III: Una sombra en la ventana

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Martha se emocionó mucho cuando, a la hora de la cena, Priscilla le entregó las margaritas y los tulipanes reunidos en un bonito ramo. 

—No tenías por qué hacerlo —había dicho la sirvienta, a quien al parecer nunca le habían hecho un regalo parecido. Entonces, Priscilla le había dedicado una de sus sonrisas dulces y Martha se había marchado, dejando a la dama y al príncipe cenando en una de las terrazas del palacio, completamente solos.

La suave llovizna repiqueteaba contra la piedra blanca del castillo, dando una sensación de inmensa paz. Carwyn deseó tener dos narices por unos segundos: una para oler la deliciosa comida y la otra para disfrutar del olor de la lluvia que inundaba el exterior.

—Sabía que le gustaría —dijo Priscilla, después de que Martha se fuese—. ¿Qué has hecho tú con tus flores?

—Están en mi habitación. Tengo que pensar qué hacer con ellas, podría llenar un armario entero con todas las flores que he recogido a lo largo de este tiempo —contestó Carwyn, aunque en el fondo le encantaba tener tantas flores. Priscilla soltó una pequeña risa.

—Bueno, al menos en un futuro podrás montar un negocio de venta de ramos.

—No creo que me lo permitan.

( . . . )

Después de casi una hora de cena con Priscilla, Carwyn terminó regresando a su habitación. Una vez más, estaba agotado, probablemente todavía debido a la fiesta. No era consciente de que un evento pudiera cansarle tanto. 

Una vez más, los pasillos estaban inundados por la oscuridad y el silencio. Le extrañaba que los sirvientes no hubieran encendido ninguna vela, pues siempre solían hacerlo aunque fuese solo una. La noche anterior no había sido así solamente porque estaban todos atareados con la fiesta.

Una de las ventanas abiertas dejó escapar un suspiro de viento que acarició su piel y su cabello, despeinándolo levemente y trayendo con él algunas gotas de lluvia. Carwyn no dejó de caminar mientras se colocaba bien su cabello pelirrojo y secando las pequeñas agujas de agua que se habían clavado en su piel. 

Finalmente, subió las escaleras de caracol que daban a su habitación; sin embargo, se detuvo en la mitad al ver que por debajo de la puerta cerrada se filtraba un leve halo de luz. Carwyn tragó saliva. ¿Se había dejado las velas encendidas? ¿O habría alguna criada limpiando dentro? No solían hacerlo por la noche porque asumían que el príncipe probablemente estaba en la habitación y no querían molestar, pero... Quizás alguna sirvienta había escuchado que iba a cenar a una terraza con Priscilla y había aprovechado el tiempo.

Por otra parte, tampoco creía que su cuarto estuviera tan desordenado. 

Suspiró y subió los últimos escalones que le faltaban para a continuación abrir la puerta con cuidado. Esta emitió un chirrido que nunca antes había proferido antes de abrirse lo justo para que Carwyn pasara dentro.

Lo que vio allí hizo que su corazón diese un vuelco.

Un vuelco de miedo, aunque no le gustase admitirlo. 

En toda la habitación había solamente dos velas encendidas en los extremos de la estancia que la iluminaban vagamente, dejando rincones sumidos en la oscuridad. Y allí, sentada sobre la repisa de la enorme ventana junto a su cama, había una sombra. Una sombra recortada por la luz de la luna que brillaba con fuerza en el cielo.

Carwyn quiso correr escaleras abajo, pero sus piernas no le obedecieron cuando les gritó que se movieran, paralizadas por el susto. 

Por todos sus aposentos sonó un soplido, como si proviniese de las paredes. Y luego, las únicas dos velas que había se apagaron por arte de magia, como si algún ser invisible hubiese soplado al mismo tiempo para eliminar el fuego que las consumía. 

Rogando a la LunaWhere stories live. Discover now