Capítulo 25

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Ana

Desperté y de inmediato el sol me dio una bofetada. Tuve que dejar que mis ojos se acostumbraran a la luz. ¿Luz? Lo último que recordaba era haber hablado con ese hombre. Nadie me había transmitido tanto miedo con tan solo hablarme.

¿Qué me había hecho? ¿Cómo llegué a casa?

Me levanté con cuidado. Nunca antes me había sentido tan débil. Mis pies, literalmente, se arrastraron hasta la salida de mi habitación. Unas voces provenientes de la sala me hicieron detenerme.

-No lo sé, tú dime -espetó Miguel. Sonreí al saber que estaba aquí.

-Señor, yo no pude... -mi chico intentaba explicarle algo.

¿Qué?

Azrael... -le gruñó, como si su ira con cada segundo que pasaba fuera en aumento-. Me dijiste que no debía preocuparme, que te encargarías de cuidarla. ¿Cómo es que paso esto?

-La cuido y la cuidaré siempre, Señor -suspiró.

-¡Pues me parece que no! -le interrumpió-. ¡Cielo santo! Mi hija está inconsciente en esa cama, no responde. Está blanca como papel. Si hubiera estado tan solo unos minutos más con él ni siquiera yo hubiera podido salvarla -me quedé ahí. Confundida.

¿Hija?

Sonreí negando, él había llevado muy lejos el juego de ser mi padre. Estaba a punto de cruzar el umbral para decirle que no regañará al pobre chico. Esto había sido completamente mi culpa.

-¡Es mitad ángel! ¡Por amor a nuestro padre! -chilló con desesperación-. ¿Cómo es que dos Ángeles Mayores no son capaces de protegerla? ¿Qué se supone le hubiera dicho a su madre si algo peor le pasaba?

Mi mundo empezó a dar vueltas. Un montón de preguntas empezaron a formarse en mi cabeza. Me abrumaban. Tuve que sostenerme de la pared a mi lado. Había obtenido toda esa información en el peor momento.

Mi cuerpo sucumbió y me desmayé.

Azrael

Entré a la casa desesperado. Todos mis temores ahora eran pequeños en comparación con el terror que ahora sentía. Camila estaba con ella, intentando bajar su temperatura. Ella yacía en su cama como una muerta en vida. Estaba pálida y su respiración era insoportablemente lenta.

Su amiga salió de la habitación dejándonos solos.

-¿Qué te hicieron, mi niña? -destapé su brazo para tomarla de la mano. Quería que sintiera que estaba aquí con ella.

Entonces lo vi, su muñeca izquierda estaba marcada con fuego, como si alguien la hubiera apretado con una fuerza inhumana. Ahora en su piel estaban tatuados los dedos del intruso que le había hecho daño. Había visto esas marcas antes. Ella había tenido otro encuentro con un demonio. Esta vez, uno bastante poderoso.

El doctor que su amiga había ido a llamar para que venga a revisarla no podría ayudarla, ni siquiera yo.

No lo pensé dos veces, salí de ahí en busca del único capaz de salvarla. Agradecía a mi padre haberle hallado sin mucha dificultad. Me miró y de inmediato fue hasta mi encuentro.

-¿Qué paso? -dijo sin ninguna cortesía.

-Es Ana... -no pronuncie nada más. Ya estábamos descendiendo de vuelta a la tierra.

Todo su cuerpo se tensó al ver a su hija de esa forma. Revisó su cuerpo y al encontrar la marca que yo había visto antes chocó miradas conmigo. Pensaba lo mismo que yo. Tomó su mano con delicadeza y empezó a extraer el veneno del cuerpo de mi niña.

Vi como su cara se arrugaba, como si ahora estuviera sintiendo el peor de los dolores. Si él, el ángel más poderoso, se quejaba, no quería ni imaginar todo lo que había sufrido y quizá estaba sufriendo la pobre Ana.

La soltó después de un par de minutos. El semblante de la chica cambió de inmediato y ahora parecía que tenía el más reparador de los sueños. Nos quedamos con ella un largo rato, velando su sueño en silencio.

Salimos dejando que descansara. El sol para este punto ya estaba en todo su esplendor. Miguel tomó un cuchillo antiguo que traía con él y corto la palma de su mano. De él, empezó a brotar un líquido negro y hediendo.

-Belial... -gruñó molesto y lo miré confundido-. Esto es obra de él -continuó viendo con asco su mano-. ¿Cómo se atreve?

-¿Pero como es que él dio con ella? -pregunté, aunque sabía que él no tendría la respuesta.

Me mató con la mirada.

-No lo sé, tú dime -espetó.

-Señor, yo no pude...

-Azrael... -gruñó como si con cada palabra que salía de mi boca su ira solo aumentara más-. Me dijiste que no debía preocuparme, que te encargarías de cuidarla. ¿Cómo es que paso esto?

-La cuido y la cuidaré siempre, Señor -dije y suspiré arrepentido de no haber venido antes a verla. Quizá esto sí había sido mi culpa.

-¡Pues me parece que no! -me interrumpió-. ¡Cielo santo! Mi hija está inconsciente en esa cama, no responde, está blanca como papel. Si hubiera estado tan solo unos minutos más con él, ni siquiera yo hubiera podido salvarla -miré hacia el suelo, mostrando mis respetos hacia él, aceptando sus reproches.

-¡Es mitad ángel! ¡Por amor a nuestro padre! -continuó chillando desesperado-. ¿Cómo es que dos Ángeles mayores no son capaces de protegerla? ¿Qué se supone que le hubiera dicho a su madre si algo peor le pasaba?

Poco segundos después, un golpe seco proveniente del pasillo hizo que volteáramos al mismo tiempo. Ana estaba en el suelo.

Nos había escuchado.

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"Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia recibisteis, dad de gracia.

Mateo 10:8

La mujer de la ParcaWhere stories live. Discover now