XXIV: Un collar de luna

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La siguiente media hora de Damien se resumió en ir tras Aria para no perderla de vista, mientras esta caminaba de un sitio a otro, echándole un ojo a cada puesto que veía.

Al cabo de un rato, el asesino había decidido no hacer caso a su interior y hacer un esfuerzo para intentar echarle un vistazo él también a lo que los vendedores ofrecían; sin embargo y tal y como esperaba, no había nada que mereciese la pena, solo baratijas y cosas horribles en las que el asesino jamás se gastaría su dinero.

Aria, por suerte, tampoco lo había hecho por ahora, pero Damien sabía que tarde o temprano terminaría cayendo en la trampa... Porque unos precios tan caros para unos artículos tan cutres no podía ser más que eso.

—Aria, ¿realmente te interesa estar aquí? Solo hay gente y más gente —murmuró el asesino a su lado, observando la cantidad de personas que estaban congregadas en esa plaza.

—Eso es porque casi nunca suele haber mercadillos tan amplios, ni siquiera en Steelhills. No es mi culpa que no sepas apreciar la suerte que tenemos de poder venir aquí en nuestro día libre —explicó la bailarina, levemente molesta.

Sí, bueno, suerte para ella, porque Damien solo se ponía peor por momentos.

Parecía que Aria iba a decir algo más, pero justo en ese instante, sus ojos se agrandaron al ver algo y, agarrando el brazo de Damien otra vez, corrió hacia un puesto a lo lejos, en el que no había nadie.

Damien inspeccionó al hombre que lo atendía: bajito, gordo, pálido y de aspecto anciano, con canas y casi calvo. De primeras, al joven no le dio demasiada buena espina, aunque no pudo hacer nada para frenar a Aria. Suspiró y le lanzó al vendedor una mirada asesina mientras se acercaban, solo para que tuviera cuidado con lo que hacía y decía.

Damien se había equivocado las suficientes veces a lo largo de su vida para saber que su instinto nunca fallaba. Y en esa ocasión, ese instinto suyo le decía que le convenía tener cuidado con ese hombre.

Bueno, era un vendedor, ¿qué les iba a hacer, estafarles? No creía que Aria fuese lo suficientemente tonta como para caer en esas trampas. Damien, desde luego, no lo era.

—Bienvenidos a mi tienda, jóvenes —saludó el señor en cuanto les vio acercarse. Se levantó rápidamente de la silla y abrió los brazos con gesto cercano, como si  se conociesen de toda la vida y estuviese contento después de años sin verlos—. Aquí vais a poder encontrar todo tipo de cosas magníficas y con profundos significados. Soy experto en estos temas, así que si tenéis alguna duda, no tenéis más que preguntarme.

Aria esbozó una sonrisa algo forzada y asintió un poco para agradecérselo, mientras que Damien solo se mantuvo serio y le lanzó una mirada de reojo al vendedor. A continuación,  clavó la vista sobre la contraria, que inspeccionaba los objetos colocados sobre la mesa.

Había bastante variedad: desde joyas como collares, anillos o pendientes, hasta pequeñas pinturas, amuletos de la suerte y pañuelos para el cuello pintados a mano. Por algún motivo, el asesino dudó que todas esas obras que tan artesanales parecían las hubiese pintado ese hombre.

Aria pasó de objeto a objeto, casi sin prestarle atención a la mayoría de ellos; sin embargo, se detuvo en cierto punto, mirando algo sobre la mesa. Damien se sorprendió cuando se dio cuenta y se acercó un poco para identificar qué era aquello que había llamado la atención de la bailarina.

Se trataba de dos collares atados a un mismo cartón que servía de soporte. A simple vista, parecían iguales, pues ambos poseían la misma cadena muy fina de color plateado; no obstante, aquello que estaba atado a esa cadena era diferente en un collar que en otro.

Rogando a la LunaWhere stories live. Discover now