cuatro manos a los costados y bajó la mirada.
Pharaun arqueó una ceja. Al referirse a Quenthel por el nombre familiar en lugar de hacerlo por su título formal, Jeggred había evitado ofender más a Quenthel, pero no había puesto en entredicho nada de lo sugerido por Danifae. Tal vez el semidemonio era sólo medio zoquete en lugar de zoquete del todo.
Mientras su látigo mantenía vigilados tanto a Danifae como a Jeggred, Quenthel se volvió hacia Pharaun, insultando a Danifae al darle la espalda.
—¿Y tú —preguntó—, tienes alguna idea acerca de esto?
Pharaun sabía que ella no quería realmente su opinión; él no era más que un varón, después de todo. Ella quería que dejase clara su lealtad. Consideró la posibilidad de eludir la cuestión, pero enseguida tomó la decisión contraria. La casa Baenre era la Primera casa de Menzoberranzan; Gomph Baenre era su superior; Quenthel Baenre era, o lo sería muy pronto, la Elegida de Lloth. Ya no había tiempo para veleidades. Tal vez como recompensa por su lealtad sin fisuras, Quenthel le permitiera matar a Jeggred.
—Señora —respondió, y su empleo del título honorífico dio respuesta a la pregunta de Quenthel—, parece que el señor Hune se ha despedido.
Quenthel sonrió y su mirada mostró aprobación.
Detrás de la señora de Arach-Tinilith, Danifae miró con odio a Pharaun. Jeggred se pasó la lengua por los labios y en sus ojos apareció claramente una promesa de violencia.
—Hune estaba al servicio de sus fines, Pharaun —respondió Quenthel—, y su ausencia en este momento no tiene importancia. —Se dio la vuelta y clavó la mirada en Jeggred y en Danifae—. Todo acabará sirviendo a los objetivos de Lloth, antes del fin. Todo.
—El mundo es su presa —respondió Danifae.
Quenthel sonrió con indulgencia, giró sobre sus talones y avanzó unos cuantos pasos para echar una ojeada al paisaje. Tocó su símbolo sagrado y musitó una plegaria. Cuatro de las serpientes miraban fijamente a la antigua cautiva de guerra y al draegloth desde el hombro de la sacerdotisa, mientras que la otra, K'Sothra, se mantenía cerca de su oreja.
Danifae miraba impasible a la espalda de Quenthel, luego se dio vuelta para lanzar una sonrisa burlona a Pharaun.
Sigues siendo el loco de siempre, le dijo por señas.
Pharaun no respondió. Sólo esbozó una sonrisa afectada que sabía que la molestaría.
También Jeggred miró a Pharaun con una expresión hambrienta. Pharaun no rehuyó su mirada y esbozó una sonrisa forzada.
El mago observó la destrucción que se veía a su alrededor y dijo a Quenthel:
—Nada acogedor ¿no te parece, señora? Puede que el señor Hune haya mostrado una sabiduría inigualable al evitar este tramo de nuestro corto viaje.
Quenthel no respondió, pero Jeggred lanzó un gruñido y rugió:
—Debí haber matado a ese mercenario y haberme comido su corazón.
En las palabras de Jeggred vio Pharaun una nueva oportunidad de reforzar su lealtad a Quenthel. Y la aprovechó sabiendo que le resultaría fácil manejar al draegloth.
—¿Comer su corazón? —preguntó—. ¿Como hiciste con el maestro Argith?
El semidemonio hizo una mueca que dejó al descubierto sus colmillos.
—Justamente como con Argith —dijo el draegloth, chasqueando los labios—. La sangre de su corazón era deliciosa.
Un chorro de baba amarillenta se desbordó por las comisuras de la boca de Jeggred y cayó sobre el suelo de guijarros.
La muerte de Ryld Argith no afectó en absoluto a Pharaun, pero podía utilizarla, lo mismo que a Jeggred para ganar credibilidad ante Quenthel. Además, le encantaba burlarse del semidemonio.
—¿Estás seguro de no ser tan tonto como para pensar que la muerte del maestro Argith me conmueve? —preguntó Pharaun.
Jeggred gruñó, extendió las garras y dio un paso hacia el mago.
Pharaun no dejó de hablar.
—Sin embargo, me asombra que alguien con tan pocas luces conozca el significado de «delicioso». Bien por tu parte, Jeggred. Al menos algo de lo que has dicho esta noche está a la altura de un Baenre.
Quenthel respondió con una carcajada, y Pharaun supo que había dado en el blanco.
Jeggred se fue hacia él con los brazos de lucha extendidos. Danifae lo retuvo por el pelo mientras clavaba los ojos en Pharaun.
—Quieto, Jeggred —dijo Danifae, con la voz y los gestos tan calmados como un mar sin viento—. El juego del señor Mizzrym es claro como el agua para todos menos para los tontos.
Pharaun supo que eso último iba dirigido a Quenthel.
—Tendré otro corazón antes de que esto termine —prometió Jeggred a Pharaun, aunque sin apartarse de Danifae.
Pharaun se llevó la mano al pecho como si lo hubieran herido.
—Me has asustado, Jeggred —dijo—. Te felicito por tu intelecto ¿y qué recibo a cambio? Una amenaza de ejercer la violencia contra mí. —Se burló mientras desplazaba su mirada del draegloth a Quenthel como si buscara apoyo—. Estoy sumamente dolorido. Señora, tu sobrino es un bruto sin sentido del humor.
Quenthel se volvió hacia ellos.
—Ya es suficiente. Seguidme. Lloth nos llama.
Empezó a bajar lentamente la cuesta. Danifae susurró algo al oído de Jeggred y se apartó.
—Y ya te puedes andar con cuidado, señor Mizzrym —dijo dirigiéndose a Pharaun—. Mi mano está cada vez más cansada de tirar de la correa y puede que las cosas no estén tan claras como supones.
Pharaun la obsequió con su afectada sonrisa.
—Siempre estoy alerta, señora Danifae —respondió, eligiendo el tratamiento deliberadamente—. Y las cosas son las que son. Eso también está claro para todos menos para los tontos.
Danifae no respondió, pero apretó las mandíbulas. Se dio la vuelta y echó a andar detrás de Quenthel.
Pharaun y Jeggred se quedaron solos en la cima de la colina.
La mirada del draegloth abrasaba a Pharaun. Su ancho pecho subía y bajaba agitadamente, como un fuelle, y sus dientes desnudos chorreaban saliva. Incluso a cinco pasos, Pharaun recibió una bocanada del asqueroso aliento de Jeggred y lo asaltó la náusea.
—Eres un loco acabado —le dijo el draegloth—. Y lo nuestro no termina aquí. Me daré un banquete con tu corazón antes de que todo esto llegue a su término.
Sin mostrar temor alguno, Pharaun caminó con paso majestuoso hasta el enorme draegloth teniendo en mente las palabras de un conjuro que arrancaría la piel a tiras a Jeggred.
—No me cabe duda de que mejoraría tu aliento —le respondió.
Sin más palabras pasó por delante del draegloth siguiendo a las sacerdotisas.
Sintió en su espalda la quemazón de la mirada de Jeggred. También pudo sentir la mirada siniestra de los ocho satélites que se veían en el cielo.
Con una prisa ostentosa, se acercó más a Quenthel y a Danifae. Jeggred lo siguió cinco pasos más atrás, pero su respiración y sus fuertes pisadas se oían perfectamente.
Cuando Pharaun llegó a la altura de Quenthel, preguntó:
—Ahora que estamos aquí ¿hacia dónde vamos exactamente?
Quenthel miró al cielo, al brillante río de almas que relucían como la bóveda tachonada de piedras preciosas de la caverna de Menzoberranzan.
—Seguimos a las almas que van hacia Lloth —respondió.
—¿Y? —se atrevió a interrogar Pharaun.
Quenthel se detuvo y se encaró a él, con la ira asomada al rostro. Las serpientes de su látigo chasquearon la lengua.
—¿Y? —devolvió ella la pregunta.
Pharaun bajó la vista, pero preguntó:
—¿Y qué, señora? Lloth llama a su Yor'thae, pero ¿qué debe hacer la Yor'thae?
Por un instante, Quenthel no dijo nada. Pharaun miró hacia arriba y comprobó que ya no lo estaba mirando.
—¿Señora? —urgió él.
Ella volvió en sí.
—Éstos no son asuntos para un simple varón —respondió ella.
Pharaun hizo una inclinación de cabeza, con la mente acelerada. Se preguntó si la propia Quenthel sabría lo que la Yor'thae iba a hacer, y qué le estaba pasando a Lloth. La posibilidad de que no lo supiera lo inquietaba.
Quenthel no ofreció ninguna información más y reanudó la marcha.
Pharaun miró a su espalda y se encontró con la mirada de Danifae. Ella se pasó la lengua por los labios, sonrió y levantó la capucha de su capa.

Resurrección [Libro 6] - La Guerra De La Reina Araña - Reinos Olvidados Wo Geschichten leben. Entdecke jetzt