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Olimpia

―La tía de Poppy es gerente de un restaurante y me ha dicho que, si quieres, puede hablar con ella para ver si tiene un hueco temporal para ti en su plantilla ―le comenté a Michael mientras desayunábamos.

Él hizo una mueca que decía en mayúsculas "¿yo? ¿camarero?", pero rápidamente lo camufló, mostrando un interés que en realidad no sentía. Me enfadaba que me tomara por tonta incluso más que fingiera conmigo, pues lo conocía más que sus padres.

―Me lo pensaré. ―Sonrió.

Asentí con la cabeza, sabiendo que no lo haría. Quería pensar que estaba buscando trabajo y que lo conseguiría.

―¿A qué hora viene ese chico?

―Me avisará, pero esta mañana, supongo. El pobre vive en un apartamento con cinco chicos más y quiere irse de allí lo más rápido posible.

Asintió con la cabeza y apuró la última gota de café de su taza. Se levantó y la metió en el pequeño lavavajillas. Un pequeño privilegio; jamás había tenido uno y, como venía con la casa, no dudé en usarlo siempre que hiciera falta.

―Me voy, cielo. ―Se acercó a mí y me besó los labios. Lo miré confundida―. Es el cumpleaños de Anthony, ha invitado al grupo a una barbacoa.

―Oh, vale... Pasadlo muy bien, entonces.

Me besó la frente mientras me rodeaba brevemente con sus brazos.

―Gracias, Oli.

Y, sin mucho más, se fue. Escuché cómo descolgaba la chaqueta del perchero y, todo seguido, abrió y cerró la puerta.

Nuestra relación siempre había sido... simple. Sí, esa es la palabra. Simple, sencilla, sin demasiado trote. Ninguno de los dos éramos cariñosos o demasiado pasionales en nuestro día a día, confiábamos el uno en el otro, no discutíamos mucho y menos por chorradas... Lo último había incrementado desde que lo habían despedido, pero entendía que debía relajarme un poco porque él no tenía la culpa.

Tras meter las cosas en el lavavajillas, decidí agarrar a Silver en brazos y subir al tercer piso. Esa habitación no la había ocupado nadie desde que nos habíamos mudado, así que, tras dejar a mi gato durmiendo en su camita (tenía una en cada piso), saqué sábanas limpias y empecé a alistarle la habitación a Damien. Desconocía si traería sus propias sábanas, pero las de esa habitación estaban por estrenar, así que se las podría quedar. A parte de las sábanas, le puse una manta y doblé una colcha a los pies, por si quería más abrigo. En casa había calefacción, pero de todas formas cada cuerpo es diferente y no sentimos el frío de igual forma.

Una vez todo listo, Silver y yo bajamos de nuevo. Esa vez despejé una balda de la nevera, para que pudiera dejar allí sus cosas.

Mientras acababa de hacerlo, escuché un coche aparcar delante de casa. Retiré la cortina de la cocina y vi un coche negro que jamás hubiese dicho que sería de Damien, pues tenía pinta de costar más caro que mi propia casa. Al verlo salir del coche, me sorprendí por lo mencionado anteriormente. Vi que abría el maletero, así que decidí encerrar a Silver en mi despacho y salir de casa, dejando la puerta abierta, para ayudarle.

―Buenos días ―lo saludé mientras sacaba maletas del maletero. Él me miró y sonrió.

―Buenos días, Olimpia. Iba a mandarte el mensaje ahora mismo. No me he acordado de hacerlo al salir del apartamento de mis amigos ―murmuró con una sonrisa culpable.

―No te preocupes. Te pedí el mensaje solo para que me pillaras en casa. Dame, te ayudo.

Se negó.

Lo bueno de lo prohibido ©Onde histórias criam vida. Descubra agora