Prólogo

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Hadrien

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Hadrien

Con la vista perdida en la oscuridad y con la mente muy lejos de mi cuerpo, me encontraba esperando a Amelia.

El sol acababa de ocultarse entre el infinito horizonte, aún permanecían los colores rojizos sobre algunas partes del cielo nocturno. Las estrellas y parte de las galaxias eran visibles para mis ojos, como si mirara a través de un telescopio; admito que me maravillaba con cada constelación que era capaz de divisar, pero sentía cierto vértigo al hacerlo. El universo era extenso, oscuro y brillante a la vez, una mezcla extraña, experimentaba la sensación de que caía sobre mí, así que opté por no levantar demasiado la vista.

Elegía mirar hacia la punta de los árboles, ver como el viento atravesaba sus ramas, las agitaba con violencia y de tanto en tanto observaba a los animales nocturnos ocultos entre los frondosos troncos, iban de aquí para allá en busca de una presa, tan similares a mí.

Me desplazaba entre los humanos, pasaba desapercibido luciendo como uno de ellos, observándolos, acechándolos como el depredador que era, para luego atacarlos, beber su sangre y también la esencia de sus patéticas vidas.

—Mi cielo —su suave voz resonó en la habitación. Ella era a la única a la que le permitía llamarme de ese modo tan cursi.

Con una calma imperturbable di la vuelta, regresé de golpe a la realidad al verla tan bella como siempre lo había sido. Su cabello iba recogido, dándole un aspecto juvenil; la piel pálida de su cuello quedaba expuesta, provocaba en mí el anhelo de morderla y besarla, de presionar mis labios contra su carne lentamente hasta su hombro, deslizar el tirante de su discreto vestido y seguir con el recorrido por cada parte de su perfecto cuerpo.

Detuve mis pensamientos. No, ya no podía tenerla. Veía en el dolor en sus ojos, la luz recaía sobre ellos, iluminaba su mirada oscura.

—Vas a irte —aseguré. Su rostro se inclinó hacia abajo, cuando volvió a levantarlo, la sangre se acumulaba en sus orbes.

En segundos fui a ella. Odiaba verla llorar a pesar de que pocas veces lo hizo frente a mí.

Podía detenerla, no permitir que Marius se la llevara, incluso ante el hecho de que era su alma gemela.

La amaba, la amaba tanto y no quería perderla; fui consciente de que este día llegaría tarde o temprano, Amelia no era mía, la mitad de mi alma murió hace muchos años atrás y yo debí hacerlo con ella; sin embargo, me revelé y tomé a la hermosa vampira que tenía frente a mí como mi mujer, mi pareja, mi todo.

—Te amo —le temblaba la voz—, pero lo que me une a él es más fuerte.

—Lo sé —susurré. Mis manos acunaron su rostro con delicadeza, la toqué con suavidad, como siempre lo hice desde que estábamos juntos—. Ve, ya no tienes nada que hacer aquí —agregué, contenía la creciente rabia que habitaba dentro de mí desde que supe que ella lo había encontrado.

—No me odies —suplicó sollozante.

—No lo hago —la calmé—. Solo vete, Amelia, y por favor, no te cruces de nuevo en mi camino.

—Hadrien. —Su asombro era notable. La solté, dejé caer los brazos a mis costados. Ella intentó tocarme, pero retrocedí.

—Adiós, Amelia —me despedí.

Desaparecí de su vista mientras escuchaba su llanto brotar libremente.

Salí de la mansión que compartí con ella, corrí deliberadamente entre el espeso bosque que se cernía a mi alrededor como una gran masa oscura de robles y ramas.

Acababa de perder a la única mujer que le daba motivos a mi eternidad vacía. Ella ahora sería de alguien más y los celos despertaban dentro de mí, si no los controlaba, haría algo de lo que me arrepentiría después.

Mientras corría, movía las piernas rápidamente entre el camino que trazaban mis pies al pasar; la realidad se encargó de golpearme en el rostro. Yo estaba solo y así estaría hasta el final de los tiempos; cuando todo terminara, cuando la humanidad poco a poco decayera, yo estaría ahí, en primera fila, siendo un espectador eterno de su descenso.

¿Qué sentido tendría seguir aquí?

Me cuestioné una y otra vez; sin embargo, el dolor de perder a Amelia iba disipándose conforme corría sin rumbo fijo. No era alguien que se quedaba a lamer las heridas, victimizándose y en depresión. Jamás me arrastraría o suplicaría por una mujer, eso nunca.

Sufrí al perder a Anne, lloré su muerte, no porque así lo quisiera, sino que, el dolor que ella sintió, fue el mismo que yo experimenté. La tuve entre mis brazos por unos pocos minutos para después desangrarla, me adueñé de la esencia de su vida.

Murió al instante y mi alma lo hizo con ella.

Desde el momento en que la vi la condené y su muerte me condenó a mí a pasar la eternidad solo, sin mi luz, sin mi alma gemela.

No obstante, dejé de lado mis lamentos, ya había sufrido demasiado. Existían más cosas en este mundo que podían hacerme sentir bien, llenar un poco el vacío que se formaba en mi alma; Amelia era la única a la que había amado de verdad, ahora la perdía y me daba cuenta de que el amor en realidad no se hizo para alguien como yo.

Entregué mi corazón y fue destrozado.

Me prometí a mí mismo no cometer el mismo error dos veces. Jamás.

A tu lado ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora