🕷️ CAPITULO 7🕷️

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Nimor observaba las ruinas humeantes de Ched Nasad desde el balcón agrietado de lo que otrora había sido una lujosa y noble mansión.
Las protecciones estructurales de la casa la habían salvado de la destrucción cuando se había desplomado hasta el fondo del abismo, pero a pesar de todo yacía maltrecha y ladeada sobre el suelo rocoso.
La mayor parte de Ched Nasad estaba en ruinas. Montones de escombros yacían dispersos por el fondo del abismo como las lápidas mortuorias de una raza de titanes. Antes, la ciudad estaba suspendida sobre la sima sobre gruesas telarañas calcificadas. En el fragor de la batalla las telarañas se habían quemado bajo las bombas grises de piedra incendiaria y la ciudad había caído.
Nimor sonrió ante tamaña destrucción. Había regresado de Chaulssin para observar una vez más lo que había provocado su gente.
Por encima de su cabeza todavía quedaban las escasas telarañas de la ciudad que habían sobrevivido a las bombas del ataque de los duergar. Quedaban algunos edificios intactos en los hilos rotos, calcificados como moscas atrapadas y balanceándose indefensos sobre el abismo. Un puñado de casas nobles menores, construidas en las paredes de la sima más que en las telarañas, habían sobrevivido en condiciones bastante aceptables.
Nimor sabía que el Jaezred Chaulssin había empezado a reconstruir la ciudad según sus propósitos. Los drows al servicio del Jaezred Chaulssin trabajaban en el fondo del abismo, a lo largo de las paredes y en las telarañas que aún quedaban cerca de la parte superior. El aleteo de un dragón de sombra se oyó como un murmullo en las profundidades de la caverna, y muchos de los edificios en ruinas que yacían en el fondo de la sima ya habían empezado a insinuarse en el Linde de la Sombra. Unas nubes aceitosas, impenetrables de oscuridad, cubrían como un sudario las zonas que existían simultáneamente en ambos planos.
Nimor sabía que la transformación llevaría décadas, incluso siglos tal vez, pero cuando estuviera terminada, Ched Nasad sería otra Chaulssin. La Ched Nasad resucitada sería una ciudad drow donde no quedarían ni vestigios de la Reina Araña ni de sus servidores.
Nimor sonrió, pero sin demasiada alegría. El regusto amargo de su fracaso no se había disipado todavía y superaba a cualquier satisfacción que pudiera sentir. Lo que él había deseado era ver transformada no sólo Ched Nasad sino también Menzoberranzan.
Miró el anillo mágico de sombra que llevaba en el dedo, un aro negro, líquido, que rodeaba su dedo como un áspid diminuto. De sus muchos artilugios mágicos, sólo su anillo y el broche de su casa habían conservado sus poderes después de que Gomph Baenre le formulara uno de sus conjuros durante su enfrentamiento en el bazar de Menzoberranzan. Nimor todavía no había repuesto ninguno de los objetos perdidos. Consideraba su pérdida un castigo por su fracaso.
Menzoberranzan. Veía la ciudad mentalmente, la imaginaba en ruinas en torno a él como Ched Nasad.
Apartó la imagen de su cabeza. Menzoberranzan resistía, y Lloth había vuelto. Nimor había fracasado y ya no era el Espada Ungida.
Suspiró, dando vueltas en el dedo al anillo.
El abuelo patrono Tomphael había ordenado a Nimor volver a Ched Nasad y a Menzoberranzan una última vez para que viera la escena del éxito del Jaered Chaulssin y la escena de su propio fracaso.
Nimor, por supuesto, obedeció.
Además, había asuntos en Menzoberranzan, sencillo uno, semidemoníaco el otro, que requerían su atención.
—Esto sí que es un éxito —se dijo Nimor echando una última mirada a su alrededor—. Ahora veamos el fracaso. —Sin más, Nimor invocó el poder de su anillo de sombra para que lo llevara al Linde. Cuando la magia surtió efecto, las ruinas de Ched Nasad desaparecieron y fueron reemplazadas por una visión fantasmagórica de las mismas. Sólo aparecían con claridad las partes de la ciudad que habían sido retiradas al Plano de Sombra.
Nimor abrió con su voluntad un sendero hacia Menzoberranzan. Se puso en camino, abriendo las alas y elevándose por el aire. Sin la limitación de las normas físicas del Plano del Magma Primarlo, el Linde de la Sombra permitía un rápido desplazamiento. Franjas vertiginosas de sombra pasaban a los lados de Nimor y también a través de él. El poder del anillo y la naturaleza del Linde transformaban un viaje de varios días en un recorrido de menos de una hora.
En ese momento se encontraba en la correspondiente en la sombra de Menzoberranzan, una imagen fantasmal, muerta, de agujas, torres y estructuras estalagmíticas. Con un esfuerzo de su voluntad, atravesó el velo entre el Linde y el Magma Primario y se encontró flotando en la oscuridad, cerca del techo de la caverna de Menzoberranzan. La negrura lo envolvió, volviéndolo invisible incluso para los ojos expertos de cualquier drow que pudiera estar observando. Se quedó contemplando su fracaso.
El Jaezred Chaulssin había examinado la ciudad para hacer un registro de los acontecimientos, incluso los posteriores a la huida de Nimor. Este sabía lo que había revelado esa investigación: las fuerzas que él había dirigido tan meticulosamente para conquistar Menzoberranzan estaban en desbandada.
Vhok y su Legión Flagelante estaban empezando a replegarse, librando combates en su retirada. No cabía duda de que los tanarukks huirían hacia sus madrigueras con sus pellejos intactos, aunque sin dignidad. Horgar y sus ridículas fuerzas duergar no tendrían tanta suerte. Los duergar habían abandonado la roca de Tier Breche tras convertirla en un lugar acribillado, fundido, ennegrecido, pero que había resistido. Melee-Magthere, Arach-Tinilith y Sorcere seguían en manos de los menzoberranos. Allí todavía continuaba la batalla. Las explosiones y las ráfagas de energía mágica daban idea de la ferocidad de la lucha que tenía lugar allí. Nimor sabía de su inutilidad. Lloth había vuelto y la oportunidad de conquistar la ciudad se había perdido. La Reina Araña una vez más respondía a las plegarias de sus sacerdotisas y cuando Arach-Tinilith enviara a sus hijas como refuerzo de las fuerzas menzoberranas, con sus conjuros recientemente recuperados, los duergar serían aniquilados. Pocos conseguirían abandonar Menzoberranzan. A diferencia de Vhok, Horgar era demasiado ciego o demasiado tonto para verlo.
Nimor dejó que sus ojos se demorasen en la alta planicie de Tier Breche, en especial en las altísimas agujas de Sorcere. Sabía que allí dentro, en algún lugar, estaba Gomph Baenre. Pensar en el archimago hacía que a Nimor le hirviera la sangre. Gomph había destruido al lichdrow Dyrr y el bazar era todavía una ruina humeante como consecuencia del combate de conjuros que se había librado allí. Esto había sido decisivo para abortar la invasión y Nimor lo odiaba y respetaba al mismo tiempo.
Nimor batió las alas y miró hacia la derecha, hacia la gran aguja de Narbondel. Su base lucía roja en la oscuridad, como un faro desafiante que proclamaba ante toda la Antípoda Oscura que Menzoberranzan seguía en pie. Nimor se preguntaba si el propio Gomph Baenre había encendido las hogueras del faro.
Sorpresiva y repentinamente, Nimor perdió su control emocional. Una oleada insufrible de frustración lo invadió. Apretó los puños y reprimió el rugido que amenazaba con escapar de su garganta.
Había luchado bien, había planeado su estrategia con maestría y había estado a punto, a un pelo de rote, de conquistar la más poderosa ciudad drow de la Antípoda Oscura. El trofeo de Ched Nasad habría empalidecido comparado con la joya de una Menzoberranzan conquistada.
Por supuesto, sabía que estar a punto no era suficiente, que casi era un pobre sustituto del éxito, tanto para él como para el Jaezred Chaulssin. Casi no le servía para nada. Ese casi le había hecho perder su lugar de honor como el Espada Ungida del Jaezred Chaulssin.
Ésa era la lección que el abuelo patrono había querido que aprendiera al volver: Nimor tenía que saborear el fracaso, tenía que atragantársele para que nunca volviera a repetirse. Una incipiente humildad arraigó en él y atemperó su habitual arrogancia.
Prometiste eliminar de Menzoberranzan la peste de Lloth, le había dicho el abuelo patrono. ¿Lo has hecho?
Nimor había contestado sinceramente: no lo había hecho. Sólo había estado a punto de hacerlo, y el amargo sabor de ese a punto, casi lo ahoga.
Habrá otras oportunidades, dijo Tomphael, si adquieres sabiduría.
«Lección aprendida, Tomphael», pensó Nimor.
Fijó la mirada en Tier Breche, donde la lucha mantenía toda su crudeza, en la tranquila Donigarten, donde los soldados drows pululaban bajo los hongos gigantes. Pensó en Horgar, en los fracasos de los pequeños princeling...
Nimor también tenía una lección que enseñar. Horgar sería su discípulo.
Con la decisión tomada, miró a Menzoberranzan por última vez. Contempló las altísimas y elegantes agujas, las altas torres, la sinuosa arquitectura de las grandes casas solariegas, todo ello silencioso testimonio de la insoportable arrogancia de los menzoberranos. Tal vez también ellos habrían aprendido a atemperar su arrogancia.
O tal vez no.
Nimor miró la ciudad y a regañadientes le dedicó una respetuosa reverencia.
Lo había vencido.
Esta vez.
Con un pequeño ejercicio de voluntad, se internó en el Linde de la Sombra.

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El pozo de las chwidenchas descendía una lanzada antes de acabar en una cámara redonda desde la cual partía un ancho túnel horizontal. Antiguas telarañas cubrían las paredes, y había cáscaras quitinosas de arañas desmembradas por doquier, sin duda restos de la comida de las chwidenchas. Jeggred las separaba con el pie con aire ausente. El aire olía a moho y a podredumbre.
Pharaun se posó en el suelo junto a Quenthel y el látigo de la sacerdotisa le mostró todas sus lenguas.
Danifae y Jeggred estaban apartados y los miraban. Danifae acariciaba con los dedos su símbolo sagrado.
Pharaun no pudo dejar de pensar que no todos volverían a la superficie. Como medida de precaución llevaba todavía una pizca de hongo desmenuzado en la mano.
—El túnel está sellado por encima de nosotros, señora —dijo dirigiéndose a Quenthel.
Ella asintió y miró el túnel horizontal.
—Seguiremos un poco más adelante hasta encontrar un lugar más adecuado para descansar —dijo.
Nadie protestó y Quenthel se puso en marcha. El resto la siguió. El túnel era lo suficientemente ancho para que los cuatro pudieran caminar codo con codo y eso fue exactamente lo que hicieron. Ninguno quería dar la espalda a los demás.
De vez en cuando el túnel se abría en ramificaciones que se internaban en la oscuridad. Pharaun se preguntó si todo el plano de Lloth estaría perforado por túneles subterráneos y tendría una Antípoda Oscura propia. Pensó que cabía la posibilidad de que hubieran escapado a las chwidenchas y al Hostigamiento para enfrentarse a algo todavía peor.
Por el momento no había nada, pensó, pero mantuvo el oído alerta a cualquier ruido.
Lo único que oía era la respiración de Jeggred y el ruido de sus botas al pisar por la roca. El draegloth apartaba con el hombro las carcasas que encontraban a su paso, pero no encontraban nada vivo. Daba la impresión de que el túnel estaba vacío.
Al poco tiempo llegaron a otra cámara más o menos redonda con más cáscaras quitinosas desecadas y con conchas de chwidenchas vacías. Las conchas, tan finas como el pergamino, parecían docenas de fantasmas de chwidencha. Jeggred cogió una de ellas por la pata y toda la concha se le deshizo en la mano.
Había pequeños charcos de ácido verdoso dispersos por la cámara que despedían humo y un olor desagradable. Una arcada natural en el otro extremo de la cámara daba paso a otro túnel importante.
—¿Tal vez aquí, señora? —propuso Pharaun—. Este lugar es fácil de defender —al menos de las chwidenchas, pensó—, y un descanso me daría ocasión de estudiar mis libros de conjuros y de reponer los que he formulado ya.
Y también sabía que un descanso permitiría a las sacerdotisas, tras una breve Ensoñación, refrescar sus propios conjuros de Lloth. El podría beneficiarse de uno o dos de los conjuros curativos de Quenthel.
Quenthel lo miró con frialdad y desdén, evidentemente molesta por el hecho de que hubiera hecho otra «sugerencia».
—Este lugar es tan bueno como cualquier otro —dijo—. Podremos comer y rezar a Lloth.
Vista la falta de oposición, Pharaun encontró una roca adecuada y se recostó sobre ella.
—Jeggred hará la primera guardia —dijo Quenthel.
Mientras deshacía los restos de otra chwidencha, el draegloth miró a Danifae, que le dio su aquiescencia.
—Está bien —dijo Jeggred a Quenthel y atravesó la cámara para ocupar una posición junto a la boca del túnel que se abría ante ellos.
Quenthel se lo quedó mirando con gesto de enfado.
—Ahí no, sobrino —dijo cuando pareció haberse situado—. Adéntrate un poco en el túnel. No sirve de nada enterarse del peligro cuando uno ya lo tiene encima.
Jeggred respondió con un gruñido de irritación y volvió a mirar a Danifae. La antigua prisionera de guerra vaciló.
—¿Te preocupa quedarte sola conmigo? —le preguntó Quenthel deslizando cierto desdén en el comentario.
Danifae la miró con desafío.
—Todavía está por verse el motivo por el que debería preocuparme —respondió.
Quenthel sonrió. Manteniendo la atención de Danifae fija sobre ella, hizo un gesto a Jeggred.
—Ya puedes irte, sobrino —dijo.
Jeggred no se movió hasta que Danifae le indicó chasqueando los dedos que entrara en el túnel.
—No estaré lejos —advirtió Jeggred para que todos tomaran nota.
Incluso cuando Jeggred ya se había internado en el túnel, Quenthel siguió mirando a Danifae. Esta hizo como que no la veía y con gesto estudiado se puso a examinar sus heridas, sacudió su indumentaria y se fue quitando sus prendas y demás hasta quedar en una guerrera y unas mallas muy ajustadas. Los arañazos, cortes y magulladuras de la batalla marcaban su piel pero en nada mermaban su atractivo.
Pharaun quedó impresionado una vez más por el cuerpo de la mujer. Los hombres habían luchado y muerto por cosas mucho menos hermosas que las formas de Danifae.
Era una pena que tuviera que morir, y cuanto antes mejor.
Después de un rato también Quenthel empezó a ocuparse de sí mientras sus serpientes no perdían de vista a Danifae. Pharaun se tomó aquello como una tregua y también se acomodó.
Cada uno de ellos se puso a descansar lo más lejos de los demás que permitían las dimensiones de la cámara, manteniendo la espalda pegada a la pared cubierta de telarañas del túnel. Comieron en silencio de las provisiones que Valas Hune les había conseguido hacía ya tiempo y se dedicaron a cavilar entre las mudas de las chwidenchas.
Para mantenerse ocupado, Pharaun hizo inventario de sus componentes para conjuros y los organizó en los muchos bolsillos de su piwafwi. Después sacó uno de sus libros de conjuros de viaje del espacio extradimensional contenido en su petate y repuso los conjuros que había usado, memorizando las palabras arcanas de los nuevos conjuros. Por si tenía que usar su magia contra Jeggred y Danifae, escogió sus conjuros con cuidado.
Cuando terminó, las dos sacerdotisas habían cerrado los ojos y se habían sumido en la Ensoñación. Pharaun supuso que ambas habían formulado subrepticiamente conjuros de alarma que las advirtiesen en caso de que alguien se aproximara demasiado. El mago activó su anillo de Sorcere y vio el suave resplandor rojizo de un conjuro de protección en el área que circundaba a ambas sacerdotisas. Sonrió.
Pensó que para ser criaturas del caos los drows eran muy previsibles.
A diferencia de su señora, las serpientes del látigo de Quenthel se mantenían despiertas y alertas. Dos de ellas, a las que Pharaun creyó identificar como K'Sothra e Yngoth, se desplegaron y mantuvieron los ojos fijos en el túnel en el que montaba guardia Jeggred. Otras dos vigilaban a Danifae, mientras que otra, Qorra, no perdía de vista a Pharaun.
Algo ofendido por no merecer la vigilancia más que de una serpiente, Pharaun le sacó la lengua a Qorra, gesto que ella imitó.
Pharaun no le hizo el menor caso, estiró las piernas y se acomodó en la roca. Estaba cansado, pero todavía no estaba preparado para sumirse en la Ensoñación. Durante un rato estuvo observando cómo subían y bajaban los pechos de Danifae. No se permitía fantasear demasiado con ella, ya que sabía hasta qué punto se aprovechaba de la lujuria masculina. Además, que Quenthel acabase con ella era sólo cuestión de tiempo.
Por fin Pharaun decidió que también él debía dedicar una o dos horas a la Ensoñación, pero no sin antes formular un conjuro de protección sobre su persona similar al de las sacerdotisas. Lo avisaría en caso de que alguna criatura se acercase a menos de cinco pasos.
Precisamente cuando empezaba a susurrar las palabras arcanas del conjuro, Pharaun sintió un cosquilleo mental que le resultaba familiar. Lo reconoció enseguida y un cosquilleo más intenso recorrió todo su cuerpo. Abortó el conjuro, gratamente sorprendido de que la semisúcubo hubiera conseguido seguirlos hasta allí.
Bien hallado, maestro Mizzrym, ronroneó Aliisza con una voz mental que acariciaba su cerebro como el terciopelo.
Muy a su pesar, Pharaun sonrió como un aprendiz de primer curso al sentir el sutil toque de la mente de ella en la suya. Aunque sabía que Aliisza tenía sus propios motivos para seguirlos, no podía negar que lo halagaban sus atenciones.
Aliisza, querida mía, proyectó a su vez. La verdad, siempre nos encontramos en los lugares más extraños.
Son éstos tiempos extraños, queridísimo Pharaun, respondió Aliisza. Y los tiempos extraños hacen extraños compañeros de lecho.
Sólo cabe esperar, respondió el mago ensanchando aún más su sonrisa.
La serpiente que lo vigilaba emitió un bisbiseo al notar su sonrisa. Pharaun dejó que ésta se borrara de su cara, se volvió y fijó la vista en un punto más allá de la serpiente.
A un tiro de piedra dentro del túnel vio el contorno del cuerpo musculoso de Jeggred. El draegloth estaba en cuclillas, observando el túnel de espaldas a Pharaun, y su cuerpo subía y bajaba acompasadamente con la respiración. Pharaun no sabía si el draegloth estaba dormido o despierto. A diferencia de los drows, Jeggred necesitaba del sueño real.
Tanto Quenthel como Danifae estaban sumidas en la Ensoñación, aunque ambas mantenían un gesto desdeñoso. Pharaun observó con satisfacción que sólo tendría que ocuparse de las serpientes del látigo de Quenthel.
Las sacerdotisas a las que acompañas descansan intranquilas, dijo Aliisza.
Es una característica de su raza, respondió, tan sarcástico como siempre.
Sólo necesitan que algo las relaje primero, dijo ella.
¿Algo que las relaje?, respondió Pharaun fingiéndose ofendido.
Aliisza se rió.
¿Qué significa Yor’thae?, preguntó.
La pregunta hizo que Pharaun se sobresaltara, pero su larga práctica permitió que ni su rostro ni sus pensamientos lo reflejaran. ¿Cómo era posible que Aliisza supiera algo de la Yor'thae?
Percibiendo al parecer su agitación, la serpiente que vigilaba a Pharaun emitió un siseo. Pharaun hizo como si no hubiera oído y se acomodó mejor sobre la piedra.
¿Cómo conoces esa palabra?, preguntó.
Aliisza dejó que sus dedos mentales acariciaran el cerebro del mago.
Resuena por todos los Planos Inferiores. Está en el viento, en los gritos de las almas torturadas, en la corriente del agua en ebullición. ¿Qué significa, corazón mió?
Pharaun no tenía oídos más que para la astucia habitual de su tono y respondió sinceramente.
Yor'thae significa «la Elegida de Lloth».
Vaya, dijo Aliisza. ¿Y cuál de ellas es, la guapa o la corpulenta del látigo?
Pharaun sólo pudo menear la cabeza.
Tal vez no sea ninguna de las dos, dijo la semisúcubo.
Pharaun no hizo ningún comentario, aunque la observación lo había desasosegado. Las palabras eran un reflejo demasiado fiel de lo que pensaba. Decidió cambiar de tema.
¿Dónde estás?, preguntó.
Soy invisible. Mira a tu alrededor y encuéntrame, respondió ella con una sonrisa mental. Si lo consigues, tendrás un premio.
Con un simple ejercicio de voluntad, Pharaun ajustó su vista para ver objetos y criaturas invisibles, un efecto que había incorporado a su persona con carácter permanente. Con aire despreocupado, para no alarmar a la serpiente del látigo que no le perdía ojo, miró hacia el túnel opuesto a aquel en el que montaba guardia Jeggred. Allí la vio.
Tú ganas, dijo ella.
Aliisza estaba apoyada con aire sugerente contra la pared del túnel, con la espalda arqueada, los brazos hacia atrás y sus alas de murciélago plegadas para realzar su cuerpo esbelto, las curvas sensuales de sus pequeños pechos, sus largas piernas, la línea de sus caderas. Las largas trenzas de ébano le caían sobre la espalda. Lo estaba mirando y le sonreía. Pharaun encontró sus pequeños colmillos más atractivos de lo que hubiera querido admitir.
Bienvenida, señora mía, dijo el mago. Sólo tardaré un momento.
No es propio de un caballero hacer esperar a una dama —dijo con voz sonriente—. Tendrás que compensarme por ello.
Te lo repito, Aliisza, respondió, hay que esperar.
Su voz sonaba juvenil y sensualmente provocativa. A Pharaun le resultó excitante. Miró a la serpiente que lo observaba y que volvió a mostrarle la lengua.
Se recostó en la piedra y cerró los ojos como si se estuviera preparando para la Ensoñación. Por suerte, conocía una ilusión que no necesitaba de ningún componente material.
Moviendo sólo los dedos y musitando entre dientes, formuló un conjuro. Éste afectó a toda la zona en la que se encontraba. A la serpiente le daría la impresión de que Pharaun seguía sobre la piedra sumido en una profunda Ensoñación y mientras tanto él podría hacer lo que le viniera en gana en el área afectada por la ilusión.
Qorra no daba señales de haber observado nada extraño, de modo que Pharaun se puso en pie lentamente. La mirada de la serpiente permanecía fija en la ilusión, en el falso Pharaun.
Sonriendo, el mago sacó de su bolsillo una tira de vellón y susurró las palabras de un conjuro que lo hizo invisible, una precaución necesaria porque cuando abandonara el área afectada por su conjuro, la ilusión ya no lo protegería. Sabía que la sangre demoníaca de Aliisza le permitía ver a las criaturas invisibles.
Dentro de su cabeza, Aliisza volvió a reír entre dientes, y el sonido le provocó un estremecimiento. Era extraño que la presencia de un ser demoníaco, por hermoso que fuera, le produjera semejante placer.
Muy astuto, querido mío, dijo ella.
Pharaun avanzó silenciosamente por el túnel hacia ella, dejando tras de sí una imagen de sí mismo sobre una roca y sumida en la Ensoñación.
Pero, vaya, ¡qué aspecto horrible tienes!, añadió Aliisza cuando lo tuvo más cerca.
El mago lo sabía. Había atravesado la Sima de Sombra, el Abismo y la Red de Pozos Demoníacos, sin tomar un solo baño. Había usado trucos para mitigar su olor y mantener enteras sus ropas, pero los conjuros menores no daban para más.
El viaje ha sido duro, respondió. ¿Preferirías deleitarte con un Pharaun ilusorio? —dijo señalando hacia atrás.
No, querido mío, dijo ella estirándose lánguidamente para ofrecer mejor su cuerpo. Sus ojos verdes lo acariciaban. Tendió los brazos. Prefiero al auténtico.
En cuanto fue posible, Pharaun la cogió en sus brazos. Las alas de ella se desplegaron y los envolvieron a los dos, su perfume lo embriagó y su piel y sus curvas lo excitaron. Se permitió un momento de placer, recorriendo ávidamente con las manos la suave piel de su cuerpo, y luego, con un gran esfuerzo, la separó todo lo que daban sus brazos.
¿Cómo nos has encontrado?, preguntó. ¿Por qué has vuelto?
Ella frunció los labios y agitó las alas.
¡Vaya preguntas, maestro Mizzrym! Te buscaba. No eres difícil de localizar. En cuanto a la razón por la que be vuelto... —Aliisza adoptó una expresión seria y lo miró a los ojos—. Quería despedirme.
Pharaun se sorprendió al sentir que se le hacía un nudo en el estómago.
¿Despedirte?, preguntó mientras repasaba con un dedo la línea de su cadera.
Ella desvió la mirada un momento.
Me temo que no volveremos a vernos, querido, y necesitaba verte una vez más.
Pharaun no creía ni una sola palabra de lo que decía, aunque hubiera querido hacerlo.
¿Has terminado tu misión y ahora vuelves a los brazos de Vhok? ¿Es eso?, se sorprendió por la amargura que emanaba de sus palabras. Las caricias de sus manos por el cuerpo de Aliisza dejaron de ser tan sutiles.
Aliisza sonrió, levantó una mano y pasó una uña afilada por la mandíbula del mago.
Eres tan celoso, mago mío... No, no volveré a Kaanyr. Ya le he dado cuenta de mi misión y he acabado con él. Al menos por ahora. Me interesa un tipo diferente de hombre.
Pharaun pasó por alto el elogio implícito.
¿Qué le has dicho sobre nosotros?, preguntó.
Todo, fue su respuesta. Esa era mi misión.
Pharaun no esperaba otra cosa, pero la respuesta le produjo un sordo dolor.
Si no vas a volver con él y si tu misión ha terminado, ¿por qué no pedemos volver a vernos?, preguntó. La pregunta revelaba cierta debilidad y sintió rabia por haberla hecho, pero no había podido evitarlo.
Aliisza sonrió y sus ojos mostraron toda la tristeza de que era capaz su sangre demoníaca.
Porque no creo que vayas a sobrevivir a lo que se avecina, respondió.
Durante un momento no se le ocurrió nada que decir. La sinceridad de ella lo había tomado por sorpresa. Por fin consiguió esbozar una sonrisa.
¿Qué se avecina?
Ella meneó la cabeza.
No lo sé, dijo, pero este plano es peligroso y se huele a... algo.
Pharaun apartó sus manos de ella.
Estás equivocada, dijo.
Ella lo miró de una manera diferente a como lo había mirado otras veces.
Puede que lo esté, la esperanza es lo último que se pierde; pero, por si así no fuera, ¿podría llevarme un recuerdo de ti? ¿ Un detalle de mi galante mago drow?
Pharaun se preguntó si Aliisza sólo quería un detalle como recuerdo. Sabía lo que un mago consumado era capaz de hacer con un trofeo así. Algo dentro de él deseaba que fuera de otra manera, pero captó la intención última de Aliisza.
Antes de eso cuéntame qué está sucediendo en Menzoberranzan, pidió.
Aliisza frunció el ceño, como si el destino de la ciudad de Pharaun fuera algo muy secundario para ella.
Sigue en pie, dijo. El poder de Lloth ha vuelto a las sacerdotisas. Kaanyr está en retirada y los duergar no tardarán en imitarlo.
Pharaun sintió que lo invadía un gran alivio. Menzoberranzan seguía en pie.
Pensó que era extraño que sintiera tanto apego por ese lugar cuando no lo tenía por ninguna de las personas que allí vivían.
En lo más hondo se preguntó si Gomph habría sobrevivido al asedio. Si no, «Archimago Pharaun Mizzrym» sonaba muy bien, y como la casa Baenre seleccionaría al sustituto de Gomph, le convenía estrechar lazos con Quenthel.
¿Me darás un recuerdo?, insistió Aliisza. Algo pequeño. ¿Un mechón de pelo?
Pharaun le sonrió con dureza.
No, Aliisza. Nada de recuerdos. Creo que me quedaré con todo lo que es mío.
Ella entendió el significado que encerraban sus palabras. Frunció el entrecejo. Estaba realmente enfadada.
Me has malinterpretado, protestó. Yo... Miró por encima del hombro del mago. Creo que han notado tu ausencia. Adiós, amado mío.
Dicho esto, Aliisza lo besó como si fuera la última vez y se desvaneció, dejándolo con la mirada fija en la pared. Su perfume y la reverberación de sus últimas palabras quedaron flotando en el aire.
Antes de que Pharaun pudiera hacer nada, su carne invisible fue presa de unas llamaradas purpúreas. Fuego feérico. Se le revolvieron las tripas.
Un hedor a carne podrida se superpuso al aroma que había dejado Aliisza... era el aliento de Jeggred. Mentalmente Pharaun preparó rápidamente una disculpa mientras pensaba en el encantamiento capaz de desencadenar uno de sus conjuros más poderosos, un conjuro que requiriese sólo una palabra.
Cogiendo una pizca de telaraña de la pared, deshizo su conjuro de invisibilidad, se volvió y se encontró con la nariz casi pegada al pecho de Jeggred. El draegloth se había colocado detrás de él con el sigilo de un asesino.
—Jegg...
Con velocidad de vértigo, Jeggred lo cogió por el cuello con una de sus garras de combate y lo levantó del suelo hasta que quedaron cara a cara. Pharaun sintió náuseas, en parte por la proximidad del aliento del draegloth, y en parte porque la garra le atenazaba la garganta.
—¿Así que has usado un conjuro para ocultar tu ausencia... —dijo el draegloth señalando con la cabeza el lugar de la cámara donde un Pharaun ilusorio seguía reclinado. Jeggred olfateó el aire—. ¿Qué estás haciendo aquí, mago? —El draegloth frunció el entrecejo. Extendió el brazo y estrelló a Pharaun contra la pared de la cueva.
El piwafwi y los anillos mágicos del mago evitaron que el impacto le rompiera las costillas, pero a duras penas.
—Suelta... me —le ordenó Pharaun.
Su enfado iba en aumento, en parte contra Jeggred, en parte por el hecho de que temía haber malinterpretado las intenciones de Aliisza. Con todo, consideraba que no era digno de él revolverse, de modo que se quedó quieto.
Jeggred apretó más la garganta de Pharaun y puso la otra garra de combate delante de la cara del mago. Con sus manos internas, humanas, el draegloth sujetó los brazos de Pharaun por las muñecas, para impedir que formulara cualquier conjuro que requiriese gestos. Pharaun comprobó su fuerza y se dio cuenta de que era demasiado para él. Entre los colmillos amarillos de Jeggred había restos de carne en descomposición.
—Ella te está manipulando —dijo Pharaun con voz ronca. Ambos sabían que se refería a Danifae.
—No —dijo Jeggred con sorna—. Te está manipulando a ti. Y a mi tía. —La última palabra la pronunció como si te diera asco.
—Eres un necio, Jeggred —consiguió responder Pharaun—, y el tiempo lo demostrará.
El draegloth le lanzó a la cara una bocanada de pútrido aliento.
—De ser así, tú no vivirás para verlo, porque, mago, se te ha pasado el tiempo. Ya tardas en morir.
Jeggred miró hacia la caverna para ver si Danifae o Quenthel se habían movido. En absoluto. La imagen ilusoria de Pharaun también seguía sobre la piedra en apacible Ensoñación.
Sin embargo, el mago vio sorprendido que las serpientes del látigo de Quenthel, todas, miraban silenciosamente túnel abajo, observando la confrontación.
Entonces Pharaun lo entendió todo. Si las serpientes estaban observando la confrontación, también lo hacía Quenthel, al menos de forma indirecta. Quería ver cómo se saldría Pharaun de aquel enfrentamiento con su sobrino. Otra prueba. Ya se estaba cansando de tanta prueba.
Por supuesto que Jeggred lo único que veía era la oportunidad de acabar con un rival molesto. Habida cuenta de la inexplicable ilusión de Pharaun recostado en la roca, el draegloth tal vez creía que podría argumentar que Pharaun lo estaba traicionando.
Jeggred se acercó más y su aliento rancio provocó una mueca del mago.
—Ya ves la muerte ¿verdad? —dijo el draegloth—. Anda, grita. Estarás muerto antes de que se despierten. Será la ejecución de un traidor. Me comeré tu corazón. Mi tía me gritará, pero no se atreverá a más.
Pharaun no pudo reprimir un gesto burlón. Jeggred era un auténtico zoquete. Tenía la sutileza de una maza de guerra. A la luz de la ineptitud de sus estrategias, a Pharaun le parecía extraño que el draegloth tuviera algo de sangre de drow. Aunque, bien pensado, después de haber conocido y matado a Belshazu, Pharaun sabía que la línea de sangre demoníaca de Jeggred no tenía nada de extraordinario.
—¿Te divierte morir? —susurró Jeggred acercándose más.
Pharaun volvió la cara hacia un lado para poder hablar con más facilidad.
—No, lo que me divierte eres tú.
Dicho esto, susurró una única palabra de poder, una de las más poderosas que conocía.
La fuerza arcana de la palabra golpeó a Jeggred con la fuerza de un titán. De los pulmones del draegloth salió un aliento fétido y soltó a Pharaun, que consiguió mantenerse de pie cuando tocó el suelo. Jeggred se tambaleó, tartamudeó algo ininteligible y cayó de rodillas.
El mago sabía que la palabra de aturdimiento dejaría incapacitado al draegloth poco tiempo. También sabía que era probable que el conjuro tal vez no lo hubiera afectado en circunstancias normales, pero después del combate con las chwidencha estaba debilitado.
Por supuesto, Jeggred no tenía la menor idea de eso ni del permiso tácito de Quenthel a Pharaun para que le diera una lección.
Con dignidad afectada, Pharaun se alisó el piwafwi y enderezó el cuello duro de su camisa. Al observar que Jeggred le había desgarrado la pechera con sus garras, su enfado subió de tono.
—Imbécil —dijo mientras golpeaba a Jeggred en la cabeza. Eso le gustó y lo volvió a golpear dos veces más.
El draegloth permanecía de rodillas ante él, babeando y quejándose quedamente.
Pharaun miró hacia el interior del túnel y vio diez ojos almendrados que seguían observando en silencio. Se arrodilló para ponerse a la altura de la demudada cara de Jeggred.
Pharaun pensó en ofrecer al draegloth la excusa que tenía preparada: estaba reuniendo componentes para sus conjuros. La ilusión era para que no se alarmara nadie al ver que no estaba. La invisibilidad es una de sus precauciones habituales. Pero se lo pensó mejor. Quenthel quería poner a prueba a Pharaun y al mismo tiempo dar una lección a Jeggred, de modo que él lo llevaría hasta donde la suma sacerdotisa quisiera llegar.
Cogió la cara mortecina de Jeggred con la mano.
—Recuerda este momento, engendro del demonio —dijo—. Puedo superar al fuego ¿vale? Si lo deseara, podría arrastrarte a uno de esos charcos de ácido y meterte la cabeza dentro. Imagínatelo, necio. El conjuro de que me he valido para incapacitarte era de potencia media. Si quisiera verte muerto, podría dejar tus huesos descarnados en un instante o pararte el corazón con una palabra. —Le dio un puñetazo en la cara más furioso consigo mismo por lo de Aliisza que con Jeggred. Decidió sacarle los ojos a Jeggred con fuego antes de matarlo. Empezó a formular...
Pero el restallido de un látigo lo dejó paralizado.
—¡Maestro Mizzrym! —gritó Quenthel.
Haciendo un esfuerzo, Pharaun controló su ira. Se inclinó para acercarse más a la horrible cara de Jeggred.
—Sirve a tu señora y yo serviré a la mía —dijo—. Veremos quién tiene razón al final. Mientras tanto, voy a formular un conjuro de contingencia sobre mi persona. Es posible que no sepas lo que significa «contingencia». Significa que si te atreves otra vez a poner una de tus asquerosas manos sobre mí...
—¡Mago! —volvió a gritar Quenthel. Pharaun se pasó la lengua por los labios, se volvió y se puso de pie. Aparentemente, la lección había acabado. Se preguntó si habría superado la prueba.
Quenthel estaba de pie junto al Pharaun ilusorio, mirando hacia el túnel donde se estaban enfrentando el mago real y Jeggred. Danifae estaba de pie detrás de ella.
—Explícate —ordenó Quenthel.
Pharaun recitó su mentira sin vacilación:
—Estaba reuniendo componentes para mis conjuros, señora. Utilicé una imagen ilusoria de mí mismo para no alarmar a tus serpientes y que éstas perturbaran tu sueño.
Al oír eso, las serpientes silbaron y Qorra se acercó sinuosamente al oído de Quenthel y bisbiseó algo. La suprema sacerdotisa ladeó la cabeza y asintió.
La mirada de Danifae, ensombrecida por su capucha, pasó de Quenthel al atontado Jeggred y después a Pharaun. A pesar de su evidente vulnerabilidad en ese momento, no dio muestras de miedo. El maestro de Sorcere se preguntó si Quenthel aprovecharía la ocasión para matar a la antigua prisionera de guerra.
—No me referí a esto —dijo la sacerdotisa Baenre. Pasó la mano a través de la ilusión, que se desvaneció, y después apuntó con la empuñadura de su látigo a Jeggred—. Quiero saber por qué luchabais.
Pharaun miró al draegloth desde su altura. Jeggred parecía estar recuperándose de los efectos de la palabra de poder. Sus cuatro manos se cerraban y abrían por reflejo. Sus quejidos se hicieron más altos y sus babas ya formaban un charco.
—Ah, esto —dijo Pharaun dedicando una sonrisa a Danifae—. Sin que ninguna de vosotras pudiera intervenir, tu sobrino y yo nos enzarzamos en una... discusión doctrinal. Me temo que la contundencia de mis argumentos lo dejó atónito —dio unas palmaditas en la cabeza del draegloth como podría haberlo hecho con un lagarto doméstico—. Mis disculpas, Jeggred. Ya está todo olvidado ¿no es así? Simplemente llegamos al acuerdo de que no estábamos de acuerdo.
Jeggred consiguió emitir un gruñido, y sus manos de combate se aferraron al piwafwi de Pharaun.
—Bueno, bueno... ehem —dijo el mago, y retrocedió un paso—. En eso quedamos. Y tan amigos.
Volvió a donde estaba Quenthel y le hizo una reverencia.
—Perdóname por perturbar tu Ensoñación, señora —dijo.
Quenthel guardó silencio un momento antes de responder.
—No me has molestado, maestro Mizzrym.
Al oír esas palabras, Pharaun supo que había aprobado el examen. Miró burlonamente a Danifae y por si acaso rememoró otro conjuro mientras observaba a Jeggred, que ya volvía en sí.
Jeggred empezó a respirar pesadamente y sus manos abrieron surcos en la piedra. Se puso de pie, sacudió la cabeza para despejarla y fijó su mirada siniestra en Pharaun.
—¡Te voy a arrancar la cabeza! —rugió mientras avanzaba por el túnel a grandes zancadas.
—Basta ya —ordenó Quenthel, sin conseguir nada.
Fueron la mano alzada de Danifae y su voz suave las que detuvieron la embestida de Jeggred. El draegloth se quedó de pie en medio del túnel mirando al mago con rabia y odio.
—Todo a su debido tiempo —dijo Danifae, y esta vez fue ella la que dirigió al mago una sonrisa burlona.
—Sin duda —respondió Quenthel mirando a su sobrino con frialdad.
Pharaun esbozó una sonrisa forzada, sólo para zaherir al draegloth, aunque cuando miró a Quenthel y a Danifae le vinieron a la cabeza las inquietantes palabras de Aliisza. Tal vez ninguna de las dos fuera la Yor’thae.

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Nimor encontró al príncipe de la corona Horgar en su cuartel general, una gran caverna de paredes ásperas y salpicada de estalagmitas en los Dominios Oscuros, no lejos del frente de batalla en Tier Breche. La cámara olía a sudor, a sangre y al humo espeso de las bombas de piedra. Nimor se mantuvo suspendido cerca del techo de la caverna en su forma de semidragón, invisible gracias a uno de sus conjuros.
Formaciones de duergar entraban y salían de la caverna, desde y hacia el campo de batalla, entre el estruendo de sus pesadas armaduras y con la piel ennegrecida por el humo y la sangre. Algunos todavía estaban crecidos, ya que los duergar poseían una capacidad mágica innata para duplicar su tamaño, de modo que Nimor supuso que estaban recién llegados del campo de batalla.
Hablaban entre sí en su tosca lengua. En las conversaciones Nimor captó un trasfondo de miedo. Tal vez las tropas duergar se habían encontrado por fin con los conjuros de una de las sacerdotisas de Lloth. En ese caso, incluso los insignificantes intelectos encerrados en sus pequeñas cabezas calvas debían haber comprendido las implicaciones.
Dos clérigos de edad, encorvados y contrahechos como el corazón de un demonio, atendían a los heridos. Nimor no sabía el nombre de la deidad a la que servían, pero tampoco le importaba. Explosiones ocasionales a lo lejos, de bombas de piedra y de conjuros, sin duda, sacudían de vez en cuando la caverna y hacían caer una lluvia de polvo sobre sus ocupantes.
El príncipe Horgar estaba inclinado a un lado de una mesa baja de piedra, estudiando un mapa improvisado de los accesos a Tier Breche y dando órdenes a dos de sus oficiales. Después de unos breves intercambios de palabras, movimientos afirmativos de cabeza y gestos relacionados con el mapa, los dos oficiales manifestaron su acuerdo con lo que había dicho Horgar, lo saludaron golpeando el suelo con el astil de sus picas y se marcharon.
Horgar se quedó solo junto a la mesa. Se frotaba el mentón mientras observaba el mapa.
El guardaespaldas de Horgar, un soldado marcado por gruesos costurones, permanecía cerca del príncipe con una maza de guerra como única arma. Por su postura relajada se veía que no esperaba ningún ataque contra su señor. Nimor esbozó una sonrisa exenta de alegría y flexionó sus garras. Con los aguzados sentidos debidos a su herencia draconiana, estudió la cámara. Los duergar poseían también una capacidad innata para volverse invisibles, y Nimor no quería ninguna sorpresa.
Tal como había esperado, no percibió más presencias en la caverna que las de los duergar que podía ver a simple vista.
Horgar permanecía de pie con la vista fija en la pared de la caverna, sin duda dándole vueltas todavía a algún problema o estrategia que inquietaba su cerebro, patéticamente pequeño. Llevó una mano al mango de su hacha y se frotó la parte posterior de la calva.
Invocando el poder de su broche, Nimor descendió levitando hasta colocarse justo detrás del desprevenido Horgar. El pequeño enano estaba musitando algo en su tosca lengua.
«Razas menores...», pensó Nimor con desdén.
Nimor podría haberle dicho algo a Horgar antes de matarlo, podría haberse hecho visible, podría haberle provocado miedo, pero no hizo nada de eso. Era el antigua Espada Ungida, un asesino sin igual. Cuando mataba, lo hacía sin alaracas.
Moviéndose con la rapidez y la facilidad que sólo da de una larga práctica, con un único movimiento de la mano le abrió la garganta. Se volvió visible en el momento en que atacó.
De la herida abierta en el cuello del príncipe saltó un chorro de sangre que salpicó todo el mapa y la pared de la caverna. Horgar boqueó y cayó atravesado sobre la mesa, convirtiéndose su murmullo en un gorgoteo cada vez más débil. El príncipe trató de volverse para ver a su atacante, pero el tajo de Nimor era tan profundo que los músculos del cuello del enano no obedecieron.
Nimor cogió a Horgar por la coronilla y le hizo volver la cara, en parte para que pudiera ver quién lo había matado y en parte para asegurarse de que los clérigos duergar no pudieran hacer nada por él. Horgar lo miró con ojos desorbitados, y Nimor tuvo la satisfacción de ver que lo había reconocido mientras la sangre seguía saliendo a borbotones por el tajo de su garganta. El cuerpo contrahecho del enano empezó a sufrir convulsiones. Los clérigos nada podrían hacer para salvarlo.
En torno a Nimor se elevaron gritos de sorpresa y rabia, se oyó el golpeteo de las botas, el resonar de las armaduras, el estruendo de las armas. Al alzar la vista vio que los duergar cargaban contra él desde todos los ángulos, creciendo en estatura y corpulencia a cada paso que daban. Otros recurrieron a su capacidad innata para hacerse invisibles y desaparecieron de la vista.
«No importa», pensó Nimor con una sonrisa. Desencadenó una reacción en sus pulmones y exhaló una nube de sombras ondeantes, viscosas, que casi llenaron la caverna. Echó fuera toda su frustración acumulada, su ira y su vergüenza. La nube de oscuridad engulló a los duergar que acudían y les extrajo la energía del alma. Nimor los oyó gritar de dolor, maldecir, vociferar. Él permanecía intacto en medio de la nube, sonriendo ante la muerte que se extendía a su alrededor.
Las sombras se disiparon. Se veían duergar abatidos por toda la caverna, algunos muertos, otros moribundos. Era posible que incluso algunos vivieran.
A menos que una patrulla drow tropezara con ellos.
Nimor encontró al guardaespaldas lleno de costurones de Horgar. El duergar yacía a la derecha de Nimor, esgrimiendo todavía su maza de guerra. Los ojos grises del enano estaban turbios y por las comisuras de su boca caía un hilillo de baba. Nimor se puso de rodillas y lo miró a la cara.
—Debiste haber elegido mejor a tu amo —dijo antes de cortarle el cuello.
La muerte le resultó una placentera catarsis. Siempre le sentaba bien matar.
Sin una sola palabra más, Nimor se levantó, volvió hacia el Linde de la Sombra y abandonó la caverna. Quería ver a Kaanyr Vhok antes de regresar a Chaulssin.

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Inthracis recorría las salas inferiores recubiertas de carne de Abracadáveres. Las paredes se retraían a su paso. Nisviim, su lugarteniente arcanaloth, de cabeza de chacal, lo acompañaba.
Los gritos de armas mortales resonaban a lo lejos. Era indudable que algunos de sus mezzoloths estaban alimentando con larvas de alma a sus mascotas canoloth.
—¿Debo llamar a revista al regimiento, señor? —preguntó Nisviim.
A pesar del hocico del arcanaloth y de sus caninos desmesurados, su voz y su dicción eran impecables. Sus pesadas vestiduras producían un susurró a cada paso que daba. Mientras hablaba jugueteó con uno de los dos anillos mágicos que llevaba en sus peludos dedos.
—En breve, Nisviim —respondió Inthracis—, pero antes debemos ocuparnos de un pequeño asunto en mi laboratorio.
El arcanoloth ladeó la cabeza con extrañeza, pero se cuidó de hacer pregunta alguna.
—Muy bien; señor —dijo.
Nisviim tenía tanta pericia como encantador como Inthracis en las artes de nigromante. Por lo general, un arcanaloth tan poderoso como Nisviim no se habría conformado con servir como segundo a Inthracis, pero éste había averiguado hacía ya tiempo el nombre auténtico de Nisviim, lo que le permitía contar con su sumisión. Nisviim no tenía otra alternativa que el dolor.
Se acercaron a la puerta de carne y hueso que daba a uno de los laboratorios de alquimia de Inthracis. Dos enormes dergholoths de cuatro brazos y cuerpo redondeado montaban guardia silenciosamente ante la puerta. Ambos estaban muertos, pero animados por los conjuros de Inthracis. Al reconocer a su amo, los guardianes dergholoth no hicieron el menor movimiento para impedir el paso de Inthracis.
Inthracis proyectó telepáticamente el santo y seña para desactivar las protecciones de las puertas, que despidieron un resplandor verdoso al producirse la desactivación. Unas manos en descomposición salieron de las jambas para abrir el portal. El hedor a podredumbre que tanto agradaba a Inthracis invadió el pasillo.
Inthracis y Nisviim pasaron entre los dergholoths y entraron. Los muertos de Abracadáveres cerraron la puerta tras ellos.
Por el suelo del laboratorio pululaban manos, brazos y garras animados que eran consecuencias de algunos de los experimentos de Inthracis. Todos se apartaban para abrir paso al ultroloth. Sobre las mesas había varios diablos a los que se había impuesto silencio, todos parcialmente disecados. Las numerosas mesas de trabajo de hueso estaban cubiertas de vasos de precipitación y de braseros. El paño con el que Inthracis había enjugado la sangre de Vhaeraun se encontraba dentro de un vaso de precipitación encantado, lleno de esencia de sombra. Un mephit de fuego prisionero, encadenado al vaso, mantenía su diminuta mano flamígera debajo del mismo. Inthracis esperaba convertir la sangre en un destilado muy resistente a la Magia de las Sombras.
—Sígueme, Nisviim —dijo.
Atravesaron el laboratorio hasta llegar a la pared del lado opuesto, donde Inthracis pronunció una palabra de poder. Los cadáveres de la pared se reacomodaron al oírla, se retrajeron con un sonido medroso y formaron una arcada. Al otro lado había una pequeña cámara secreta muy protegida. Con una serie de palabras proyectadas mentalmente, Inthracis desactivó temporalmente las protecciones.
El ultroloth traspuso el umbral y lo mismo hizo su lugarteniente.
El arcanaloth creyó que no había visto antes aquella cámara, pero Inthracis sabía que no era así. Nisviim había estado allí muchas veces, aunque no recordara nada.
Dentro de la habitación, reclinado en una urna traslúcida de cristalacer estaba el cuerpo de Inthracis. Al menos uno de ellos. Por prudencia siempre tenía por lo menos un clon en estasis temporal. En el caso de que su cuerpo actual muriera, su alma, lo mismo que sus recuerdos y sus conocimientos, se trasladarían de inmediato al clon. Al ser liberado de la estasis, el clon cobraría vida, es decir, Inthracis viviría.
Ya había pasado por tres cuerpos clonados, y el proceso le había servido a la perfección. Había muerto entre las garras de un diablo ante las puertas de Dis luchando con las fuerzas de Dispater, y había sido consumido por un cieno cáustico en la trigésimo cuarta capa del Abismo.
—Un clon, señor —dijo Nisviim.
Inthracis hizo a un lado los recuerdos de sus anteriores muertes y asintió. Había llegado el momento.
Sin preámbulos, pronunció en voz alta el verdadero nombre de su lugarteniente.
—Escúchame, Gorgalisin.
Al instante, el cuerpo de Gorgalisin quedó inerme, con los ojos en blanco. El arcanaloth permaneció quieto, un cadáver animado como los de los dergholoths que montaban guardia a las puertas del laboratorio. En ese momento, Inthracis podría haberle ordenado cualquier cosa y éste la hubiera hecho sin rechistar. De haberlo deseado, Inthracis podría haberle arrancado el alma o detenido su corazón.
—Si te llega la noticia de mi muerte —dijo, en cambio—, o si no regreso a Abracadáveres dentro de dos semanas a partir de hoy, entrarás en esta cámara —e Inthracis proyectó telepáticamente en la mente de Nisviim las claves para salvar las protecciones de su laboratorio y de la cámara secreta—, y desactivarás la estasis de este cuerpo. A continuación, volverás a tus aposentos y olvidarás que esto ha ocurrido. Haz un gesto afirmativo con la cabeza si has entendido.
Nisviim asintió.
—Ahora regresa a tus aposentos —dijo Inthracis— y anula de tu conciencia todo lo que ha sucedido en la última hora. Luego llama a revista y convoca al regimiento al Patio de Armas.
Nisviim volvió a asentir y con paso lento se marchó de la cámara.
Inthracis lo miró mientras se iba, tranquilo de que si moría en el combate con las sacerdotisas drow, o de que si Vhaeraun lo traicionaba y lo asesinaba, volvería a vivir.
Caviloso, estudió su mano y la comparó con la del clon en estasis. Durante unos instantes estuvo meditando sobre la naturaleza de la identidad. ¿Seguía siendo él el clon vivificado? ¿Seguía Nisviim siendo Nisviim cuando se lo llamaba por su verdadero nombre?
Por un momento, Inthracis se sintió como un ser más de Abracadáveres, alguien que no estaba más vivo que los muertos que pululaban por las salas de su castillo.

Resurrección [Libro 6] - La Guerra De La Reina Araña - Reinos Olvidados Where stories live. Discover now