—Esto es un asco.

La voz de Lucas desde la puerta de la oficina lo regresó de inmediato al presente. Solo entonces, se percató de las dos tazas que tenía en sus manos. Bien sabido era que su compañero detestaba el café, pero también que recurría a este cuando ya no le quedaban fuerzas para mantenerse en pie—. De verdad te digo, no entiendo cómo puede gustarte tanto —continuó con una sonrisa traviesa mientras le entregaba el suyo. Lo estaba provocando. Siempre lo hacía.

En otras circunstancias habría aprovechado la ocasión para replicarle y decirle que eso era lo que bebían los hombres de verdad y no el agua con pasto que él tomaba todo el rato. Por supuesto, eso habría desatado otro tipo de bromas en las que, sin duda, su amigo se encargaría de que el nombre de su esposa surgiera —sabía perfectamente que Daniela era su punto débil— y él terminaría amenazándolo con despellejarlo vivo si no cerraba la maldita boca. Claro que esto lo haría carcajearse, aún más, a su costa, pero no importaba. Siempre reaccionaba cuando lo fastidiaba con ella.

Sin embargo, no estaba de ánimos para bromear en ese momento y pronto, él tampoco lo estaría. Lucas era un tipo alegre y despreocupado. Lo admiraba por eso. No entendía cómo hacía para encontrarle siempre el lado positivo a todo, pero le gustaba mucho eso de él. Complementaba a la perfección con su seriedad y cinismo. Juntos eran como el ying y el yang. Tal vez por eso formaban tan buen equipo. Aun así, incluso él tenía un límite. Por esa razón, sabía que, en cuanto le contara las novedades, se esfumaría por completo la sonrisa que tenía en su rostro.

—Acaba de llegar el informe que estábamos esperando.

—¿Y? —preguntó con curiosidad antes de sentarse frente a él.

Pablo deslizó la carpeta que había sobre el escritorio en su dirección.

—Hay tres posibles boliches en Buenos Aires para que investiguemos.

Fijando los ojos en los de su compañero, se reclinó en la silla. Se percató del momento exacto en el que este reconoció el lugar. Su ceño se frunció a la vez que su mirada se volvió oscura, severa.

—¿Qué carajo? Acá es donde canta Ana.

Asintió.

—Lo sé, y no es todo. Mirá el listado de empleados. El segundo nombre, de abajo hacia arriba.

Aguardó en silencio mientras Lucas dirigía la mirada hacia el lugar indicado y bebió un sorbo de su café. Tal y como había supuesto, su expresión cambió en un instante. Ya no quedaba rastro alguno del jovial humor que tanto lo caracterizaba.

—¿Cuándo salió? ¿Vos lo sabías? —No pudo evitar que la pregunta sonara como una acusación.

—Sabía que estaba en eso, pero no tenía la confirmación. Su abogado es amigo de mi papá y cada tanto hablamos de su situación.

—Me estás jodiendo —afirmó más que preguntó— ¿Y ni siquiera se te ocurrió mencionármelo? —cuestionó, furioso.

Pablo le sostuvo la mirada, manteniendo la calma. Era consciente de que estaba nervioso y no podía culparlo. En su lugar, él también habría reaccionado mal. Tal vez peor, incluso.

—No lo creí necesario —respondió con un tono de voz bajo y pausado—. Su vida está en Buenos Aires, Lucas, y la nuestra acá. No tenía sentido que...

—¡Mierda, Pablo! ¡Mi hermana está allá! —lo interrumpió a la vez que apoyó con brusquedad la taza sobre el mueble y se puso de pie.

A continuación, sacó su teléfono del bolsillo y llevándolo a su oreja, comenzó a caminar de un lado a otro, cual león enjaulado.

Su última esperanzaWhere stories live. Discover now