🕷️ CAPITULO 15🕷️

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A Pharaun se le nubló la mente en cuanto puso un pie en el Paso del Ladrón de Almas. Sintió que perdía el equilibrio, como si se moviera hacia adelante y hacia atrás, hacia arriba y hacia abajo, todo al mismo tiempo.
Tambaleándose, alargó una mano hasta tocar una fría pared del estrecho desfiladero. Se quedó quieto, apoyado en la piedra mientras trataba de recuperarse.
A pesar de que sabía que estaba quieto, tenía una sensación de movimiento y percibía el rápido paso del tiempo. Estaba en el centro de un mundo que giraba a su alrededor.
Pharaun cerró los ojos, apretó los dientes y se apoyó en la pared con todas sus fuerzas.
El tiempo y el movimiento se detuvieron tan repentinamente que a punto estuvo de caer.
Abrió los ojos y no vio ni almas, ni a Quenthel, sólo las paredes de piedra, que a uno y otro lado se alzaban hacia la infinitud. La oscuridad lo envolvía todo, pero era una oscuridad normal, en la cual podía ver. Un sendero liso, estrecho, se extendía ante él y desaparecía a lo lejos. Se volvió y vio el mismo sendero, que se extendía hasta donde podía ver.
¿Cómo era posible? Si él había dado un solo paso.
Pharaun se había teleportado, había atravesado umbrales, puertas dimensionales y caminado en la sombra lo suficiente para comprender que el Paso del Ladrón de Almas no era un lugar físico, con dimensiones espaciales, sino más bien una metáfora, un puente temporal y espacial entre las tierras asoladas que había dejado atrás y el reino personal de Lloth.
Durante un momento desconcertante se preguntó si el plano de Lloth no sería más que una metáfora, si su mente y las de sus compañeros no habrían dado forma a algo que no la tenía.
La idea lo inquietó tanto que la apartó de su mente.
—Quenthel —llamó, y no le gustaron las reverberaciones que oyó. Su voz rebotaba en la piedra y, al volver, no era la suya.
—¡Quenthel! —un grito de terror.
—Quenthel —una risa histérica.
—Quenthel —mascullado.
—¡Quenthel! —un aullido de dolor.
A Pharaun se le erizó la piel. El sudor bañó su frente. Sintió la piel húmeda. Cerró la boca y avanzó lentamente por el sendero.
No veía nada ni oía nada que no fuera el eco distorsionado de su propia voz, pero...
No estaba solo. Y no era Quenthel lo que percibía.
Por delante —¿o tal vez por detrás?— empezaron a llegar murmullos, bisbiseos, la perduración de antiguos gritos. Los murmullos se infiltraron en su alma. Empezó a sentirse irritado, como oprimido. Su respiración se aceleró.
—¿Quién está ahí? —gritó y se estremeció cuando las palabras rebotaron hacia él como gritos de terror.
Buscó entre su ropa y sacó dos varitas: la de hierro, que descargaba relámpagos, en la derecha; la de madera de zurkh, que despedía rayos de energía mágica, en la izquierda.
Siguió andando. Las paredes musitaban y susurraban.
—Ladrón —decían.
Sintió unos ojos penetrantes que horadaban su ser desde detrás. Giró en redondo, blandiendo las dos varitas, seguro de que algo había allí.
Nada.
Los susurros se transformaron en risas siseantes.
Respirando agitadamente apoyó la espalda contra la pared y trató de rehacerse. Unas manos fantasmales, tan frías como una tumba, salieron de la pared y le taparon la boca. Tuvo pánico pero se liberó, cayó al suelo, se volvió y disparó tres proyectiles mágicos contra la pared.
Allí no había nada.
Se puso de pie con dificultad.
¿Qué estaba sucediendo? No era él. Un conjuro lo estaba afectando. Seguramente...
Un alarido brotó de las paredes, un aullido desesperado lleno de impotencia y de rabia. Pharaun se puso tenso. Los nudillos de sus manos estaban blancos de tanto apretar las varitas mágicas.
Delante de él, una forma enorme, espectral salió volando de una pared y se metió en la pared del otro lado, como un pez que nada a través de las aguas del Lago Oscuro. La forma se movía veloz, pero pudo verla bastante bien antes de que desapareciera en la piedra: un cuerpo enorme, abotargado, serpentino, de color gris traslúcido, en cuyo interior se movían y gritaban cientos de miles de almas relucientes de drows.
El Ladrón de Almas.
Sus ojos negros eran agujeros sin fondo; su boca una caverna. A su lado el nalfeshnee era insignificante, era más grande que diez nalfeshnees.
Era una prisión viviente para las almas que no conseguían llegar al otro lado.
Pharaun imaginó su propia alma apresada en su interior y se le formó un nudo en la garganta. Trató de no hacer caso del temblor de sus manos mientras guardaba una de sus varitas mágicas y sacaba una pizca de polvo de irtios, una gema transparente. Lanzó al aire el polvo chispeante mientras pronunciaba en voz alta las palabras de una poderosa evocación.
Mantuvo su concentración a pesar de que las palabras arcanas le eran devueltas como lamentos por el eco.
Cuando acabó, el polvo de irtios se arremolinó en torno a él, formó una esfera de unos quince pasos de diámetro de fuerza invisible, impenetrable, capaz de mantener alejadas incluso a las criaturas incorpóreas.
Pharaun rogó a Lloth que mantuviera alejado al Ladrón de Almas, pero sabía que incluso ésa era una solución temporal. El conjuro no iba a durar mucho y él no podía mover la esfera. Con todo, necesitaba algo de tiempo para recuperar fuerzas. Estaba muy nervioso.
El alarido del Ladrón de Almas se repitió, pero sonó amortiguado, como si viniera desde las profundidades.
A salvo dentro de su esfera, Pharaun trató de aquietar su desbocado corazón y de trazar un plan.
Empezó a sentir un cosquilleo en las plantas de los pies y al mirar hacia abajo vio que había una distorsión en el suelo del paso. Miró horrorizado cómo la roca se volvía traslúcida a sus pies y la distorsión adquiría una forma: una enorme boca abierta llena de dientes.
El Ladrón de Almas subía directamente desde el suelo, debajo de él, con la boca abierta para engullir a Pharaun y a la esfera al mismo tiempo.
Pharaun se quedó mirando hacia abajo, con los ojos desorbitados por el terror. Trató de encontrar las palabras de un conjuro, pero no lo consiguió y empezó a farfullar incoherencias.
En el fondo de las fauces del Ladrón de Almas vio las formas diminutas de las almas que se debatían con ojos tan aterrorizados como los suyos.
Las paredes del interior de la boca del Ladrón de Almas se alzaron a su alrededor y no pudo hacer nada más que, impotente, dejarse engullir.
Ni siquiera tuvo tiempo para gritar antes de que las fauces se cerraran de golpe y él se sumara a los desdichados.

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Quenthel estaba sola en el Paso del Ladrón de Almas. Sabía que todo el que se enfrentara a las pruebas que planteaba debía hacerlo solo.
También sabía que el Ladrón de Almas era el único superviviente de un mundo que llevaba muerto mucho tiempo. Lloth le permitía que existiera en la Red de Pozos Demoníacos porque la divertía, porque constituía una prueba final para algunos aspirantes.
La suma sacerdotisa no sabía por qué algunos eran sometidos a las pruebas y otros no. Lo atribuía al caótico capricho de Lloth. Cuando Quenthel había muerto a manos de un varón renegado en el Año de las Sombras, su alma había pasado a la ciudad de Lloth sin ser sometida a las pruebas del Ladrón.
Sabía que eso no sucedería una segunda vez.
Con el látigo en la mano, Quenthel avanzaba por el estrecho desfiladero. El viento silbaba entre las pareces llamando a la Yor'thae de Lloth. Las cabezas de sus sierpes sacaban y metían las lenguas constantemente, escuchando, tanteando el aire.
Ahí viene, señora, dijo Yngoth.
Quenthel lo sabía. Se le puso piel de gallina.
Cuando oyó los siniestros bisbiseos del Ladrón de Almas, sintió sus enloquecedores murmullos en alguna parte primitiva de su cerebro. Tuvo que sobreponerse para seguir poniendo un pie detrás de otro.
Tuvo que recordarse que era la Elegida de Lloth. Tuvo que recordarse que nada la detendría.
El Ladrón de Almas brotó del suelo delante de ella, atravesando la piedra como si fuera aire. Era una serpiente sinuosa, enorme, traslúcida. Las almas se debatían dentro de su cuerpo alargado, atrapadas, desesperadas, torturadas. El Ladrón era el destino y la cámara de tortura final para miles y miles de almas que no lo conseguían.
Quenthel no tenía intención de sumar la suya a aquellas almas.
Ten cuidado, señora, dijo K'Sothra.
Pero Quenthel no tenía intención de ser cautelosa. Esos tiempos estaban superados. Se enfrentaría al Ladrón de Almas.
Sosteniendo en la mano su símbolo sagrado y elevando preces a Lloth, atacó a la aparición, que abrió las fauces, mostrándole el amasijo de caras distorsionadas de las innumerables almas atrapadas en su interior. Sin vacilar, Quenthel se arrojó a través de sus dientes y se zambulló en sus fauces.

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El odio arrastró a Halisstra hacia la consciencia. La furia le hizo abrir los ojos. Se abrió camino a través del dolor y elevó los ojos hacia el cielo de Lloth. Era de noche y sentía sobre sí el peso de las ocho estrellas de Lloth.
Las almas pasaban por encima de ella en su camino hacia su oscura señora, indiferentes a su agonía.
Por fin logró vencer el dolor e incorporarse.
Todo le daba vueltas, pero afirmó una mano en el suelo hasta que esa sensación pasó.
Feliane yacía allí cerca, transformada en un montón de restos sanguinolentos que brillaban en la penumbra. Alrededor del cuerpo de la pequeña elfa se arrastraban las arañas, probando su carne y su sangre. El cadáver de Uluyara no estaba lejos del de Feliane. La sustancia que la había mantenido inmóvil se había disuelto. Yacía de lado, mirando al cielo con una horrible herida abierta en la garganta. Los arácnidos entraban y salían por la herida.
Halisstra se sorprendió al comprobar que no sentía compasión por sus hermanas muertas. Lo único que sentía era furia, una llamarada blanca de rabia que ardía en sus entrañas.
Ante sus ojos, el cuerpo de Feliane se sacudió y la elfa emitió un gorgoteo. Todavía estaba viva.
Halisstra recuperó la Espada de la Medialuna. Le dolía todo el cuerpo y su cara destrozada estaba cubierta por una costra de sangre coagulada. Tenía la mandíbula y varias costillas rotas, y no veía por un ojo. Podía imaginar cuál sería su aspecto.
Las almas seguían circulando hacia el Paso del Ladrón de Almas, indiferentes. Las siete estrellas de Lloth y su octava hermana de luz más opaca miraban desde el cielo nublado con la misma indiferencia.
Halisstra evocó una plegaria de curación, pero se detuvo antes de que las palabras tomaran forma en sus hinchados labios.
No volvería a implorar a Eilistraee, nunca más. La Doncella Oscura le había fallado, la había traicionado. Eilistraee no era mejor que Lloth. Era peor, porque había pretendido ser diferente.
—Podrías haberme advertido —consiguió decir a través de la masa sanguinolenta que eran sus labios.
Halisstra se dio cuenta entonces, de forma total y final, que había sido la culpa lo que la había llevado a la debilidad de la fe de Eilistraee. Había rendido culto a una diosa débil por miedo. Se alegraba de haber adquirido la sabiduría antes de morir.
Había acabado con Eilistraee. La parte de Halisstra que había adorado a la Doncella Oscura había muerto. Había resucitado la antigua Halisstra.
—Eres débil —le dijo a Eilistraee.
Rechinando los dientes para combatir el dolor, cogió la lira de su petate y entonó una canción bae’queshel de curación. Cuando la magia hizo efecto, el dolor de la cara y de la cabeza desapareció, las heridas se cerraron. Cantó una segunda canción, y otra más, hasta que todo su cuerpo volvió a estar entero.
Sin embargo, los conjuros en nada contribuyeron a cubrir el vacío de su alma. Sabía lo que debía hacer para llenarlo: sentía más que nunca la llamada de Lloth. Desde que había empezado el silencio de Lloth, la fe de Halisstra se había movido como un péndulo entre la Doncella Oscura y la Reina Araña. Como todos los péndulos, al final tendría que detenerse en su posición natural.
Miró la oscura boca del Paso del Ladrón de Almas. Las almas entraban volando y desaparecían, engullidas por la montaña. Halisstra sabía lo que había al otro lado: Lloth.
Y Danifae.
Iba a matar a Danifae Yauntyrr. Iba a matarla sin piedad. Apartó de su mente todo lo que había aprendido de Eilistraee. En su alma ya no tenían cabida la simpatía, la comprensión, el perdón ni el amor. Sólo tenía cabida el odio. Y el odio le daría fuerzas.
Con eso bastaba.
Conscientemente volvió al ser anterior que hacía tiempo que dormía en su interior. A partir de ese momento, se comportaría como debía hacerlo un drow. A partir de ese momento sería un depredador tan implacable como una araña.
Halisstra miró su pectoral y vio allí el símbolo de Eilistraee grabado en el metal. Usó la Espada de la Medialuna para arrancarlo. El símbolo cayó al suelo y lo aplastó con la bota mientras se dirigía hacia Feliane.
La elfa yacía en el suelo. Era un montón sanguinolento de piel desgarrada. Tenía los ojos abiertos y fijos. Movía la boca, pero de ella sólo salían los estertores de su esforzada respiración.
Halisstra se arrodilló sobre su antigua compañera. Los ojos almendrados de Feliane, vidriosos por el dolor, consiguieron enfocarse sobre ella. La elfa movió la mano como para alzarla y tocar a Halisstra, que no sintió nada. Halisstra había vuelto a ser insensible.
—Nos renovamos constantemente —dijo, recordando las palabras que le había dicho la elfa en la cima de una de las colinas de Lloth.
El cuerpo de Feliane se sacudió con un suspiro como de resignación.
Sin decir nada más, Halisstra apretó con sus manos el cuello de Feliane y la estranguló. Fue cuestión de un instante.
Sus labios estuvieron a punto de pronunciar un «alabada sea Lloth» mientras se ponía de pie. Sólo a punto.
Se dirigió hacia el Paso del Ladrón de Almas y se adentró en él con el resto de los condenados.

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Alojado todavía en el corpulento cuerpo de Larikal, Gomph cerró las puertas del templo y se despojó de la guerrera de cota de malla y el escudo, que le estorbarían para formular conjuros.
Así desembarazado, canalizó el poder arcano hacia sus manos, las situó sobre los cerrojos de las dos puertas y dijo:
—Aguantad.
Su magia se transmitió a las hojas de bronce. El conjuro haría que fuese imposible abrirlas sin desactivar primero su detector de conjuros, tarea de gran dificultad para cualquiera de los magos de la casa de Yasraena. Además, la cerradura dimensional del lichdrow impediría que Yasraena y las fuerzas Dyrr usaran la teleportación u otra magia similar para entrar en el templo. No tendrían más opción que entrar por las puertas, cosa de la que Gomph ya se había ocupado. O por las ventanas.
El archimago se volvió, miró hacia arriba y examinó las ventanas. Había cuatro tragaluces semiovalados en cada una de las paredes de la nave, aproximadamente a media altura de los muros de piedra. Tenían tamaño suficiente como para que un drow pudiera entrar fácilmente por ellas. Iba a tener que sellarlas.
Sacó de sus bolsillos un pequeño trozo de granito y con él en la mano pronunció las palabras de un conjuro invocando un muro de piedra. La forma requerida respondió a su orden mental y se fundió con la pared de piedra del templo, rellenando los espacios de las ventanas. Repitió la operación con las ventanas del otro lado.
El templo quedó sellado como una tumba.
Esa pared de piedra sólo detendría a un mago experto o a un atacante decidido durante muy poco tiempo, de modo que Gomph sacó otro componente, una bolsita de polvo de diamante. Formulando un conjuro primero sobre un lado del templo y después sobre el otro, reforzó las paredes de piedra con muros invisibles de fuerza. Yasraena y sus magos iban a tener que superar los dos obstáculos para entrar por una ventana.
—Esto debería darme tiempo suficiente —musitó con la voz de Larikal y esperó no equivocarse.
Gomph empezó a recorrer el pasillo y se detuvo al llegar a la mitad. El gólem araña estaba detrás del altar, oscuro y amenazador. La palpitante protección maestra atravesaba a Gomph y penetraba en el tórax del gólem como un cordón umbilical. Estaban conectados, al menos metafóricamente.
Gomph sabía de gólems. Había creado varios a lo largo de los siglos. Al carecer de mente y estar compuestos de materia inorgánica, hasta los más comunes eran inmunes prácticamente a todo tipo de ataque mágico.
El gólem araña, además, no era un constructo corriente. Estaba hecho de terso azabache y, siendo como era el guardián de la filacteria del lichdrow, Gomph no tenía duda de que éste había aumentado su inmunidad frente a la magia. Sabía que el gólem araña sólo podría ser destruido mediante ataques físicos con armas encantadas.
Por desgracia, Gomph no era un combatiente muy experto, lo cual había quedado demostrado con creces en su enfrentamiento con Nimor, pero de todos modos pensaba destrozar el gólem con el hacha duergar. Tenía conjuros para ampliar su fuerza, su velocidad, su resistencia y su acometividad, pero de todos modos...
Al menos sería el cuerpo de Larikal el que sufriría, pensó, aunque eso fue magro consuelo. Él ocupaba el cuerpo y sería él quien soportaría el dolor.
Y la verdad, se estaba cansando de sufrir.
Sin dejar de vigilar al gólem, Gomph sacó de sus bolsillos un trozo de piel de lagarto curada y formuló un conjuro que envolvió su cuerpo en un campo de fuerza, esencialmente una armadura mágica. A continuación, pronunció las palabras de un conjuro que hizo que ocho duplicados ilusorios de sí mismo surgieran a su alrededor. Las imágenes se movían y desplazaban. Dificultarían al gólem la tarea de determinar cuál era el auténtico Gomph y cuál una ilusión. A continuación de esto puso un campo de fuerza del tamaño de un escudo delante de sí para desviar los ataques. Un escudo ilusorio apareció delante de todos los duplicados.
Pensó que estaba casi listo.
Extrajo de su túnica una raíz especialmente preparada, la mordió. Tenía un sabor amargo. Y pronunció las palabras de un conjuro de aceleración de sus reflejos y movimientos.
Tenía que formular un conjuro más, uno que llevaba apuntado en su pergamino, pero después no podría formular ningún otro hasta que hubiera cumplido su función, de ahí que la mayoría de los magos fueran reacios a utilizarlo. Gomph, sin embargo, no tenía otra opción.
Primero tenía que despertar al gólem.
Sosteniendo el pergamino en la mano sacó una varita de su bolsillo y apuntó con ella al gólem araña. Descargó sobre él un proyectil verde de energía mágica. El proyectil dio en el pecho del gólem, por debajo de la bulbosa cabeza, y aunque no produjo ningún daño, el ataque animó a la criatura de piedra.
Ésta se movió. La luz animó sus ocho ojos y sus pinzas y patas se movieron.
Gomph desenrolló el pergamino y leyó las palabras de una de las transmutaciones más poderosas que conocía. Mientras las palabras brotaban de él, la magia empezó a surtir efecto ayudándolo a comprender cómo debía usar el hacha duergar, cómo debía combatir. Gomph sintió que se le endurecía la piel, que aumentaba su fuerza y aún más su velocidad. Una furia despiadada se apoderó de él.
Cuando el conjuro lo transformó plenamente, Gomph no sentía nada más que una compulsión poderosa de destrozar al gólem. Era presa de la ferocidad inducida por el conjuro. El conocimiento que el conjuro le había infundido desplazó al del Tejido, pero a Gomph no le importó. No habría formulado conjuros aunque hubiera podido. Eso era para los débiles.
El hacha no le pesaba en la mano. Estrujó en su puño el pergamino, que repentinamente había quedado en blanco, y revoleó, con tal rapidez que silbaba.
El gólem fijó en él su mirada inexpresiva y se posó en el altar. La criatura se movía con rapidez y elegancia, cosa poco habitual en un ingenio artificial. Su peso hizo que se estremeciera el suelo del templo.
Gomph blandió el hacha, rugió y recorrió a toda carrera el resto del camino hasta el altar.

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Quenthel estaba sentada en el suelo de su habitación, con las piernas cruzadas, orando a la luz de una vela consagrada, pidiendo una revelación que explicara todo aquel absurdo. Apretaba en la mano el símbolo sagrado y pasaba el pulgar por los bordes.
Lloth no respondía. La Reina Araña seguía sumida en el silencio que la había acompañado desde su renacimiento.
Sólo pensar en esa obscenidad hacía que Quenthel se estremeciera de rabia. Las serpientes del látigo que estaba a su lado, sobre el suelo, percibían su ira y se arremolinaban a su alrededor en un intento de reconfortar a su señora.
Sin hacerles el menor caso, Quenthel se puso de pie y cogió el látigo y la vela, abrió la puerta de golpe, salió de sus habitaciones y recorrió a grandes zancadas el gran vestíbulo de la casa Baenre, resoplando. Su ira la precedió como una oleada y le despejaba el camino.
Los sirvientes la veían venir, bajaban la cabeza sumisos y desaparecían por los pasillos y cámaras laterales. Sus furiosas pisadas hacía que rechinaran las mallas de su armadura y que bailara la llama de la vela.
¿Cómo era posible que Lloth hubiera elegido a otra? Quenthel era —había sido, se recordó con furia— la señora de Arach-Tinilith. Lloth la había rescatado de entre los muertos.
¡Sin embargo, la Reina Araña había elegido a esa zorra oportunista!
Las serpientes de su látigo le transmitían palabras apaciguadoras, pero ella no hacía el menor caso de sus bisbiseos.
Sigues siendo la Primera Hermana de la casa Baenre, dijo K'Sothra.
Cierto, reconocía Quenthel, pero ya no era señora de Arach-Tinilith. Ella se había encargado de eso.
Quenthel sabía que era blasfemo pensar mal de la Yor'thae, pero no podía evitarlo. Quenthel habría preferido la dignidad de una muerte limpia a su desplazamiento de Arach-Tinilith. Triel la miraba de otra manera desde su destitución. Todos en la casa la miraban de otra manera.
¿Por qué la había degradado Lloth de esa manera? Después de todo lo que ella había hecho y aguantado.
Nadie estaba mejor dotada que ella para ser la Yor'thae de Lloth, y mucho menos esa...
Una telaraña le llamó la atención. Su rabia se apaciguó y se detuvo en medio del pasillo. No era que tuviera nada fuera de lo común, pero le pareció significativa.
Estaba en un rincón, tendida entre dos paredes cubiertas con tapices y se veía grande y plateada a la luz de la vela.
Era una tela de araña de las piedras. Quenthel había visto arañas de las piedras tan grandes como su mano.
Una cuantas moscas de las cavernas, disecadas, estaban prendidas de los hilos como marionetas.
Quenthel se dirigió hacia la telaraña, inclinó la cabeza y mantuvo la vela en alto.
Estudió los hilos, tan intrincados que le parecieron un hermoso trabajo. Cada uno de ellos tenía su razón de ser dentro de la red que formaban, todos ellos servían a un propósito.
Cada una de las hebras.
La telaraña tenía un sentido que su vida, su muerte y su resurrección no tenían.
La miró desde más cerca, desplazando la vela para verla mejor, pero no encontró la araña por ninguna parte. Pasó suavemente el dedo por ella, con la esperanza de que la vibración atrajera a la araña.
Nada. Las moscas de las cavernas saltaron en las hebras.
Sin explicarse por qué, Quenthel sintió odio por la telaraña. Tuvo un impulso y no pudo controlarlo.
Alzó la vela y la sostuvo haciendo que la llama tocara los hilos. Sabía que era una blasfemia, pero lo hizo, incapaz de contener una sonrisa malévola.
Las hebras se contrajeron y se desintegraron, desvaneciéndose en volutas de humo. Las moscas cayeron al suelo. Animándose al ver el fruto de su acción, Quenthel continuó hasta no dejar la menor señal de la telaraña. Se arrodilló y quemó a todas las moscas, una por una.
Las serpientes de su látigo estaban demasiado atónitas para atreverse a bisbisear siquiera.
¿Señora?, consiguió decir K'Sothra por fin.
Quenthel no le hizo ni caso y se alejó de allí. Inexplicablemente, su rabia había desaparecido.

Resurrección [Libro 6] - La Guerra De La Reina Araña - Reinos Olvidados Where stories live. Discover now