Capítulo 7 - Jason

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Era la quinta vuelta que daba al pasillo del menaje del hogar y no había forma humana de encontrar un buen tenedor de barbacoa. Mientras Otto se encargaba de comprar la carne, a mí me tocó reponer algunas cosas necesarias. Fue una decisión de última hora, cuando Gena y yo habíamos regresado de dar nuestro paseo.

Me gustó poder disfrutar de su compañía a solas durante un buen rato. Supe más de ella, o al menos lo que me permitió ver, aunque estaba convencido de que había mucho más que no me contaba.

Hablamos de estos cuatro años en los que nuestras vidas recorrieron caminos distintos. Ella me relató diferentes anécdotas junto a sus amigas, que, al parecer, vivían en constante fiesta adolescente. Intenté que me hablase sobre ese chico con el que perdió la virginidad, pero Gena esquivaba el tema y preferí no ahondar más, pero algo me decía que había ocurrido algo mucho más allá de lo que quería mostrar.

Gena quiso saber sobre mi estancia en China, o más bien sobre mis años viajando por diferentes países asiáticos. Le conté todo lo que en verdad podía contar, menos esa parte oscura de mi vida. Esos tres últimos años fueron una auténtica montaña rusa que prefería dejar a un lado. Aunque la llamada de Mel la noche pasada me hizo saber que no había roto lazos del todo con esa oscuridad.

Giré en el pasillo siguiente al menaje, mientras seguía absorto en mis recuerdos. Me fui directo a la zona donde estaban las piscinas, cenadores y demás materiales para jardín y terrazas.

Eureka —exclamé cuando por fin encontré lo que llevaba un buen rato buscando.

Toda una pared con diferentes tipos de tenedores, pinzas y demás utensilios para barbacoa. Busqué algo que me convenciera y opté por coger un kit completo, prefería que sobrasen tenedores a quedarnos sin ellos y tener que hacerlo con las manos. Tiré del paquete para sacarlo de la sujeción y, tras ellos y ubicado fuera de su zona, un paquete de bridas negras.

Se me heló la sangre.

A mi mente acudieron imágenes sugerentes de mí, atado a un poste, con las muñecas a la espalda. Estaba completamente desnudo, amordazado y bien inmovilizado por varias bridas tan apretadas que me causaban dolor.

Unos pasos firmes anunciaban la presencia de mi ama y una mano enguantada en látex se posó sobre mi hombro derecho. Paseó un dedo por mi torso, mientras con la otra masajeaba mi polla erecta.

—¿Te gusta esto, cachorrillo? —ronroneó Melinda en mi oído.

—Sí, ama —jadeé.

—¿Has sido un perrito bueno? —prosiguió con sus cánticos, a la vez que me masturbaba.

—No, ama —dije a duras penas. Quería moverme, por instinto, pero las ataduras me lo impedían. Entonces, ella cogió la correa que tenía atada a mi cuello y tiró de ella hasta pegar mi cara contra sus pechos.

—¿Y por qué has sido malo? —Me frotó la cara contra ellos y yo saqué la lengua para lamerle los pezones.

—Porque no he hecho que te corrieses, ama —confesé mientras saboreaba un pecho.

Mel me la sacudió con fuerza y después la soltó. Me quejé y supliqué por más.

—Quiero que me folles ahora, cachorrillo, como el perro salvaje que eres —murmuró ella.

Cortó las bridas y me llevó, sujeto de la correa, hasta obligarme a caer de rodillas ante una pequeña mesa con tres rayas blancas de polvo dibujadas sobre el cristal. Sabía lo que quería y obedecí. Esnifé con fuerza dos de ellas y suspiré. Todo cambió al instante. Un amasijo de emociones fuertes se apoderó de mi cuerpo y escuché cómo mi corazón se aceleraba. La polla se me había puesto aún más dura y tenía hambre de ella.

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