—Sí —complació a su amiga, dándole información sobre su hermano—. Nacieron en Alemania los dos.

—¿Y qué es lo que te hace pensar que también tú naciste ahí? ¿Lo rubia que eres? —jugó—. Eres muy rubia, Annie, pero también muy bajita. Deberíamos buscar en Google «duendes albinos», y ya está.

Annie al fin se rió.

—No estoy diciendo que no nací aquí. Creo que... No lo sé —guardó silencio.

Bianca no dijo nada más: la entendía. Annie sólo quería saber algo de sí misma. Lo que fuera. Y era comprensible. A muchos niños adoptados sus padres les hablaban sobre su adopción con tranquilidad y madurez, aclarándoles todas sus dudas; a Annie no estaban dándole ese beneficio —o derecho—. Muy por el contrario, su familia prohibía el tema.

Le dio un golpe suave, en el brazo, y la animó a ir, juntas, a buscar su registro de nacimiento, y aunque al principio Annie se negaba, terminó aceptando.

Y el blanco había sido Hanna, por supuesto —ella era mucho más accesible que el padre—, pero ella dijo:

—Ah —la mujer recién salía de ducharse y se untaba crema en sus finísimos pies—. Creo que está en el estudio de tu padre. ¿Por qué no esperas a que llegue él y se la pides?

Annie asintió, rendida, pero su amiga insistió:

—Es que —comenzó Bianca, con la soltura que ya la tenía aún de niña—, queríamos terminar nuestras tareas ahora, para ponernos a jugar y no dormirnos tarde. Mañana es viernes.

Y la mujer lo pensó por un segundo. Bianca aprovechó para apreciarla sin maquillaje; notó lo largas y espesas que eran sus pestañas oscuras —sus enormes ojos grises se robaban siempre la atención—, y que su piel blanca no tenía una sola marca, ni arrugas, ni siquiera un poro abierto. La niña pensó en que esa mujer era un encantó.

—¿Se ha hecho usted alguna cirugía, señora Petrelli? —preguntó ella, sin darse cuenta.

Hanna se sorprendió.

—¿Hum? No —parecía confusa—. ¿Cirugía de qué?

Bianca sacudió la cabeza.

—Es usted muy bonita —le dijo.

La mujer se rió y sacudió la cabeza.

—Ya, ya. Vamos a buscar esa acta y a que les pida una pizza, o algo —Hanna había creído que la niña estaba adulándola para convencerla.

No era así, pero Bianca se alegró de que funcionara; la mujer acababa de darle un arma que, más adelante, ella sabría utilizar bien.

Ya en el estudio de Raffaele, les había costado abrir cualquier cajón, pues él todo tenía bajo llave. Al final, luego de media hora, encontraron el acta y Annie corrió escaleras arriba, con ella.

Sentía el corazón latir muy fuerte cuando llegó a su recámara y casi sentía que estaba por leer los secretos más oscuros del universo, pero su prima ya estaba ahí, recostada en su cama, viendo la televisión, y eso la detuvo.

Bianca la alcanzó poco después, y al darse cuenta de que Annie dejaba su acta sobre el escritorio, le preguntó:

—¿Qué datos te pidieron? —para que lo leyese de una vez.

Entonces Jessica se percató de lo que era el papel que llevaba su prima y, antes de que Annie se diera cuenta, ellas estaban a su lado, expectantes.

Ambrosía ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora