Capítulo XXVI "Declaración"

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Las nuevas leyes del juegos estaban sobre la mesa. La "gran corte de Jerusalén" tenía sus días contados.

La improbable y milagrosa noticia de la mejoría de su majestad no tardó en llegar a oídos de sus nobles, sus caballeros y súbditos, al igual que las recientes declaraciones tan escandalosas que venían en tal proclama.

El secreto del favorito de su majestad era bien sabido por todos a estas alturas, un escándalo de tal calibre no era posible de ocultar o siquiera omitir, es por ello que muchos se preguntaban como siquiera era posible que aún estuviera con vida, bueno, al menos eso antes de lo recientemente acontecido.

Un misterio, quizás un simple intento de protección o un plan mal elaborado, ningún médico o siquiera algún hombre de ese castillo  podía creer mínimamente en que una mujer fuera capaz de curar una enfermedad que ni estudiosos, ni médicos siquiera curanderos de todo el mundo habían podido, era ridículo y por ello improbable.

O al menos eso se decía.

Pero para Baldwin aquellos rumores y habladurías no lograban importarle ni siquiera un poco mientras no afectara directamente a su Bella Helena y es que para aquel joven rey de ya casi veinte años solo había corazón y mente para aquella mujer que descansaba plácidamente en un lecho que para su cansancio y frustración no era el suyo.

Las noticias se movían con rapidez, pensaba, apenas hace tres días había hablado con su madre, hace solo tres días casi perdió a su alma gemela, hace ya tres días podía escuchar los gritos de Guido en el calabozo y  los reclamos de Chatillon por un "intento de asesinato" que jamas pasó por parte de su amada y finalmente hace tres días que no sabía nada del mundo a su alrededor que no fuera dicho por el joven Lazarista y su allegado, que por alguna razón aun permanecían ahí.

Si era completamente sincero no le agradaba del todo tanta compañía masculina al rededor de Helena, más bien, no le agradaba la compañía masculina en absoluto cerca de ella.

Aún que también sabía que eran sus celos simplemente floreciendo, era lo suficientemente consciente para solo guardar aquello para él.

Levantó la mirada levemente del escritorio y sus papeles, el espacio era más reducido que sus propios aposentos pero había decidido que solo se separaría de ella cuando la noche así lo requiriera, él simplemente estar uno cerca del otro le hacía estar tranquilo y le daba algo de paz dentro de todo el bullicio que le esperaba afuera. Contemplo con cuidado como la chica se removía algo incomoda ante el tacto de su piel chamuscada por el fuego y la gasa que limpiaba el rastro de ungüento restante de una curación anterior, su rostro decía todo lo que su boca no se atrevía a decir y los gestos de su cuerpo todo lo que no lograba articular, debía doler aún demasiado, sus ojos se cerraban con dureza, sus labios se apretaban y los mordía una vez cada tanto, sus brazos estaban rígidos y sus manos se entrelazaban en las sábanas apretándolas con fuerza. Odiaba que estuviera pasando por esto.

— Ya casi esta...— Balbuceaba Allard muy concentrado en su tarea y en que aquello no fuera demasiado doloroso. — Solo un poco más ...

Esto duele como el infierno — Exclamó con rigidez en unas palabras bastante ahogadas.

— Lo sé, tratare de ser rápido.

— No...Tranquilo, puedo soportarlo.

Tu cara no dice lo mismo — Exclamó el joven rubio levantando la vista desde la otra esquina de la habitación, sus ojos azules se clavaron intensamente en el lugar donde el joven lazarista realizaba su labor. — Aquello...¿dejará cicatriz verdad?

— Eso no es importante — Reclamó la muchacha tratando de quitarle importancia al hecho.

— ¿Allard? — Volvió a preguntar sin intención de ignorar a la chica.

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