🕷️ CAPITULO 2🕷️

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Una línea ininterrumpida de almas drow se extendía por delante y por detrás de Halisstra hasta donde era capaz de abarcar su vista, una cinta de la muerte de Lloth que se alargaba en el infinito e informe éter gris del Plano Astral. Con el aparente retorno del poder de Lloth, las almas estaban al fin libres para flotar hacia el plano de la Reina Araña, donde permanecerían por toda la eternidad.
Una tras otra, las almas fluían en procesión formadas como si fueran soldados en un desfile. El perfecto alineamiento de las almas le pareció sumamente extraño a Halisstra teniendo en cuenta que se dirigían hacia el seno de una diosa que personificaba el caos.
Anteriormente tan grises como el éter en que flotaban, el despertar de Lloth había enviado una oleada de poder a toda la fila de las almas, al Plano Astral y a todos los demás planos también. La reanimación de la Reina Araña había coloreado a los muertos con tonos que recordaban a la vida, había reanimado a las almas en el momento en que la propia Lloth había despertado de su Silencio. Al darles de nuevo color y objetivo, Lloth las había marcado a todas como irrevocable e irremisiblemente suyas.
Estas palabras resonaron de manera inquietante en la conciencia de Halisstra: irrevocable e irremisiblemente de Lloth...
Mientras flotaba en el éter gris, con el mismo desapego que las almas que pasaban a la deriva, Halisstra se miró las finas manos negras. En ellas vio la sangre de las innumerables víctimas suplicantes que había sacrificado en nombre de Lloth. ¿Habría marcado esa sangre a Halisstra como irremisiblemente de Lloth, al igual que las almas que la rodeaban? ¿Estaba también su propia alma teñida de rojo?
Apretó los puños y contempló el paso de las almas y su desaparición en la nada gris. Las mismas manos que habían matado en nombre de Lloth iban a empuñar la Espada de la Medialuna de Eilistraee. Con ella, Halisstra iba a matar a Lloth.
Matar a Lloth. Se sentía atraída y a la vez repelida por la idea.
Halisstra vio su camino con claridad ante sí, un camino tan recto como la hilera de las almas, pero se sintió perdida. Estaba marcada por una diosa, por dos diosas, y en ese momento no estaba segura de qué marca prefería.
El sentimiento la avergonzó.
Sintió que tanto Lloth como Eilistraee tiraban de ella, llevándola en direcciones opuestas, estirándole la piel como si fuera un delgado pergamino. La reaparición de Lloth había despertado en Halisstra algo que había tenido la intención de dar por muerto a la luz plateada de la luna del Mundo Superior, cuando se había entregado a la Diosa Danzante.
Pero no había muerto, al menos no realmente. ¿Moriría alguna vez? La inexplicable atracción de Lloth sobre Halisstra seguía viva, era un perturbador y seductor recuerdo de poder, sangre y autoridad. Halisstra contaba sólo con su incipiente fe en Eilistraee para contrarrestar el adoctrinamiento de toda una vida. Y no sabía si le bastaría con eso. No sabía si quería que bastase con eso.
Había pasado su vida al servicio de la Reina Araña —matando, ordenando— y había vuelto la espalda a todo en menos de dos semanas. ¿Cómo podía ser una conversión sincera? Había perdido su casa, su ciudad había sido destruida, todo lo que conocía había desaparecido. Volverse hacia Eilistraee había sido un impulso, casi frívolo, y alimentado por el miedo a un futuro incierto.
¿Había sido eso?
No lo sabía, y la incertidumbre la estremeció.
A pesar de que las plegarias a Eilistraee ocupaban la mente de Halisstra, se encontró de pronto observando con ansia las manifestaciones del poder reavivado de Lloth que se manifestaba en oleadas por la infinitud gris del Astral.
Después de que el poder de la Reina Araña hubo atravesado la fila de almas revitalizándolas, el propio Plano Astral había explotado en un caos. Torbellinos de energía cromática se formaban aquí y allí en toda la extensión del éter, agitando vórtices de violencia que trazaban rápidos círculos por unos instantes o por algunas horas y se disipaban en gloriosas y cáusticas lluvias de chispas. Dentados rayos de energía negra y roja de varias leguas de longitud acuchillaban de manera intermitente el vacío, haciéndolo pedazos por un instante, y erizaban el cabello y el vello de los brazos de Halisstra. El poder de Lloth saturó completamente el plano.
Y se percibía de manera diferente de cómo lo recordaba Halisstra; más vital, pero también incompleto en cierta medida.
Halisstra consideró que las tormentas de relámpagos de poder eran una inquietante sugerencia del poder de la Reina Araña, un seductor recordatorio de diferentes plegarias, de una manera diferente de veneración. El poder de Lloth lo ocupaba todo a su alrededor. La propia Lloth parecía rodearla por completo, conociéndola, tentándola, susurrándole.
Y los susurros eran siempre lo mismo: Yor'thae.
La palabra era a la vez promesa, amenaza e imprecación.
Halisstra no sabía si sonreír o gritar cada vez que oía la palabra en alas de los vientos del Astral. En su calidad de bae'qeshel, había sido educada en la perdida tradición y sabía lo que significaba la palabra. Su etimología venía de dos palabras del alto drow: Yorn, que significaba «siervo de la diosa»; y Orthae, que significaba «sagrado». La Yor'thae era la Elegida de Lloth, su sagrada sierva, el receptáculo que le serviría a Lloth para hacer... algo.
Pero Halisstra no sabía qué era ese algo. Por más que conocía el significado de la palabra, no entendía cuál era ese significado ni para ella ni para Lloth. Más incertidumbre.
Halisstra conocía el valor de las palabras; el poder de su magia bae'qeshel dependía en parte de las palabras. Y al igual que un conjuro-canción del bae'qeshel, el recitado susurrante de Yor'thae la había encantado, se había abierto camino en su alma y había plantado allí la semilla de la duda. Estaba en guerra consigo misma y luchando por permanecer entera.
Ella y las dos sacerdotisas de Eilistraee, Uluyara y Feliane, habían ido siguiendo la hilera de las almas drow durante lo que les pareció una eternidad. Tres vivientes siguiendo a un ejército de muertos, ellas impulsaban sus cuerpos a través de la interminable niebla gris del Plano Astral por la fuerza de su voluntad.
El éter parecía extenderse infinitamente en todas las direcciones, el vacío gris sólo estaba interrumpido por la hilera de almas, por ocasionales islas de rocas flotantes y erizadas, y por los vertiginosos y coloridos torbellinos del reactivado poder de Lloth. Mientras nadaba en el vacío, Halisstra sintió que sus sentidos se embotaban a causa de la uniformidad. Una y otra vez había luchado para vencer la sensación de vértigo, aunque no podía decir si su causa era el espacio infinito que se abría bajo sus pies o la lucha interna que se libraba en su alma.
—Ya debemos de estar más cerca del portal —dijo Uluyara a sus espaldas.
Halisstra no se volvió, sólo asintió.
A cada instante que pasaba, las tres sacerdotisas se acercaban más y más a su meta, pero Halisstra estaba cada vez menos segura de sí misma y de su causa. Horas antes, Seyll, una antigua sacerdotisa de Eilistraee, había sacrificado su propia alma para proteger a Halisstra de la inyección de poder que la reaparecida Lloth había enviado en oleadas a través del éter del Astral. Seyll, una mujer a la que Halisstra había matado en vida, había elegido la aniquilación de su alma para que Halisstra pudiese completar su encargo de matar a Lloth con la Espada de la Medialuna de Eilistraee.
Pero Halisstra estaba empezando a pensar que se le había encargado también algo más, algo que aún no podía ver.
Yor'thae, susurró el éter, y el cuerpo de Halisstra se debilitó.
Empezó a sospechar que Seyll había aceptado su propia aniquilación no tanto para proteger a Halisstra de algo como para evitar que el poder de Lloth la alcanzase y le comunicase algo, algo muy profundo. Seyll había pasado al olvido haciendo un servicio a Eilistraee, no a Halisstra.
Sintió que estaba en la frontera misma de un misterio, justo en el momento previo a la comprensión del mismo. Si Seyll hubiera permitido que la alcanzase el poder de Lloth ella habría...
—No —exclamó—. No.
Pero la palabra sonó tan vacía como la propia nada.

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La trayectoria de Halisstra había parecido tan obvia cuando la había contemplado en los ojos súbitamente enrojecidos de Seyll, cuando había escuchado en las palabras de la sacerdotisa muerta la promesa de esperanza y perdón a través del culto a Eilistraee... sentimientos que Lloth y sus fieles hubieran considerado una debilidad. Pero luego, Halisstra se había encontrado en el Astral con el alma de Ryld Argith. Estaba alineado con el resto de los muertos, descolorido, esperando su destino eterno. Lo había mirado fijamente a los ojos, había escuchado sus apáticas palabras y había sentido que se debilitaba la firmeza de su propósito. Desde el fondo de su alma habían salido a la superficie antiguos sentimientos. Se había preguntado, y se lo seguía preguntando, que pasaría con Ryld si ella lograra matar a Lloth. ¿Lo condenaría a la aniquilación como se había condenado Seyll?
Este pensamiento le hizo sentir una opresión en el pecho. No condenaría a su amante a la nada. ¡No podía! Pero ¿qué pasaría entonces? El hecho de que sintiera un amor auténtico por todo lo que le debía a Eilistraee, y de que la Doncella Oscura le hubiera encargado matar a Lloth, había puesto en sus manos un arma que según la profecía podía hacerlo.
Sin embargo, la proximidad del poder de Lloth aceleró a Halisstra, la tentó, le habló. Halisstra oyó la llamada de Eilistraee en su corazón, pero notó que Lloth le hablaba a su alma. Ambas la espantaban y la deleitaban a la vez.
Estaba aterrorizada.
Yor'thae, decía la nada.
Cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—¿Qué quieres? —musitó.
Tuvo la distante sensación de que su cuerpo se iba hundiendo lentamente en el éter, pero no se preocupó. Había abjurado de Lloth. ¡Lo había hecho! Se había convertido voluntariamente en una apóstata. Había abrazado la fe de Eilistraee, había prometido fidelidad a la Diosa Danzante bajo la luz de la luna en la superficie del Mundo Superior.
Pero...
Pero su conversión se había producido a punta de espada. Implícitamente, había sido amenazada de muerte por las sacerdotisas a las que había llegado a llamar hermanas ¿No había sido todo una impostura, entonces, suscitada por la necesidad de una sacerdotisa drow sin acceso a sus conjuros, de encontrar aceptación y un hogar en alguna parte, en cualquier parte?
No, pensó, y apretó los dedos contra su frente como si quisiera meterlos en su cerebro y sacar de él esa parte de ella que seguía anhelando a Lloth. Su conversión no había sido forzada. Había sido voluntaria, hermosa, esclarecedora para el alma...
Una mano, una mano firme, apretó suavemente su brazo, paró su caída y tiró de ella dándole la vuelta. Abrió los ojos y se encontró con la mirada clavada en los ojos intensamente rojos de Uluyara. La suma sacerdotisa drow de Eilistraee se veía cómoda con su cota de malla y su túnica verde bosque. De su cadera pendía una espada, y de su cuello, un cuerno de guerra. En su tabardo llevaba prendidos un montón de símbolos mágicos: plumas, botones y alfileres. El gesto de su boca traslucía una auténtica preocupación por Halisstra, pero tras esa preocupación, muy en el fondo de sus ojos, brillaba algo más, algo que Halisstra no pudo identificar del todo.
—¿Estás bien? —preguntó Uluyara, al tiempo que sacudía ligeramente a Halisstra—. Halisstra ¿estás bien?
Ante ellas, seguía adelante el desfile del río de almas, con tal rapidez que se las veía borrosas. Los negros relámpagos dividían el éter en dos con toda nitidez. Los torbellinos giraban vertiginosamente. La voz era apenas un susurro. El cabello blanco de Uluyara ondeaba al viento del Astral. Su armadura, sus armas y toda su vestimenta se veían apagadas por comparación con los colores de las almas. Todo ello parecía descolorido cuando se lo comparaba con la muerte de Lloth.
Halisstra parpadeó, intentó asentir, y finalmente dijo:
—Sí. Solo estoy... preocupada por haber visto a Ryld.
Los ojos de Uluyara mostraron comprensión, aunque su austera expresión no transmitía mucha simpatía. Halisstra sabía que la muerte y la vida futura de Argith no preocupaban demasiado a Uluyara. La suma sacerdotisa estaba centrada en su meta de encontrar y matar a Lloth. No le importaba nada más.
Yor'thae, susurró el Astral.
Al oír de nuevo la voz, Halisstra sintió que le ardían las mejillas.
Miró a Uluyara para ver su reacción, pero la suma sacerdotisa no dio muestras de haber oído nada.
—¿No has oído eso? —preguntó, temiéndose la respuesta.
Uluyara se envaró, meneó la cabeza y miró a su alrededor con cautela. Su mirada volvió a encontrarse con la de Halisstra.
—;Oír qué? —preguntó—. ¿Las almas? ¿Los relámpagos? Es todo lo que hay.
Antes de que Halisstra tuviese tiempo de contestar, Feliane flotaba detrás de Uluyara y puso con suavidad una mano sobre el hombro cubierto con malla de Halisstra. La menuda sacerdotisa elfa vestía un conjunto de fina malla y un pequeño yelmo redondo del que sobresalía como una cascada su larga cabellera castaña. De sus estrechas caderas colgaba una fina espada. Parecía un niño armado al que enviaban a presentar batalla ¿Acaso estaba Eilistraee desesperada?
—Es el murmullo de las almas que van hacia su destino —aseguró Feliane. Miraba a los muertos y en sus ojos redondos se veía una mirada afligida—. Sólo eso.
Uluyara asintió mostrándose de acuerdo. Las almas emitían al pasar un murmullo muy bajo, apenas audible, pero Halisstra sabía que el susurro Yor'thae era algo más, algo que sólo ella podía oír.
—Los condenados de Lloth no van tranquilos a su destino —dijo Uluyara, y a diferencia de lo que había visto en Feliane, Halisstra no observó aflicción alguna en los ojos rojos de la suma sacerdotisa. A su modo, Uluyara era una sacerdotisa sin piedad, como cualquiera de los siervos de Lloth.
—Tal vez se arrepientan al fin del error que han cometido.
Halisstra se apartó de Uluyara y la miró a los ojos.
—Yo amé a uno de esos condenados —dijo, y no pudo soportar la amargura de su voz.
Uluyara se irguió; sus ojos relampaguearon, pero se limitó a decir:
—Lo había olvidado. Perdona mi falta de sensibilidad, hermana.
Halisstra no percibió sinceridad en la voz de Uluyara.
Feliane intervino con su voz suave.
—Paz, hermanas. Estamos todas cansadas. Especialmente tú, Halisstra, por esa carga tan pesada que llevas. Uluyara y yo te ayudaremos a soportarla, pero tienes que permitirnos que lo hagamos. Eilistraee también te ayudará a sobrellevarla, pero también tienes que permitírselo. —Hizo un alto antes de agregar—: ¿Crees lo que te digo?
Su presión sobre el hombro de Halisstra aumentó.
Halisstra miró a sus compañeras alternativamente y de pronto se dio cuenta de lo que subyacía en sus caras y miradas. Flotó entre ambas, atravesada por sus miradas, por sus expresiones expectantes. Corroboró entonces lo que había visto momentos antes en los ojos de Uluyara: dudas.
Dudaban de ella desde el principio o estaban empezando a desconfiar de ella.
La embargó un relámpago de rabia, pero se disipó casi de inmediato; también pudo ver una auténtica preocupación en los ojos de ambas. La amaban y la aceptaban como hermana a pesar de sus dudas. La mente de Halisstra volvió a Quenthel y a Danifae, sus antiguas «hermanas» en la fe, tan diferentes ambas de Uluyara y Feliane. Quenthel no habría soportado la duda y Danifae...
Danifae Yauntyrr había estado al borde del mismo precipicio que Halisstra recientemente, titubeando entre Lloth y Eilistraee, debatiéndose entre los hábitos de su antigua vida y la esperanza de una nueva, temerosa de dar el siguiente paso. Halisstra consideró que Danifae también podía acercarse a la Diosa Danzante sólo con quererlo.
De un modo visceral, Halisstra necesitaba que Danifae se sometiera a la fe de Eilistraee. A través del Vínculo había conseguido conocer bien a Danifae. Halisstra y su antigua cautiva de guerra eran muy parecidas. Ella sabía que Danifae podía ser redimida también, que se la podía apartar de Lloth, y sabía también que la redención de Danifae convalidaría la de Halisstra.
—¿Halisstra? —exclamó Feliane.
Halisstra miró alternativamente a sus dos hermanas y las perdonó por sus dudas. ¿Cómo podía estar enfadada con ellas por tener dudas si ella misma estaba empezando a dudar?
—¿Halisstra? —volvió a interrogar Feliane, con una mirada suave en sus ojos color avellana, pero con una presión firme en su mano—. ¿Crees lo que acabo de decir? ¿Que la Diosa Danzante y nosotras te ayudaremos a llevar tu carga?
Halisstra volvió a mirar a los ojos a Feliane y esbozó un asentimiento.
—Lo creo —respondió, pero no confiaba en que esa ayuda bastase.
Uluyara exhaló un suspiró.
—¿No os parece —preguntó a sus hermanas— que deberíamos hacer una ofrenda a la Señora antes de seguir adelante?
—Es una buena idea —respondió Feliane, que seguía mirando a Halisstra.
Uluyara se quitó el colgante de plata que llevaba al cuello y que tema grabada una espada rodeada por una cinta rizada, el símbolo sagrado de Eilistraee. Lo meció en las palmas de sus manos.
Yor'thae, susurró el éter, y Halisstra detectó un tono de cólera en la voz del viento.
—Éste es un mal lugar para bailar —dijo Feliane, contemplando a su alrededor las almas y los remolinos grises.
—Es cierto —respondió Uluyara—, pero concedámonos un momento para el rezo.
Todas estuvieron de acuerdo y las tres adoradoras de la Reina Danzante, dos elfas drow y una semielfa, se unieron en un círculo y pidieron a Eilistraee fuerza y sabiduría mientras las almas de los condenados de Lloth seguían avanzando, mientras las tormentas del poder de Lloth arreciaban a su alrededor. Halisstra se sintió como una hipócrita.
Después, con la duda atormentándola todavía, preguntó a sus hermanas:
—¿Estáis seguras de que podemos hacer esto? —Les había hecho la pregunta antes, pero necesitaba oír otra vez la respuesta. Puso la mano sobre la empuñadura de la Espada de la Medialuna, envainada y sujeta a su cintura. Sintió su calidez contra sus carnes.
—Es sólo una espada. Y nosotras sólo somos tres.
Uluyara y Feliane intercambiaron una mirada de preocupación antes de que Feliane dijera:
—Esa es la Espada de la Medialuna, Halisstra, consagrada por Eilistraee. Cumplirá su cometido. Y tú no debes pensar que nuestra fuerza se mide por el número. Nuestra fuerza se mide por la fe.
Halisstra no estaba muy segura de que su fe aportara mucha fuerza. Sin embargo, miró a los ojos a sus hermanas y, viendo en ellos una firme resolución, tomó de ellas toda la fuerza que pudo.
Uluyara hizo un gesto con la cabeza a la fila de sombras que pasaban ante ellas y dijo:
—Sigamos adelante. Nuestro camino está claro. Las puertas del dominio de Lloth están abiertas. Las almas nos conducirán a ella.
Halisstra trató de imaginar cómo sería estar ante Lloth, luchar contra la diosa a la que había adorado casi toda su vida. No pudo hacerse una idea. Le parecía absurdo. Y sin embargo...
Tal vez fuera posible.
—Está despierta, pero no estoy segura de que haya vuelto del todo —dijo Halisstra—. Está llamando por todo el cosmos a su Yor'thae., a su Elegida.
Feliane y Uluyara se la quedaron mirando por un momento.
-Yor'thae —repitió Uluyara, saboreando la palabra en su lengua y arrugando la frente con su sabor—. ¿Cómo sabes eso?
—Oí la palabra una vez, hace mucho tiempo —mintió Halisstra.
Uluyara la traspasó con la mirada.
—No me refiero a eso, Halisstra Melarn. Te he preguntado cómo sabes que está llamando a su Elegida ahora.
Halisstra sintió que se le aflojaba el cuerpo. Sabía que acababa de aumentar cualquier duda que albergaran sus hermanas. Se debatió entre la vergüenza y el desafío, y ganó el desafío.
Hizo un esfuerzo para recuperar la dignidad y la seguridad en sí misma en las que había sido educada desde su nacimiento como Primera Hija de la casa Melarn.
—Juro por mi alma —dijo, con el tono más seguro que pudo adoptar—, que yo sirvo a Eilistraee la Doncella Oscura. No lo dudéis. La voz de Lloth es un eco en mi mente. Un eco distante.
Sus hermanas seguían mirándola. Feliane fue la primera en hablar. En su pálida y angulosa cara se esbozaba una sonrisa.
—Tus palabras me suenan a verdaderas —dijo, y miró a Uluyara—. Eso me basta.
—Y a mí también —terció Uluyara mientras aseguraba alrededor de su cuello el colgante de plata—. Perdónanos, Halisstra. Nos parecía extraño que Eilistraee hubiera elegido a alguien tan recientemente apartado de la Reina Araña para llevar su espada. Esa extrañeza hizo que me... preocupase. —Tomó aliento para continuar—. Pero no nos corresponde a nosotras cuestionar la voluntad de la Doncella Oscura. Tú eres la portadora de la Espada de la Medialuna. Ven. Seguiremos a esos desdichados hasta Lloth y haremos lo que hemos venido a hacer.
Dicho lo cual, las tres tomaron posiciones en la larga hilera de los muertos. Las palabras de Uluyara rebotaron en el cerebro de Halisstra, y ella no pudo por menos de preguntarse qué era exactamente lo que había venido a hacer.
Yor'thae, le susurró el viento al oído.
Mientras volaban a través de la niebla del éter, los rayos de energía y los torbellinos de poder se hicieron más frecuentes. Halisstra sintió que su cuerpo se cargaba, se revitalizaba.
—Nos acercamos cada vez más a la fuente del poder de Lloth —dijo, y Feliane y Uluyara asintieron. Sólo más tarde se alarmó ante la posibilidad de que la proximidad del poder de Lloth acelerara su alma.
Poco tiempo después, vieron al frente un enorme torbellino de energía negra y verdosa, que giraba lentamente. Sus ocho brazos en espiral se extendían por el éter hasta cubrir casi la extensión de un disparo de ballesta. En su conjunto, el torbellino recordó a Halisstra la tela estilizada de una araña. La lenta rotación le resultaba hipnótica. Una tras otra, las almas se adentraban en ella y desaparecían.
—Esa es la puerta del plano de Lloth —dijo Halisstra.
Un rayo precedido por un relámpago rojizo hendió el vacío.
Sus compañeras asintieron, la vista clavada en el torbellino. Feliane se veía más pálida de lo habitual. La carga que pesaba sobre ellas se distribuía entre todas.
—¿Estáis preparadas? —preguntó Halisstra dirigiéndose no sólo a sus compañeras sino también a sí misma. Desenvainó la Espada de la Medialuna. En la otra mano, sostenía un pequeño escudo de acero, el escudo de Seyll.
Con la cara contraída y los ojos inmóviles, Uluyara asintió. Sacó su propia espada de la vaina, se llevó el colgante a los labios y emitió un corto bramido que retumbó en el Astral. Las almas no dieron señal de haberlo oído.
Feliane desenvainó su fina espada y aprestó su escudo redondo. Se la veía diminuta.
—Seguidme —dijo Halisstra y se lanzó hacia el torbellino, procurando no mirar a la cara a ninguna de las almas.
Cuando entró en el portal se dio cuenta de que deberían haberse tomado un instante para dirigir una plegaria a la Doncella Oscura antes de entrar en los dominios de Lloth. Estaba segura de que el olvido había sido casual.
Casi segura.
Cuando la alcanzó la energía de la puerta, sintió que tiraban de ella desde dos planos diferentes. Cuando se separó, volvió a sonar una vez más en sus oídos la palabra Yor'thae.

Resurrección [Libro 6] - La Guerra De La Reina Araña - Reinos Olvidados Donde viven las historias. Descúbrelo ahora