«Qué patético eras, Adrián». Me reclamé mentalmente al preocuparme por un intruso que todavía no conocía.

Decidí evadir mis pensamientos contradictorios y me cambié de ropa para dirigirme hacia el gimnasio del hotel. Aproveché que Alysha estaba profundamente dormida para liberar dopaminas, endorfinas y serotoninas. Estaba seguro de que me vendría bien para calmar mi inestable temperamento.

Cuando regresé a la suite y me percaté de que Alysha seguía durmiendo, decidí tomar un rápido baño y me vestí de manera elegante casual con la intención de ir hacia el salón de música para tocar el piano. Tenía que admitir que haber realizado otra rutina de ejercicios había calmado mi jodido temperamento. Sin embargo, sabía que estaba triste, temeroso y confundido. Mis emociones se mezclaban unas con otras y necesitaba desahogar cómo me sentía a través de las melodías, justo como Marcella me enseñó a hacerlo cuando era un niño.

Cuando acobijé a Alysha, salí de la habitación y me dirigí hacia el salón de música, el cual se encontraba vacío y con las luces apagadas. Aun así varios de los empleados del hotel sabían que últimamente venía a tocar el piano y me lo dejaban pasar. De todas formas, al mantenernos en cuarentena, casi nadie se asomaba por los pasillos si no era por los que trabajaban en el lugar.

Dejé las luces apagadas y cerré las extensas puertas detrás de mí. Prefería que el ambiente se mantuviese a oscuras, ya que así me sentía de momento, perdido y sumergido en la oscuridad que me había estado atormentando durante mucho tiempo. Me senté junto al piano y rocé mis dedos sobre este cuando tomé varias bocanadas de aire. Tomé la postura indicada y cuando estiré mis brazos de manera correcta, comencé a plasmar mis dedos sobre el teclado para recrear The Approaching Night de Philip Wesley, una maravillosa y exquisita melodía que para mis oídos sonaba magistral con sus toques dramáticos. La había practicado tantas veces, que ya me la sabía de memoria al momento de interpretarla.

La luz de la luna y las farolas del exterior se colaban a través de las ventanas acristaladas. Desde mi posición podía divisar a lo lejos la Torre Eiffel y como los copos de nieve caían sobre las calles.

No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que salí de la suite y estuve tocando el piano, pero no me había detenido en ningún momento, ya que cuando culminaba la interpretación de la melodía, volvía repetir el acto una y otra vez. Poco a poco, podía sentir como el aire comenzaba a faltarme y como mi garganta se atoraba. Entonces, muchos recuerdos que habían quemado mi alma toda mi vida se recrearon en mi cabeza como si hubiesen sucedido en la actualidad:

Yo, siendo abandonado.

Yo, siendo rechazado.

Yo, siendo humillado.

Yo, siendo maltratado.

Yo, viviendo enajenado.

Yo, pasando hambre.

Yo, sintiendo dolores físicos y emocionales.

Yo, siendo testigo de abusos y violaciones.

Los demonios querían apoderarse de la poca luz que había albergado en mi interior durante mucho tiempo; anhelando paz, cariño y amor. Ellos querían continuar atormentándome para que yo jamás pudiese salir de la oscuridad que siempre me había arropado.

Mis dedos sobre el teclado comenzaron a desplazarse con gran velocidad, sin equivocarme y siendo preciso, frunciendo el ceño y presionando los dientes, sintiendo como mi cuerpo se tensaba cada vez más. En cualquier momento explotaría, porque la oscuridad quería confundirme una vez más y hacerme creer que yo no merecía ser salvado. Sin embargo, en respuesta hacia los recuerdos negativos, también se recrearon en mi mente todos los positivos y los que de alguna forma me habían salvado:

Marcella Milán, mi madre adoptiva, quien me aceptó desde que me conoció como su estudiante y quien me enseñó sobre el autocontrol de mis emociones y acciones. Siempre me amó y luchó por mí hasta que logró adoptarme.

Andrés Wayne, mi padre adoptivo, quien me apoyó desde que me conoció. Él me recordó lo que siempre soñé ser y me impulsó para lograrlo: ser médico.

Sin contar a las familias de ambos, quienes siempre me recibieron con cariño y afectos, haciéndome sentir bienvenido. Luego estaban los demás que se habían mantenido a mi lado y me habían brindando su lealtad laboral y amistosa. No podía quejarme de lo que viví más adelante, porque fueron momentos buenos.

Había aprendido muchas cosas en mi camino, uno que no había sido fácil, pero que me había tocado afrontar por más traumático y triste que haya sido. No obstante, mientras continuaba tocando el piano con los dedos ya adoloridos, pensé en los recuerdos más profundos y hermosos que había vivido, porque todos ellos eran con mi persona favorita y la mujer que más amaba por encima de cualquier circunstancia:

Mi lengua viperina.

Mi Aly.

Mi niña ya no tan niña, pero que para mí siempre lo sería.

La persona que me había salvado la vida en más de una ocasión, metafóricamente y literalmente.

Desde que supe de su existencia, siempre alegró mi triste y herida vida, pero cuando creció y se convirtió en toda una mujer, no solo sobrepasó mis expectativa, sino que me enseñó sobre el amor verdadero y la aceptación sobre mí mismo. La vida jamás me alcanzaría para agradecérselo con palabras, pero esperaba que mis acciones y mis intenciones de mejorar fuesen una demostración de cuanto la amaba. Los recuerdos que venían a mi mente se basaban en abrazos, besos, caricias, miradas de amor y admiración hacia mí, gemidos, pieles rozándose, sexo, sexo, sexo y más sexo.

Entonces, luego de todos esos hermosos y candentes recuerdos, solo una palabra se adueñaba de toda mi existencia:

Intruso.

Fue cuando detuve mis dedos sobre el teclado del piano y exploté en un incontrolable llanto que nació desde lo más profundo de mi ser.

MCP | La Cura ©️ (¡Completa!) ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora