🕷️ CAPITULO 5🕷️

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El avance por el terreno rocoso se hacía difícil. Pozos, gargantas y lagos humeantes de ácido obligaban a Pharaun y a sus tres compañeros de viaje a dar permanentes rodeos en su camino. Caminaban evitando los cañones y los socavones, entre las altas y negras espirales de las patas de arañas petrificadas. En algún momento Pharaun sintió que podían volver a la vida y apoderarse de ellos en un abrazo mortal. Arañas y telas atestaban las extremidades petrificadas y se sumían en las grietas y quebradas.
El viento les impedía avanzar y silbaba entre las telas de las arañas. Pharaun estaba sudando. Se sentía desprotegido.
—Señora —dijo dirigiéndose a Quenthel—. Con el paso de las horas tal vez se produzca una puesta de sol. Estamos a cielo abierto.
Pharaun no quería pasar por la experiencia cegadora de otro amanecer como el que había visto en el Mundo Superior.
Quenthel ni lo miró. Una de las víboras de su látigo —Yngoth, con toda seguridad— planeó cerca de su oreja por un momento. Quenthel asintió.
—Se elevará un sol sobre los Pozos de Lloth —dijo—. Pero es débil, rojo y está muy distante. No tienes nada que temer, maestro Mizzrym. Viajar bajo sus rayos nos resultará tan sencillo como hacerlo de noche.
Jeggred resopló y preguntó:
—¿Rellenan las serpientes de tu látigo las lagunas de tu comprensión de los dominios de la Reina Araña, tía?
Danifae rió, o tal vez tosió.
Volviendo la cabeza, Quenthel respondió:
—Algunas veces, sobrino. Son demonios sometidos por mí y tienen algunos conocimientos de los Planos Inferiores que necesito que me comuniquen. Tal vez la señora Danifae pueda llenar el resto de las lagunas que haya en nuestra comprensión.
Se detuvo, se dio la vuelta y miró fijamente a Danifae.
La cautiva de guerra no se bajó la capucha.
—Cuando tenga algo que añadir lo diré.
Quenthel sonrió a su sobrino y reanudó la marcha.
—Tal vez deberíamos usar conjuros para teleportarnos, señora —sugirió Pharaun a Quenthel, por más que él no sabía hacia dónde iban.
Quenthel movió la cabeza negativamente y respondió:
—No, mago. Estos son los dominios de la Reina Araña, y ella desea que pasemos por esta experiencia. Iremos a pie hasta que yo diga lo contrario.
Pharaun frunció el ceño, pero no dijo más. Desde luego, podía haber flotado usando el anillo que le había sacado a Beshazu, pero decidió no provocar a Quenthel. Para él, la nueva Red de Pozos Demoníacos era un obstáculo que había que salvar. Para Quenthel era una prueba religiosa. Evitarla habría sido una herejía.
A lo largo del recorrido nocturno, las ocho estrellas de Lloth se mostraron a la vista de los caminantes a través de un agujero en las nubes que se movía con los satélites por el cielo nocturno. Pharaun notó la mirada de la Reina Araña clavada en su espalda como si fueran las puntas de ocho lanzas. La voz de Lloth, bajo la apariencia del viento que ululaba entre las telas de las arañas, susurraba en sus oídos. A Pharaun le parecía enloquecedor, pero se lo guardó para sí.
Muy por encima de ellos, el río de almas avanzaba en silencio. Los torbellinos relampagueantes de poder seguían salpicando el cielo y arrojaban lejos a los espíritus de los muertos.
Pharaun se maravilló ante el número de almas drows. Sabía que todas habían muerto después del silencio de Lloth. ¿De dónde venían ahora? ¿Cuántos mundos poblaban los hijos de Lloth? El creía que muchos. De otro modo, a la vuelta encontrarían Menzoberranzan tan vacía como el espacio que había entre las orejas de Jeggred. El hecho de que Gomph hubiera dejado de responder a sus mensajes no calmaba esta preocupación. Posiblemente el Archimago estaba demasiado preocupado con el cerco de Menzoberranzan para responder. También era posible que Gomph hubiera muerto.
Sacudió la cabeza para alejar esas dudas y se centró en la situación actual.
Las botas mágicas de Pharaun le permitían dar zancadas y saltos con más facilidad que a los demás, pero a pesar de ello seguía pensando que caminar resultaba peligroso. Las rocas con bordes afilados como cuchillos, los peñascos tan altos como edificios, las empinadas pendientes, los pozos ocultos y los campos movedizos de guijarros eran un desafío a cada paso. La mayoría de los pozos se convertían en redes de túneles que serpenteaban en la oscuridad bajo la superficie. Pharaun supuso que el plano entero debía de estar horadado por ellos. Un dulzón hedor a podrido y los chasquidos apenas audibles de los insectoides flotaban en la profunda negrura de los agujeros. No le gustaba pensar en lo que podría estar al acecho bajo sus pies.
Después de cuatro horas de marcha se detuvieron un momento para comer sus raciones de pan de hongos, queso y carne curada cerca del borde de un pozo de boca tan ancha como largo era el brazo de un ogro. Un perturbador chasquido venía de las negras profundidades del agujero. Y también se respiraba un insoportable olor a humedad.
—¿Qué es ese sonido? —preguntó Jeggred con la boca llena de un suculento bocado de carne y segregando abundantes babas.
—Lo que tú quieres decir es a qué huele —corrigió Pharaun—. Es casi tan insoportable como tu aliento, Jeggred. Y lo digo de manera amistosa.
Jeggred se limitó a lanzarle una mirada como si se tratara de un trozo de carne curada.
Desde debajo de la capucha de su capa, Danifae susurró:
—El sonido es el de las voces de los hijos de Lloth.
—Pozos de cría, diría yo —terció Quenthel a modo de aclaración y antes de dar un bocado a un trozo de carne.
Adelantó su látigo y las serpientes inclinaron la cabeza hacia el pozo y silbaron.
El chasquido se paró. Al mismo tiempo, el viento dejó de soplar y el lamento de las telas de las arañas enmudeció. La noche se encalmó.
A Pharaun se le puso carne de gallina, y los cuatro se quedaron inmóviles, con la vista fija en el pozo y con la expectativa de que surgiera de allí algo horroroso. No fue así, y después de un tiempo el viento volvió a soplar y con él volvieron los lamentos.
Pharaun terminó a toda prisa su comida, se levantó y preguntó:
—¿Vamos a seguir adelante?
Quenthel asintió, Jeggred se zampó otro bocado de carne curada y todos abandonaron el pozo para reanudar la marcha. Mientras caminaban, Danifae sonrió a Pharaun con indisimulado desdén. Sin duda le resultaba divertido su malestar.
Pharaun hizo como si no la viera y pensó que nunca habría imaginado que iba a perder así a Valas Hune. No le cabía la menor duda de que el guía mercenario podría haberlos llevado por un camino con menos dificultades. O tal vez a quien realmente había perdido era a Ryld, que al menos habría sido un buen interlocutor. Por su parte, Quenthel y Danifae simplemente seguían la dirección de las almas en silencio, indiferentes a las dificultades del terreno. Y Jeggred servía sólo para hablarle a su tía.
Las telarañas estaban por todos lados, y cada vez se hacían más frecuentes. Lo tapizaban todo, desde las trampas de tamaño común de una viuda negra a las monstruosas cortinas de plata de gruesa trama tan anchas como las velas de piel del Barco del Caos. Las botas de Pharaun estaban empastadas por las telarañas. El propio aire, espeso e irritante para su garganta, parecía infestado con hilos invisibles.
Después de muchas horas de viaje cada vez más fatigantes, las telarañas los envolvieron en un pegajoso sudario. Pharaun no hacía más que apartar de su cara los delicados hilos para poder respirar. Se sentía como si todo el plano fuera en realidad una gigantesca araña, que los estaba envolviendo a todos tan lentamente que no se darían cuenta del peligro en que estaban hasta que estuviesen totalmente envueltos, inmóviles y esperando a que se hincase en ellos sus colmillos.
Pharaun sacudió la cabeza y expulsó esa imagen de su cabeza.
A pesar de la gran cantidad de grandes telarañas que colgaban entre las redondeadas rocas y los peñascos, Pharaun sólo había visto hasta el momento arácnidos normales, que iban del tamaño de una uña hasta el de una cabeza. Las arañas cantoras de largas piernas y cuerpo esbelto eran las más grandes que había visto, aunque sabía que tendría que haberlas mucho más grandes en algún lugar. Las arañas estaban al acecho encima, debajo y en medio de cada roca y de cada agujero de la superficie. El suelo hormigueaba de tantas que había. Pharaun supuso que las autoras de las redes más grandes debían de haberse escondido en los túneles subterráneos, de donde no pensaban moverse, al menos por el momento. Las arañas más pequeñas resultaban bastante irritantes.
Aunque sabía que ni una sola de las criaturas más diminutas podría traspasar la protección mágica de sus conjuros, el anillo de Sorcere y el piwafwi encantado, Pharaun no podía evitar una permanente sensación de hormigueo en la piel.
Danifae y Quenthel, por el contrario, parecían disfrutar permitiendo a las arañitas que correteasen libremente por su cuerpo y por su pelo. Jeggred, por su parte, se mostraba tan inconsciente con las arañas como lo era con la mayoría de las cosas, aunque el semidemonio se cuidaba muy mucho de no aplastar a ninguna de aquellas criaturas mientras caminaba.
Cuando se internaron en otro campo de patas petrificadas de arañas, Pharaun captó un fugaz movimiento cerca del extremo más alto de una de las espirales más altas. Se detuvo y miró con atención, pero el movimiento no se repitió.
Lleno de curiosidad, pero a la vez fastidiado, Pharaun activó el poder de su anillo y emprendió el vuelo. Se remontó rápidamente en el aire para situarse frente al peñasco. Echó una mirada hacia abajo mientras subía y vio cómo lo miraban sus compañeros de viaje. Entonces se dio cuenta de cómo los veía Lloth a todos ellos, pequeños y sin sentido.
Cuando alcanzó la cima de la espiral de piedra, se detuvo, suspendido en el aire, teniendo en mente y listas las palabras de un conjuro.
El viento sopló racheado, revolviendo sus cabellos y haciendo revolotear su capa. Por encima de él flotaba la brillante y traslúcida hilera de las almas, la más baja de las cuales estaba casi al alcance de la mano de Pharaun. Los espíritus no acusaban su presencia, de lo cual cabía deducir que los ignoraban. Los torbellinos de poder giraban vertiginosamente en el cielo, liberando chispas verdes y azules. Nubes acidas de humo salpicaban el aire.
Desde abajo, Quenthel le gritó algo, pero el viento le impidió oírlo. De todos modos, podía imaginarse lo que pretendía decirle.
No hizo caso y se centró en el objeto de su curiosidad.
Afloramientos irregulares de peñascos cubrían la amplia planicie que coronaba el risco. Entre uno y otro afloramiento rocoso colgaban espesas telas de araña.
Suspendido allí, en el aire de Lloth, como los muertos de la Reina Araña, Pharaun se sintió inexplicablemente cómodo, como si estuviera sumergido en un baño tibio. La Red de Pozos Demoníacos se extendía ancha y ajena por debajo de él; el extraño cielo se prolongaba hasta el infinito por encima de él, pero eso no lo preocupaba. Pensó que debía de ser casi cómodo yacer entre las telarañas, envolverse en su tibieza. Flotó hacia adelante, desesperado por descansar.
Pudo ver cómo se debatían las presas entre los hilos; eran presas grandes. No podía hacerse una idea de su forma porque estaban completamente cubiertas por la telaraña. La más cercana a él, tal vez agitada por su presencia, se contorsionaba, se revolvía y algunos de los hilos rotos revelaron un ojo abierto.

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El mensaje de Aliisza le había caído a Kaanyr Vhok como una bomba,
Lloth da la bienvenida a casa a los muertos. Está viva.
Eso fue lo último. Kaanyr tenía la esperanza de que Aliisza volviera a él, pero no había sido así, ni tampoco se había comunicado con él desde entonces. Su comportamiento le pareció chocante.
Por un momento se había convencido de que la semisúcubo estaba mintiendo sobre el retorno de Lloth, pero sabía que se engañaba. Su voz mental no estaba equivocada, y él la conocía lo suficiente come para saber si le estaban contando una mentira. Ella podría haberse equivocado, por eso iba a confirmar aquella misiva, pero en su interior sabía que era verdad. Muy pronto, él y sus hombres se enfrentarían no sólo a los soldados y magos de Menzoberranzan, sino también a sus sacerdotisas de Lloth. Miles de ellas.
Ya había avisado a Nimor del retorno de Lloth, si bien el drow no había apreciado mucho el mensaje.
«Ese estúpido ingrato», pensó Kaanyr.
Según los espías de Kaanyr, Nimor había huido de la pelea contra el Archimago de Menzoberranzan, dejando al lichdrow Dyrr que se enfrentase solo al mago. Había pocos detalles, pero al parecer el mago Baenre había salido vencedor. Por lo que sabía, el mercado de la ciudad había quedado arrasado y muchos menzoberranos habían muerto o estaban petrificados.
Al menos el lichdrow había hecho algo digno, a criterio de Kaanyr.
Kaanyr evaluó su situación. En primer lugar, el lichdrow había sido destruido y la casa Agrach Dyrr estaba sitiada. En segundo lugar, Nimor Imphraezl había huido. En tercer lugar, y lo que era más importante, la Reina Araña estaba viva y sus sacerdotisas podían volver a lanzar conjuros.
La evaluación sólo le permitió llegar a una conclusión, y la conclusión le cayó encima como una mortaja.
Había perdido la batalla por Menzoberranzan.
Esta certidumbre cayó sobre él como una pesada losa. Para aceptarla tendría que darle vueltas y más vueltas en la cabeza.
Sentado en un lujoso y mullido diván en la tienda mágica que le servía de cuartel general, se llevó una copa de licor a los labios y bebió. Apenas lo saboreó, por más que habitualmente se demoraba en su dulzor. Lanzó un suspiro, apoyó la copa en una mesita próxima y se recostó en los cojines del sofá.
Había estado tan increíblemente cerca de conseguir la victoria... ¡Tan cerca!
La Legión Flagelante había luchado bien y con dureza en los túneles que surcaban la frontera sudeste de Menzoberranzan, y en Donigarten, en los bosques de hongos alimentados de excrementos. Había perdido alrededor de cien tanarukks, pero había matado a otros tantos drows, junto con varias decenas de sus arañas luchadoras y uno o dos drider. Por una vez, parecía que sus tanarukks podrían abrirse camino a través de las líneas de los drows, llegar hasta las grandes mansiones colgadas sobre el Qu'ellarz'orl, y poner cerco a la mismísima casa Baenre.
Pero entonces había recibido el mensaje de Aliisza.
No podría salir victorioso de la batalla. Lo sabía. Todo lo que le quedaba era asegurarse de que mantendría su propio baluarte, y eso exigiría una rápida actuación. No tenía ni la menor duda de que los drows y sus sacerdotisas estaban planeando ya el contraataque.
Por suerte, Kaanyr Vhok tenía un plan. Utilizaría a Horgar y a los duergar para cubrir la retirada de la Legión Flagelante. Los malolientes e incompetentes waddler no habían hecho nada en la batalla por la ciudad más que esconderse tras los muros del cerco y lanzar sus bombas de piedra incendiaria en Tier Breche. Si las fuerzas duergar hubieran conquistado ya y mantenido la posición, aunque sólo fuera en un túnel, Kaanyr se habría desmayado de la impresión.
Ahora al menos servirían para conseguir un objetivo, pensó el semidemonio. «Morirán para que yo viva.»
Cogió, su copa y la alzó en un brindis burlón.
Mi gratitud, Horgar, despreciable gusano, pensó. Ojalá encuentres una muerte espantosa, ya que fuiste un espanto en vida.
Apuró el contenido de la copa y sonrió. Sólo en ese momento volvió a pensar en Aliisza.
¿Querría decirle con su silencio que lo estaba abandonando?
Resopló y se encogió de hombros. No le importaba que lo dejara la semisúcubo, pues su relación había sido de conveniencia. Pero perdería sus encantos físicos. Pese a todo, se preguntó cuáles serían los motivos. ¿Podría ser que se hubiese enamorado de ese mago drow del que le había hablado? Desechó la posibilidad y buscó una solución más probable: su fascinación por el maestro de Sorcere se había convertido en enamoramiento. A menudo se encaprichaba con los seres débiles, lo mismo que les pasaba a las mujeres humanas con las mascotas.
Imaginaba que finalmente volvería a su lado. Ya lo había dejado en anteriores ocasiones, incluso durante décadas en una ocasión. Pero siempre volvía con él. Lo impredecible formaba parte de la naturaleza de la semisúcubo; la planificación, de la suya. De todos modos, ella se sentía atraída por él, así que no estaría fuera mucho tiempo. Simplemente necesitaba un nuevo juguete durante algún tiempo. Vhok no se lo iba a negar.
Sonrió y le deseó suerte al maestro de Sorcere. Aliisza podía ser agotadora.
Desde luego, debía haber concedido más importancia a ese mago, pues al parecer, con la gentuza que lo acompañaba, trataba de despertar a Lloth. Kaanyr había pensado que su búsqueda era la quimera de un loco hasta que realmente funcionó.
Lanzó un suspiro, se puso de pie, se ciñó la espada y llamó:
—¡Rorgak! Entra en la tienda.
Un instante después, su altísimo lugarteniente, cubierto de escamas rojas y dotado de buenos colmillos, separó las cortinas y entró en la tienda. La sangre manchaba aún la poderosa coraza de láminas de Rorgak. Llevaba colgada al robusto cuello una colección de pulgares de drow enganchados en una delgada cadena de eslabones. Kaanyr contó hasta seis.
—¿Señor? —inquirió Rorgak.
Kaanyr le indicó de que se acercase y le dijo en orcish:
—Lloth ha vuelto. Muy pronto los conjuros de sus sacerdotisas reforzarán las defensas de la ciudad.
Los negros ojos de Rorgak se quedaron en blanco. A pesar de su aspecto animal, era razonablemente inteligente. Comprendió el alcance de las palabras que acababa de oír.
—Señor ¿qué vamos a hacer si...? —preguntó.
Kaanyr lo hizo callar levantando la mano y emitiendo un suave susurro.
—Vamos a trasladar nuestro cuartel general a la Torre de la Puerta del Infierno —dijo. No podía de ningún modo aceptar que el repliegue era una retirada—. Informa a los oficiales. Haz creer a los drows que se trata de un repliegue táctico para consolidar las fuerzas con miras a un contraataque.
Rorgak asintió y preguntó:
—¿Y los duergar?
Su tono sugirió que ya suponía cuál iba a ser la respuesta.
Kaanyr confirmó sus suposiciones.
—Mata a los cerca de cien que están mezclados con nuestras fuerzas, pero asegúrate de que no llegue ni una palabra de ello ni a Horgar ni al grueso de sus fuerzas. Que prosigan con su ataque a Tier Breche.
—Horgar y los dwarflings morirán cuando las sacerdotisas de Arach-Tinilith unan sus conjuros a las fuerzas que defienden la Academia —dijo Rorgak.
Kaanyr asintió, sonrió y dijo:
—Pero esa batalla final tendrá ocupado al drow el tiempo suficiente como para permitir que la legión se aleje de Menzoberranzan. Vete. El tiempo apremia.
Rorgak palmeó la coraza de su armadura, dio un taconazo y salió a toda prisa de la tienda.
Por un instante, Kaanyr deseó que Aliisza estuviera a su lado. Podría haberle proporcionado algún alivio.

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A Pharaun le llevó algún tiempo comprobar qué envolvía la telaraña.
Una de las almas, el alma de un drow.
Era de suponer que las otras formas que se retorcían eran otras almas de drow atrapadas. Seguramente se habían aventurado muy abajo, o la tejedora de la telaraña podría haberlas cazado del cielo. Y tal vez esa misma criatura podía cazar a Pharaun del cielo con la misma facilidad.
Pharaun rechazó la imagen mental que evocaba esa última idea.
Se aclaró las ideas y examinó el afloramiento rocoso buscando a la araña o a la criatura aracnoide que había tejido la tela, pero sólo vio a los compungidos espíritus.
A pesar de todo, algo había afectado a su espíritu...
El alma atrapada que tenía cerca, tal vez presintiendo su presencia, luchó para deshacerse de la telaraña y consiguió descubrir una porción mayor de su cara. Era un drow. Abriendo su boca en una gesticulación sin sonido, el alma dejó inmovilizado a Pharaun con sus aterrorizados ojos. Luchó con más denuedo e hizo vibrar toda la tela.
Como si las hubiera despertado el movimiento, las demás almas envueltas en la tela también empezaron a revolverse. Pero era en vano. Las telarañas las aprisionaban fuertemente.
Un grito proferido más abajo llamó su atención, pero no hizo caso.
Fascinado y horrorizado, Pharaun apeló al poder de su anillo de Sorcere para ver las emanaciones de los seres mágicos e invisibles. Tal como esperaba, la tela emitía un suave resplandor rojo a su vista. La red corpórea poseía propiedades mágicas que le permitían atrapar y retener almas incorpóreas. Se preguntó por el arcano mecanismo que subyacía a ese conjuro cuando su vista magnificada le reveló la presencia de una criatura invisible encogida en el centro de la tela, cerca de una de las almas atrapadas. Salvo por los ocho ojos negros que se veían en el centro de su cara y por los colmillos que sobresalían de su labio superior, se parecía vagamente a un drow que se hubiese apareado con una araña y cuyo cuerpo hubiese estirado un potro de tortura hasta dos veces su altura normal. Se acurrucó, mirándolo, entre los hilos de la telaraña, desnudo, dotado de unos dedos en garra que eran la mitad de largos que el antebrazo de Pharaun. Su piel estaba tachonada de brotes de pelos cortos y erizados. Temblores periódicos recorrían todo su cuerpo, como si lo sacudiera el dolor. De su boca manaba un líquido asqueroso. Hileras de agujeros surcaban sus piernas.
«Te estoy viendo», pensó Pharaun al tiempo que tenía preparado en mente un conjuro.
Tal vez mantuvo la mirada demasiado tiempo, porque la criatura se dio cuenta de que la había visto. Abrió la boca y avanzó por la tela en dirección a él. A medida que avanzaba, en la cabeza de Pharaun sonaba una voz razonablemente persuasiva aumentada por medios mágicos.
Aquí hay bienestar, aquí hay calor. Acércate.
Pharaun sintió que la sugestión penetraba en lo más profundo de su cerebro y se apoderaba de su voluntad, pero resistió el embate y retrocedió flotando, mientras recitaba un conjuro.
La criatura dio un salto hacia adelante, chillando. Cuando llegó al borde de la tela se dio la vuelta y orientó sus piernas hacia Pharaun. De las hileras de agujeros disparó otros tantos filamentos que golpearon en el pecho al mago. Apenas sintió el impacto en su carne, pero los filamentos parecieron traspasarlo y alcanzar su interior.
Casi se quedó sin aliento. Se sintió dividido en dos. Los filamentos estaban extrayendo su alma del cuerpo. La criatura chilló de nuevo y empezó a tirar.
Desde abajo volvieron a oírse gritos. Era la voz malhumorada de Quenthel.
Pharaun mantuvo su concentración —a duras penas— y terminó su conjuro en un suspiro. La magia dio impulso a su voz, la fortaleció, la potenció y eso le bastó para gritar una sola palabra de poder.
La magia del conjuro desprendió los filamentos de tela adheridos a Pharaun y golpeó a la criatura como si fuera un martillazo. La fuerza la despidió hacia atrás, hacia su propia red, donde quedó paralizada.
Las almas atrapadas lucharon por liberarse de las telas parcialmente destruidas. El drow más cercano consiguió liberarse de la telaraña. El alma no se paró mucho a mirar a Pharaun. Lo que hizo fue dirigirse hacia el cielo para unirse al resto de las almas que se dirigían a Lloth.
—¡No hay por qué dar las gracias! —le gritó Pharaun con una voz que ya era la suya.
Por debajo de él, Quenthel seguía dando voces.
Pharaun sacudió la cabeza para aclarar sus ideas y se palpó el cuerpo para asegurarse de que no había sufrido ningún daño irreparable. Satisfecho al comprobar que así había sido, sacó un guante de cuero de su capa y formuló otro conjuro.
Detrás de él tomó forma una mano enorme de fuerza mágica. Siguiendo las órdenes mentales de Pharaun, la mano aferró el cuerpo de la criatura aracnoide y lo apretó, de tal forma que las hileras de agujeros de la criatura quedaron cubiertas por el puño. Pharaun volvió a formular otro conjuro y disipó temporalmente la natural invisibilidad de la criatura.
Pharaun descendió, con el trofeo en la mano, por así decirlo. No dedicó ni una sola mirada a las demás almas atrapadas.
En el instante en que sus botas tocaron la roca, una impaciente Quenthel se dirigió a él, airada.
—Por todos los infiernos ¿qué estabas haciendo ahí arriba?
Ella apenas había dirigido la mirada a la criatura apresada en los gigantescos dedos del conjuro mágico de Pharaun.
—Investigando, señora —respondió.
Antes de que Quenthel pudiera replicarle, Danifae echó hacia atrás su capucha y dijo:
—No te oí pedir permiso para investigar, varón. Ni tampoco para matar a una criatura de Lloth.
Pharaun miró a Danifae y se habría echado sobre ella de no haber lanzado Jeggred un amenazador rugido.
—No tengo por costumbre pedirte permiso, cautiva de guerra. Y esta criatura me atacó.
—No te extralimites, maestro Mizzrym —lo cortó Danifae mirándolo fríamente con los ojos entrecerrados—. Eres un mero recurso de una sacerdotisa de Lloth, sólo eso. Tu desobediencia raya en la impudicia y la herejía.
—Lo que dice es correcto —intervino Quenthel para gran sorpresa de Pharaun—. La próxima vez que te desvíes de nuestra misión sin mi permiso, serás castigado. Lloth espera a su Yor'thae. No perderemos el tiempo con tus triviales investigaciones.
Como si quisieran reforzar el punto de vista de su ama, las serpientes se alargaron al doble de su tamaño y golpearon con sus lenguas la carne de Pharaun.
El Señor de Sorcere se tragó su rabia, doblegó su orgullo y procuró controlar los daños.
Empezó por hacer una reverencia a Quenthel.
—Desde luego, señora. Perdona mi osadía —dijo Pharaun.
Luego se volvió hacia Danifae.
—Tampoco sabía que ahora hablabas en nombre de la señora —añadió.
—Nadie habla en mi nombre —respondió rápidamente Quenthel, y Pharaun bajó la mirada.
—Yo sólo procuro cumplir la voluntad de la Reina Araña, señora de Arach-Tinilith —dijo Danifae.
—Lo mismo que yo —dijo a su vez Quenthel, y se dio la vuelta para escudriñar la ruta que debían seguir.
En ese momento, Pharaun se encontró con la mirada de Danifae. Ella esbozó una leve sonrisa. No cabía duda de que estaba segura de haber introducido una cuña entre Quenthel y Pharaun al señalar que el mago había actuado sin el permiso de la sacerdotisa. Su mirada prometió a Pharaun una horrible muerte si esa cuña se agrandaba hasta convertirse en una brecha lo suficientemente amplia.
Pharaun le devolvió la sonrisa. Estaba satisfecho de haber reducido los daños con la sugerencia de que Danifae había actuado osadamente como portavoz de Quenthel. Y si las cosas se ponían feas, sería Danifae la que sufriría una muerte espantosa.
El pensamiento le produjo un sobresalto momentáneo. ¿Matar a una sacerdotisa de Lloth? Porque así era. Danifae no tenía casa, pero seguía siendo sacerdotisa. Esto no se le habría ocurrido nunca a Pharaun antes del Silencio de Lloth. Se dio cuenta de que mientras se mantuvo la incertidumbre sobre la posibilidad de que Lloth volviese, su Silencio había cambiado algún aspecto fundamental de la relación entre varones y hembras drows. Al menos para algunos varones, las sacerdotisas no eran tan intocables como antes. La debilidad de éstas durante el Silencio, por más que fuera temporal, había eliminado ciertos límites sociales. Se preguntó qué influencia tendría esto en los años venideros.
La criatura aprisionada por el puño de la mano mágica se estiraba y gruñía. El conjuro de Pharaun sólo la había dejado aturdida temporalmente.
—Como es habitual en ella —dijo Pharaun dirigiéndose a Quenthel—, la señora Danifae ha malinterpretado esta situación. Yo no he matado a una criatura de Lloth. No hice más que traértela a ti, señora, para que hagas lo que te parezca con ella. ¿Querrás, tal vez, preguntarle algo?
Quenthel sacudió el látigo y se dio la vuelta. Pharaun vio un atisbo de aprobación en sus ojos. Las serpientes del látigo se tranquilizaron. Ella miró a la criatura de cerca por primera vez, luego dio un paso atrás, cogió con la mano aquella mandíbula de afilados colmillos y la apretó.
—Habla —la conminó—. ¿Quién eres?
—Ándate con cuidado, señora —la avisó Pharaun—. Tiene el poder de implantar en uno una sugestión. Así es como atrae almas a su telaraña, ofreciéndoles bienestar.
Quenthel apretó, y la criatura gimió. Danifae sonrió ante su dolor. Jeggred la miró como si estuviese tratando de adivinar cuál podría ser su sabor.
—Si lo intentas —la amenazó Quenthel—, te apretaré hasta que revientes.
—No hagas —imploró la criatura con una voz muy aguda y en una forma arcaica del bajo drow—. No hagas. Tomé él por alma. Pero no alma, sino vivo.
Quenthel meneó la cabeza y repitió la pregunta.
—¿Quién eres?
La criatura trató de sacudir la cabeza, pero la fuerza de Quenthel se lo impidió. De sus labios salieron escupitajos y sonidos sibilantes.
—La maldita de Araña —dijo finalmente, con una voz apenas inteligible.
—¿La maldita de Lloth? —volvió a interrogar Quenthel enarcando las cejas—. ¿No sirves a la Reina Araña?
La criatura salivó flemas y babas. Su frente se arrugó.
—La Araña odia, pero yo alimento de sus almas. Muchas como.
Quenthel aflojó la presión sobre la criatura y miró a Danifae, luego a Pharaun.
—Esta singular criatura no tiene nada que decirnos —resolvió—. Mátala, maestro Mizzrym.
Pharaun no lo dudó ni un instante. Hizo que su mano mágica apretase cada vez más. La criatura gritaba, sus huesos crujían y la baba y la sangre salían de su boca a borbotones.
—El Hostigamiento te cogerá —gimió, luego reventó en una cascada de vísceras.
—¿El Hostigamiento? —preguntó Pharaun mientras hacía que su mano mágica se desvaneciera y dejaba que las piltrafas sanguinolentas cayesen al suelo.
Ninguna de las dos sacerdotisas respondió a esta pregunta ni pareció interesarse por la amenaza de la criatura.
—Parece que la Reina Araña —dijo Pharaun— no deja de tener cierto sentido de la ironía. Recompensa a sus seguidores por una vida de servicio permitiendo que sean capturados durante el trayecto hacia ella y que sean pasto de quienquiera que teja esas telarañas.
Quenthel carraspeó, mirándolo con desdén. Las serpientes de su látigo sacaron lentamente sus lenguas y lo amenazaron.
—Maestro Mizzrym —dijo finalmente Quenthel—, eres tan corto de entendederas como la mayoría de los machos. La fidelidad al culto en vida no lo pone a uno a salvo en la muerte. Todo este plano es una prueba para los muertos de Lloth. Seguro que hasta tú puedes darse cuenta de ello.
Danifae miró a Quenthel y dijo:
—Entonces ¿no convierte eso a esta criatura en una servidora de Lloth, señora Quenthel?
Se hizo un silencio. Quenthel pareció quedarse muda.
Antes de que la suma sacerdotisa pudiera responder, Danifae miró a Pharaun y dijo:
—Lloth rechazó siempre la debilidad, incluso entre sus muertos. Si un alma es débil o estúpida, se la aniquila.
—Qué placentero para ella —dijo Pharaun encogiéndose de hombros.
Quenthel se volvió hacia él.
—Por supuesto que es placentero, mago. ¿Estás preocupado por la seguridad de tu propio pellejo?
Ante la pregunta, Jeggred hizo una mueca.
Pharaun casi lanza una carcajada por lo absurdo de la pregunta. A él siempre le preocupaba su propio pellejo.
—Podría pensarse que la Reina Araña hará una excepción con la Yor'thae y sus acompañantes respecto de las pruebas que han de pasar —dijo, en lugar de responder directamente a Quenthel.
—Todo lo contrario —intervino Danifae y se recogió el cabello detrás de las orejas.
Se puso la mano delante de la cara y observó un pequeño arácnido rojo con unas mandíbulas muy pronunciadas que avanzaba por sus dedos. Se arrodillo y le permitió saltar a una roca; sólo entonces vio Pharaun la gota de sangre que brotaba en su mano. El arácnido le había infligido un pinchazo. Ella ni siquiera había hecho una mueca de dolor.
Danifae se enderezó y dijo:
—Lloth se somete a las mismas leyes que impone a sus siervos, mago. —Al decirlo miró a Quenthel con una leve sonrisa en los labios—. Sólo los fuertes o los inteligentes sobrevivirán. Sólo quien sea ambas cosas podrá ser su Yor'thae.
Quenthel respondió a la antigua cautiva de guerra con una mirada heladora.
Volviendo a fijarse en Pharaun, Danifae prosiguió:
—En el caso de que Lloth eligiese a una sacerdotisa indigna como su Yor'thae, no me cabe la menor duda de que le sucedería algo desgraciado a esa candidata fallida. Y a sus acompañantes.
Quenthel tenía el látigo en la mano, las serpientes estaban ojo avizor.
—Entonces es mejor que elija bien —intervino Quenthel.
Las serpientes del látigo de Quenthel se soliviantaron y cinco pares de diminutos ojos rojos se clavaron en Danifae, brillantes por el odio. Quenthel inclinó la cabeza y asintió, como si las serpientes le hubieran hablado.
—¿Acaso no he elegido todavía? —preguntó Danifae con toda inocencia.
Los ojos de Quenthel relampaguearon, tal vez de ira contra sí misma por no haber sabido escoger mejor las palabras. Avanzó hacia Danifae y aplastó a la araña roja que Danifae acababa de depositar sobre la roca.
La sorpresa se reflejó en los ojos de Danifae, y ella retrocedió un paso. Incluso Jeggred pareció espantado.
—Matar a esa criatura maldita no es un crimen —dijo bruscamente Danifae, señalando a la forma retorcida que yacía en el suelo—, pero matar a una araña es una blasfemia.
Quenthel se mofó, y restregó su bota contra el suelo.
—No era una araña —dijo—. Sólo tenía la apariencia de araña. Así podía sobrevivir. Al menos por un tiempo. —Miró a Danifae significativamente—. Matar a los seres que pretenden ser más de lo que son está de acuerdo con la voluntad de Lloth.
Danifae apretó los labios en una mueca al ciarse cuenta del carácter insultante de las palabras de Quenthel. Sin decir una palabra se cubrió con la capucha de su capa, se dio la vuelta y se alejó. Jeggred miró fijamente a Quenthel y salió tras Danifae.
Quenthel sonrió. Pharaun se preguntó por qué dejaba vivir a Danifae a pesar de que su muerte no tendría consecuencias. La ex cautiva no pertenecía a ninguna de las casas de Menzoberranzan, y a Lloth le causaban deleite los duelos a muerte entre sus sacerdotisas.
—Vamos —lo instó Quenthel—. Nos esperan nuevos obstáculos.
En esas palabras encontró Pharaun la explicación de la conducta de Quenthel.
Si como parecía todo el plano de Lloth era una prueba, como habían asegurado ambas sacerdotisas, cabía esa posibilidad de nuevos desafíos, de peligros que podrían requerir aliados, incluso a la Yor'thae de Lloth. Quenthel no mataba a Danifae por la sencilla razón de que podría llegar a necesitarla más adelante.
Apuró el paso para seguir a su señora. Mientras dejaba atrás el lugar en el que Quenthel había estado detenida, vio a un pequeño arácnido muy similar al que la suma sacerdotisa había aplastado.
¿Había pretendido Quenthel sólo aplastar aquel arácnido?
No estaba seguro, pero las palabras que dirigió a Danifae sonaron en la cabeza del mago: «Matar a esas cosas que pretenden ser más de lo que son está de acuerdo con la voluntad de Lloth.»
«¿Quién es la pretendiente?», se preguntó.
Apartó su mente la pregunta y siguió andando.

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Mientras Larikal y Geremis se proponían encontrar la filacteria del lichdrow, Yasraena decidió que trataría de comprar para su casa la paz, o, si eso fallaba, tiempo.
Se sentó en el trono de piedra de su salón de recepciones —una estancia que Triel Baenre podía localizar fácilmente con un conjuro— y se aferró a la esperanza de que la madre matrona de la Primera casa respondería.
Concentró su pensamiento, asió con una mano el sagrado símbolo y pronunció las palabras. El conjuro le permitiría pronunciar y enviar a Triel Baenre un mensaje de no más de veinticinco palabras. Las barreras defensivas no lo impedirían porque el conjuro no hacía más que transmitir la voz del conjurador, pero no podía trasladar ni conjuros ni palabras de poder.
Cuando finalizó, pronunció el nombre de Triel para señalar al receptor y entonces recitó su mensaje.
—Madre matrona de Baenre, la madre matrona de Agrach Dyrr desea tratar esta situación. Estoy en el salón de recepciones de Dyrr. Se han desactivado las protecciones. Haga lo mismo. Clariaudiencia mutua.
Con esto, Yasraena pronunció la palabra desencadenante para desactivar las protecciones en el salón y tomó contacto telepáticamente con Anival a través del amuleto mágico que colgaba sobre su pecho.
¿Madre matrona?, respondió Anival.
Envía a uno de los magos de la casa al salón del trono, de los que son especialistas en adivinación. Ahora mismo.
Sí, madre matrona, respondió Anival, y la conexión se interrumpió.
Mientras Yasraena esperaba a que se presentase el mago de la casa, balanceó en su mano el símbolo sagrado y recitó las palabras de un conjuro menor que le permitió ver los efectos de las protecciones. Así, cuando el mago de la casa de Triel colocase un sensor de clariaudiencia en el salón del trono de Yasraena, ella lo sabría.
En el plazo de unos minutos, uno de los magos de la casa, Ooraen, recientemente graduado en Sorcere, traspasó la arcada que se abría en la pared opuesta a la del trono. Hizo un acto de sumisión y se apresuró a colocarse a un lado del trono.
—¿Cómo puedo servirte, madre matrona?
—Supongo que sabes formular un conjuro de clariaudiencia...
El mago asintió.
—Por el momento quédate a mi lado en silencio. Cuando te lo ordene, formularás el conjuro en el lugar que yo designe y me dejarás sola.
El varón hizo una reverencia y se quedó al lado del trono.
Yasraena tamborileó con sus dedos sobre el mango de su vara tentacular. Y esperó. Pasó cerca de una hora y empezó a impacientarse.
Un pequeño sensor mágico se materializó en el salón del trono, un globo rojo del tamaño de un puño que habría sido invisible de no haber sido por la visión aumentada de Yasraena.
—Lo estoy viendo, madre matrona Baenre —dijo Yasraena en dirección al sensor.
Ante la mención del título de Triel, Ooraen se sobresaltó. Yasraena se volvió hacia él.
—Formula tu conjuro de clariaudiencia en la sala de audición de la casa Baenre.
Yasraena sabía que Ooraen no había visto nunca el interior de la casa Baenre, pero eso no era un problema. Una adecuada descripción de la ubicación serviría.
Después de un instante de duda, Ooraen sacó de su capa un diminuto cuerno de metal, lo acercó a la oreja y recitó las palabras de su conjuro. Cuando lo completó Yasraena oyó la voz de Triel a través del sensor.
—Te saludo, Yasraena.
El hecho de que Triel la hubiese llamado por su nombre en lugar de utilizar su título era un desliz intencionado, pero Yasraena se tragó su rabia. Hizo señas a Ooraen de que abandonara el salón, y el mago salió volando hacia el pasillo.
—Saludos, madre matrona de Baenre —respondió Yasraena.
—¿Cómo le va a la casa Agrach Dyrr? —preguntó Triel, y Yasraena adivinó un tono sarcástico en su voz.
—Bien —respondió desafiante Yasraena—. A la casa Agrach Dyrr le va bien.
La risa de Triel llegó a través del sensor.
Yasraena la pasó por alto y siguió hablando.
—Madre matrona, establecí esta comunicación para que podamos concretar un acuerdo.
—¿De verdad? —preguntó Triel.
—De verdad —respondió Yasraena, y ya no perdió más tiempo con cortesías y circunloquios—. La alianza de la casa Agrach Dyrr con las fuerzas sitiadoras de Menzoberranzan la realizó en secreto el lichdrow. Cuando me enteré de ello, la conspiración ya estaba en marcha. A partir de ese momento me dediqué a desbaratar sigilosamente las repetidas conspiraciones del lichdrow. Ahora que su cuerpo ha sido destruido...
—Ahora que ha quedado patente que tu ambición supera a tus posibilidades —interrumpió Triel— quieres pedir la paz. ¿No es así, Yasraena?
Yasraena no pudo ocultar el tono airado de su propia voz.
—Malinterpretas mis palabras, madre matrona Baenre. Yo...
—No —la interrumpió Triel—.Tú tratas de confundirme. Quieres salvar tu casa cargando sobre el lichdrow tus errores. Aunque lo que me estás diciendo fuera cierto, no hace más que demostrar tu propia incompetencia para gobernar.
Yasraena apretó la vara tentacular con tanta fuerza que le dolieron los dedos. Se consumía de rabia y casi explotó. Casi.
—Tal vez haya algo de cierto en lo que dices —reconoció, poniendo el acento en «algo». Por eso quiero hacerte una oferta.
Silencio absoluto.
—Habla —respondió al fin Triel.
—La casa Agrach Dyrr se ha convertido en vasalla de la casa Baenre para los próximos quinientos años, y esta decisión será ratificada en el Consejo Rector. Mi casa saldrá de dicho consejo —temporalmente, dijo para sus adentros Yasraena— y entretanto estará bajo el mando y la protección de la casa Baenre durante el período de medio milenio. Mi casa y yo estaremos a tu disposición, madre matrona.
Yasraena sabía que la oferta era audaz. Hacía ya mucho tiempo que ninguna casa de la ciudad se había convertido en vasalla formal de otra. Pero no era algo insólito, y a ella no le quedaban muchas más opciones.
Se hizo un largo silencio durante el cual Yasraena contuvo el aliento. No había duda de que Triel estaba rumiando las alternativas.
—Tu ofrecimiento tiene ciertas posibilidades, Yasraena —dijo finalmente Triel.
Yasraena respiró hondo.
—Para demostrarme que eres sincera —prosiguió Triel— tendrás que destruir la filacteria del lichdrow.
Yasraena no hubiera esperado menos.
—Desde luego, madre matrona. Estoy tratando de localizarla, pero el cerco me lo pone muy difícil. Al igual que el inevitable intento del archimago, que doy por supuesto. Levanta temporalmente el sitio y mantén bajo control a tu hermano. Cuando yo tenga la filacteria volveré a ponerme en contacto contigo para proporcionarte la prueba de su destrucción.
—No seas insensata, Yasraena —dijo Triel soltando una carcajada—. Demostrarás tu disposición a ser vasallo de la casa de Baenre encontrando y destruyendo la filacteria a pesar del cerco a que está sometida tu casa por los Xorlarrin. Y si el archimago decide hacer caer tus defensas, tendrás que resistirte. Y si decides no resistir, ya sabes que lo que espera a tu casa es la destrucción.
Yasraena volvió a tragarse las palabras de rabia que afloraban a sus labios. Poco más podía hacer que aceptar.
—Tus condiciones son razonables —respondió rechinando los dientes.
—Me complace que las veas así —contestó Triel—. No vuelvas a ponerte en contacto conmigo, Yasraena, a menos que tengas las pruebas de la destrucción del lichdrow.
Con estas palabras la conexión quedó desactivada. Instantes después, el sensor del salón de recepciones de Yasraena se desmaterializó.
Yasraena se sentó en su trono y se concentró en sus pensamientos. Su mente se puso a maquinar a toda velocidad. Había jugado sus cartas, pero no estaba segura de cómo acabaría todo. Si encontraba la filacteria, no estaba segura de si debía cumplir los términos del acuerdo o guardarla hasta que el lichdrow pudiese reincorporarse. Una parte de ella deseaba fervientemente la destrucción para siempre del entrometido mago, pero la parte pragmática sabía que se debilitaría su casa, e incluso su posición dentro de ella, al matar al lichdrow. Sin embargo, quedar a merced de la casa Baenre...
Yasraena meneó la cabeza. Claro que no habría decisiones que tomar si su casa caía ante los Xorlarrin o Gomph Baenre encontraba la filacteria antes que ella. Se levantó y empezó a buscar a Larikal.

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Durante muchas leguas de camino reinó el silencio más absoluto mientras Pharaun y sus acompañantes recorrían el adverso trayecto entre las torres de piedra y el suelo yermo. El plano entero, incluso el aire, oponía resistencia y se tensaba, como si estuviera a punto de explotar.
A medida que pasaban las horas, el viento se hacía más fuerte, con ráfagas intermitentes tan violentas que Pharaun tenía que inclinarse hacia adelante para que no ser barrido. Las ráfagas aullaban entre las torres de piedra, hacían chirriar las telas de las arañas y levantaban nubes de arañas, suciedad, telarañas y piedras sueltas. Jeggred protegía a Danifae de las piedras con su voluminoso cuerpo. Pharaun se blindaba con su piwafwi mágico. Quenthel sonreía en medio de la tormenta, las arañas se amontonaban en su pelo y en su piwafwi.
Estaba en casa, se percató Pharaun, y se ajustó más la capucha de su capa para proteger la cara. La Yor'thae volvía a casa.
Las ráfagas se hacían más frecuentes y violentas con cada hora que pasaba. Una pedrea cada vez más potente de cantos rodados, telas de araña y arañas los azotaba, como una lluvia de proyectiles. Las telarañas extendidas sonaban cada vez más como el lamento agonizante de una criatura doliente. Pharaun apenas sabía algo de los fenómenos del clima de la superficie, pero incluso él se estaba oliendo una tormenta de aire.
—Tal vez deberíamos buscar un refugio —gritó para imponerse al ruido del viento.
—La fe es nuestro refugio, mago —le respondió Quenthel, cuyos cabellos revueltos por el viento se arremolinaban sobre su cara. Una pequeña araña negra se movía por su párpado en dirección a su nariz y luego a sus labios. Ella sólo sonrió.
Danifae echó hacia atrás la capucha de su capa y sacudió la cabeza como si estuviera oyendo algo. También en su cabello anidaban arañas rojas, y se paseaban por su cara.
—¿Puedes oírlo en el lamento, mago? —le gritó Danifae—. La Reina Araña nos dice que sigamos adelante. Sigamos.
Pharaun entrecerró los ojos, pasó la mirada de una a otra sacerdotisa y no dijo nada. No oía nada salvo el abominable crujido de las telarañas. Se preguntó cómo podía proporcionar un refugio la fe. El lo sabía bien. Había visto a un fiel de Lloth atrapado en una telaraña esperando a ser devorado. Ese era el refugio que proporcionaba la fe en la Reina Araña.
De modo que se mordió la lengua y siguió adelante, encorvado contra el viento y protegiéndose de los materiales en suspensión que lo herían. Pasó el tiempo; la fatiga embotó su mente y su cuerpo. La tormenta y los vientos siguieron azotándolos con el paso de las horas.
Cuando el cielo situado a su izquierda clareó lo suficiente para permitirles una visión clara del paisaje, decidieron llamar a esa dirección «este». A pesar de las seguridades que dio Quenthel a Jeggred de que el sol no los dañaría, Pharaun tuvo que entrecerrar los ojos, deslumbrado.
Hacia el oeste, tal vez a una distancia de otras seis jornadas a pie, se veían las montañas. Los enormes picos triangulares se elevaban a gran altura en el cielo, formando una pared de piedra negra con aristas tan afiladas, cortantes y puntiagudas como si fueran colmillos. Estaban coronados por casquetes de hielo rojo. También se veía un oscuro bloque de nubes tormentosas, tan espeso y tan negro como la sangre de un demonio, una tormenta como jamás podría haberla imaginado Pharaun. Pero lo peor era que avanzaba hacia ellos. Y sus heraldos eran el viento cortante y las telarañas gemebundas.
La hilera de almas, impasibles ante el viento racheado y la amenaza de la tormenta, descendía hacia la base de una de las montañas. Allí se reunían en un punto oscuro.
—La telaraña de Lloth y su ciudad están al otro lado de esas montañas —informó Quenthel a gritos para contrarrestar al viento y a los crujidos de las telarañas.
Danifae se recogió el pelo en la nuca y miró al lejano horizonte. La mirada de sus ojos recordó a Pharaun la de un profeta loco que había visto una vez en el bazar de Menzoberranzan.
—Todas las almas se están concentrando en la garganta que se ve en la base de las montañas —intervino Pharaun, que no estaba seguro de que todos la hubieran visto.
—No es una garganta —respondió Quenthel, cuya respuesta apenas se oyó por el ruido del viento.
No dijo más, y a Pharaun no le gustó la mirada obsesiva de sus ojos.
—Sale el sol —dijo Jeggred, velándose los ojos con una de sus enormes manos de lucha.
Pharaun se volvió para ver el halo de un pequeño globo rojo que se elevaba tímidamente por encima de la línea del horizonte oriental. Arrojaba menos luz que el plateado satélite nocturno del mundo superior cuando estaba en la fase llena. La luz del sol de Lloth formaba una línea clara en el paisaje, una frontera entre las tinieblas y la claridad, que las iba disolviendo a medida que el globo incandescente se elevaba más en el cielo. Era exactamente como había dicho Quenthel: la luz apenas molestaba.
Pharaun apartó la mano de los ojos y vio el primer amanecer de su vida.
Para sorpresa suya y gran alarma, observó que donde la tenue luz tocaba se producía un movimiento. En un primer momento, Pharaun pensó que la luz del sol provocaba la ondulación de la tierra, pero luego descubrió lo que realmente estaba pasando.
El plano estaba alumbrando arañas. Millones de arañas.
Arrastrándose, corriendo, pasaban de la oscuridad de sus grietas y cuevas a la luz, convocadas por el amanecer. Todas tenían ocho patas, ocho ojos y colmillos, pero ahí se acababan los parecidos. Algunas alcanzaban el tamaño de una rata, otras el de un rote, y un pequeño número eran realmente gigantescas. Algunas andaban a saltos, otras aparecían y desaparecían, otras más impulsaban sus cuerpos en forma de gota mediante largas pinzas o sobre patas como espadas, y aún había otras que saltaban para que las transportasen las ráfagas de aire.
A medida que se extendía la luz del sol por el paisaje, los pozos, túneles y agujeros que iluminaba vomitaban a sus arácnidos habitantes. Una pesada y compacta ola de arácnidos se movía por la tierra a medida que el sol avanzaba lentamente hacia su cenit. El suelo se movía a paso lento.
La luz venía hacia ellos, que la miraban sumidos en un silencio atemorizado.
Pharaun había vivido entre arañas toda su vida, pero jamás había visto nada semejante a la hirviente y movediza masa de arácnidos que estaba empezando a tapizar la superficie del plano. Cubrían todas las superficies bañadas por el sol como una hormigueante manto de pacas, ojos y cuerpos peludos.
En un primer momento apenas se vio nada más que la claridad. Las arañas que emergían de sus agujeros parecían conformarse con ocupar un lugar bajo aquella luz. Pero muy pronto, primero una, luego otra, más tarde cien, después un millón de arañas se atacaron unas a otras y devoraron a las caídas. La matanza siguió a la línea de la luz al menos durante unos cien pasos, y luego la superficie del plano explotó en una masa caótica y burbujeante de colmillos, pinzas, que lo mordían, lo cortaban y lo rasgaban todo. Silbidos, chillidos, chasquidos y el sonido de los cuerpos destripados llenaban el aire con un fragor de sonidos que continuó hasta mucho después de ponerse el sol. Las rocas estaban sembradas de patas amputadas; gigantescas carcasas se agitaban y sangraban; los jugos serosos empapaban la tierra.
Era una matanza sin sentido, la locura hecha carne, el caos materializado.
Lloth debía estar sonriendo.
Pharaun pudo ver con toda claridad que nada que cayera en medio de ese condenado tumulto tendría la menor posibilidad de sobrevivir. Echó una mirada bajo sus pies y vio pozos y agujeros, como bocas abiertas, que los rodeaban por completo. Incluso por encima del ruido del viento podía oír el correteo de los pies que salían de ellos, el ávido chasquido de los colmillos, el runrún de las patas sobre la piedra. Con su ojo mental veía otro millón de arañas acechando en la oscuridad de los agujeros, esperando el toque de los débiles rayos solares para librarse de sus prisiones subterráneas. Pharaun no tenía ni la menor idea de cómo una ecología como aquella se podía sustentar a sí misma, y no le preocupaba lo más mínimo. Aunque había nacido en una ciudad donde las matanzas eran el pan de cada día, aquel nivel de violencia se le hacía repulsivo.
Y muy pronto estarían metidos de lleno en ella. El sol seguía elevándose en el cielo y cada vez estaba más cerca la luz.
—Alabada sea la diosa —dijo Quenthel con voz arrebatada.
El viento se arremolinaba, pegando sus ropas al cuerpo. Las telarañas gemían. Pharaun pensó que la sacerdotisa Baenre debía haber perdido la razón.
Danifae se bajó la capucha para saludar al sol, sin mostrar disgusto por las arañas que salían de sus cubículos. Pharaun contó no menos de siete diminutas arañas rojas que se movían por sus cabellos.
—¿Es que no vamos a hacer otra cosa que quedarnos aquí y esperar? —preguntó elevando la voz para sobreponerse al ruido.
No obtuvo respuesta de ninguna de las dos sacerdotisas, y decidió conformarse con eso.
—¿Estás asustado? —preguntó Jeggred con una falsa sonrisa.
Pharaun no hizo caso al draegloth y activó mentalmente el poder de su anillo de vuelo. Con una orden silenciosa, se elevó una cuarta del suelo sin que nadie lo notara. Si las sacerdotisas tenían un plan, estaría de acuerdo. En caso de que no lo tuvieran, no veía la necesidad de quedarse pegado al suelo a la vista de la locura imperante.
Los cuatro observaban cómo la luz y la violencia avanzaban inexorablemente hacia ellos. Cuanto más se acercaban, más ruidoso, más violento, más acuciante se volvían el runrún y los chasquidos provenientes de las cuevas y pozos que tenían a su alrededor. Los arácnidos allí alojados presentían que se acercaba la luz.
Jeggred respondía a todos esos sonidos con un profundo ronroneo. Se situó por delante de Danifae y se agachó preparándose para la lucha. Las sacerdotisas ni siquiera echaron una mirada al suelo que pisaban. Sólo tenían ojos para la carnicería que se avecinaba.
Pharaun decidió volver a intentarlo.
—Señora —se dirigió a Quenthel—, ¿no sería prudente buscar un refugio?
Quenthel lo miró de reojo.
—No, mago. Debemos quedarnos y ser testigos.
Se sacó el sagrado símbolo de Lloth que colgaba de su cuello, un disco de azabache incrustado con amatistas simulando una araña. Las serpientes de su látigo se habían erguido y observaban la aproximación de la oleada de arañas. Quenthel entonó una plegaria, cuyas palabras ni siquiera Pharaun pudo comprender.
El mago se tragó la cortante respuesta que le vino a la cabeza, contento de poder levantar vuelo siempre y cuando lo necesitara.
Danifae apoyó su mano en el lomo peludo de Jeggred.
—Es el Hostigamiento —dijo sin dirigirse a nadie en particular, recordando las palabras que había pronunciado la criatura devoradora de almas que Pharaun había cogido prisionera. En el tono de su voz se percibía el miedo.
Pharaun no se preocupó de cómo se llamaba. Sólo sabía que muy pronto los alcanzaría la luz del sol, que alumbraría los pozos que los circundaban y que...
Se imaginó enterrado bajo una montaña de cuerpos hinchados, patas articuladas, mandíbulas y aquellos ojos inolvidables.
Quenthel y Danifae parecían haber entrado en una ensoñación, tal vez una locura temporal. Ambas sostenían en sus manos sus propios símbolos sagrados; en ambas se traslucía la salvaje e inequívoca expresión de estar en éxtasis.
Pharaun sabía que las arañas comunes respondían a las órdenes de las sacerdotisas, pero lo que no sabía era si los arácnidos nativos de los pozos lo harían. Además, los poderes de las sacerdotisas estaban mermados. No podían hacerse obedecer por millones de arañas ¿o sí?
A Pharaun la situación le gustaba cada vez menos. Buscó en su piwafwi y sacó una bola de guano de murciélago empapada en sulfuro que sostuvo entre el pulgar y el índice, por si acaso. En circunstancias normales, no se le hubiera ocurrido ejercer violencia contra las criaturas de Lloth, al menos en presencia de sus sacerdotisas, pero si había que elegir entre matar arañas o quedar enterrado bajo una montaña de cuerpos peludos, la elección estaba muy clara.
Ahora esperaba, todo lo preparado que podía estar dadas las circunstancias.
La luz solar abarcaba una porción cada vez mayor del paisaje rocoso, alumbrando cada vez más arañas y cada vez más cerca...
Cuando llegó hasta ellos, todo a su alrededor explotó. Miles de arañas salían a borbotones de sus agujeros como sale el vapor de una probeta calentada a fuego directo, silbando y chasqueando. De un largo túnel que se abría a la derecha de Pharaun salían en tromba masas de patas peludas de arañas del tamaño de un rote, cinco, diez, veinte. El corazón del mago le golpeaba violentamente contra las costillas. Las criaturas no tenían un cuerpo propiamente dicho, ni cabeza. Sólo eran una masa compacta y repugnante e intrincada de patas, cuyo tamaño sobrepasaba la altura de Pharaun, y ocho de las cuales terminaban en una afilada garra córnea tan larga como el antebrazo del mago.
—Las chwidencha —dijo Pharaun—. Cuarenta o más.
Las chwidencha —él había oído llamarlas «horrores con patas»— habían sido drows en algún momento, o tal vez almas de drows, pero le habían fallado a Lloth, y ésta como castigo las había transformado en esas formas contrahechas. La Red de Pozos Demoníacos no le parecía a Pharaun un paraíso para los fieles de la Reina Araña. Más bien parecía una prisión para los que le habían fallado.
Los rápidos y ondulantes movimientos de las chwidencha bastaban para provocarle náuseas a Pharaun. Racimos imposibles de largas patas entrelazadas, como si fueran nidos de víboras, saludaban agitadamente la luz roja del amanecer.
Aunque no tenían ojos para ver, las chwidencha percibían al instante a sus compañeras. Cuarenta bocas, o tal vez más, emitían sordos silbidos a través de orificios escondidos bajo las patas.
—Ya las veo, maestro Mizzrym —respondió Quenthel, dándose la vuelta, pero su voz no reflejaba la seguridad de hacía unos momentos.
Los miles de arañas que brotaban de los agujeros que rodeaban al grupo no se acercaban a las chwidencha y evitaban molestarlas, creando así una pequeña isla de cordura en medio del caos.
Los condenados de Lloth parecían imponer cierto respeto, o al menos miedo.
Con alarmante velocidad y coordinación, las chwidencha formaron un círculo en torno a los cuatro viajeros, quedándose a unos diez pasos. Los cuatro cerraron filas retrocediendo unos pasos, fruto de un acto reflejo. Pharaun recordó las palabras de su conjuro de la bola de fuego, pero decidió no formularlo. Cruzó la mirada con Quenthel, pero no pudo interpretar su cara. El pecho de Jeggred se inflaba y se desinflaba ostensiblemente, y tenía extendidas las garras de lucha.
En el exterior del anillo formado por los condenados de Lloth, las arañas que habían subido a la superficie siguieron allí un momento, como gladiadores que estuvieran reuniendo fuerzas. Luego las asaltó la compulsión de matar, y estalló la violencia. Miles y miles de arañas se libraron a una orgía de mutilación y canibalismo. El aire de la mañana se saturó de chasquidos, silbidos y chirridos. El suelo vibraba por los efectos de una violencia tan intensa.
Dentro del anillo la tensión iba a más. Las patas de las chwidencha se movían de una manera nauseabunda, como si estuvieran agitadas o se comunicasen. Aunque no tenían ojos, Pharaun tenía muy claro que las chwidencha los estaban mirando. Sentía el peso de sus miradas, la hondura de su malicia, la intensidad de su odio.
—Bueno... —empezó diciendo.
Ante el sonido de su voz, las chwidencha silbaron al unísono. Las patas menores, que surgían de lo que deberían haber sido sus rostros, se retorcieron, se agitaron, y se apartaron dejando a la vista sus bocas, cuyo tamaño era mayor que la cabeza de Pharaun, provistas de afilados colmillos. De esos mismos colmillos, largos como dedos, brotaba un veneno espeso y amarillo.
—No haremos daño a ninguna de las hijas de Lloth —dijo Quenthel dirigiéndose a todos.
Pharaun pudo comprobar que Quenthel estaba sudando tanto como él, pero su voz era tranquila.
—Estas son más bien hijastras —respondió Pharaun al tiempo que repasaba mentalmente su lista de conjuros.
—No son ni una cosa ni la otra para Ella —intervino Danifae, alzando su símbolo sagrado—. Éstos son sus condenados.
A la vista del símbolo característico de Lloth, el grupo de las chwidencha emitió un chillido de alta frecuencia que hizo que a Pharaun se le pusieran los pelos de punta. Todas a una experimentaron espasmos de rabia, mientras sus patas se retorcían y vibraban. Las garras que remataban sus patas arañaron la roca y Pharaun no quiso ni imaginarse lo que podrían hacer con la carne.
—No parecen ser muy religiosas, señora Danifae —apuntó Pharaun.
Danifae no bajó su símbolo.
El viento se arremolinó, hizo gemir las telas de las arañas con un sonido que momentáneamente se impuso a la barahúnda del Hostigamiento.
Pharaun llegó al convencimiento de que todo ese plano estaba enloquecido. Las sacerdotisas estaban locas, y él mismo estaba loco.
Las chwidencha respondieron a la canción de las telarañas con otro chillido coral. De tal suerte que Pharaun dejó de pensar en el aspecto que presentaban sus bocas abiertas cuajadas de colmillos.
—Señora —se dirigió a Quenthel—, ¿no podrías poner fin al diálogo con estas criaturas? Creo que tienen una conversación muy pobre. ¿No te parece, señora Danifae?
En ese momento, Quenthel se dio la vuelta y lo fulminó con la mirada. Danifae sonrió.
Quenthel levantó su símbolo de azabache hacia las chwidencha, con idéntico gesto que Danifae y consiguiendo una respuesta similar.
El veneno empezó a gotear sobre el suelo. Y se fue formando un enorme charco. Más silbidos fueron la respuesta definitiva a los gestos de ambas.
—¡Marchaos, condenados de Lloth! Somos súbditos de la Reina Araña por su voluntad. No podréis cerrarnos el camino.
—¡Volved a vuestros agujeros! —las condenó Danifae, enarbolando su propio símbolo.
De ambas sacerdotisas se desprendió una oleada de poder divino.
Pharaun esperaba ver cómo las chwidencha daban la vuelta y salían corriendo hacia sus túneles, pero aquellos horrores con patas no se alejaron. Las órdenes de las sacerdotisas provocaron nuevos silbidos; las patas se retorcieron y sacudieron. Al unísono, las chwidencha dieron un lento paso hacia adelante, y el círculo se estrechó.
Mientras Danifae lucía una inexplicable sonrisa, la expresión insegura de Quenthel reveló a Pharaun todo lo que necesitaba saber.

Resurrección [Libro 6] - La Guerra De La Reina Araña - Reinos Olvidados Where stories live. Discover now