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Olimpia

Había veces que la vida nos pasaba una mano por la frente y chasqueaba sus dedos delante de nuestros ojos para que nos diésemos cuenta de la realidad en la que vivíamos, y que no todo podía ser tan bonito como pensábamos que era. La mente muchas veces nos juega malas pasadas, camuflando la realidad con flores y fuegos artificiales. Nosotros, por supuesto, influimos más o menos en esos juegos. En mi caso, yo misma me cegaba y la mente era mera mínima compañía muda.

Llevaba nueve años, cinco meses y siete días con mi pareja, Michael. Amante de las películas de Rambo y El Planeta de los Simios, periodista deportivo y un desastre con patas. Comenzamos a salir con quince años, casi dieciséis, siendo compañeros de clase y seguimos juntos a lo largo de los años, incluso habiendo estudiado en universidades y ciudades distintas. Hacía dos años que habíamos acabado nuestras respectivas carreras y no habíamos tardado más que unos días en mudarnos juntos a una casita en la calle Brunswick, no demasiado lejos de la zona en la que nuestras respectivas familias vivían.

Un mes después de esa mudanza, entendí lo que todo el mundo me decía. Los "conoces a tu pareja de verdad cuando os mudáis juntos" cobraron sentido en muy poco tiempo. Ya habíamos pasado temporadas juntos cuando habíamos ido de vacaciones, pero nunca tan en serio. Cuando comencé a encontrarme la tapa del váter levantada todas las veces que iba al baño, el cristal del lavabo salpicado de gotas de agua, restos de comida en el fregadero de la cocina, la botella de agua vacía en la nevera, entre otras cosas, supe que iba a envejecer más rápido de lo esperado. Pero lo quería. Y se lo perdonaba todo. Incluso las cosas que me provocaban una ansiedad tremenda, como que se dejara la televisión encendida cuando se marchaba de casa, o que dejara las malditas latas de cerveza encima del tapete de la mesita de centro, o que...

Creo que incluso le perdonaba más cosas de las que debía.

Era la primera semana de noviembre cuando Michael llegó a casa con una cara larga y arrastrando los pies. No tuve ni que preguntarle si ocurría algo, porque su expresión lo decía todo.

―Me han despedido.

Respiré hondo y me agarré a la encimera, pues allí me encontraba haciendo el almuerzo.

―¿Cómo? ¿Por qué?

―Recorte de plantilla. No he sido el único al que han echado a la calle.

Suspiró y dejó caer su bolsa del trabajo en el sillón. Rodeé la barra de la cocina y me acerqué a él. Me temblaban hasta las uñas de los pies, si es que eso era posible.

―Pero... ¿te han dado un finiquito o algo? ―murmuré pasando mis brazos por su cintura.

―Aún no. Mi último día será la semana que viene, así que me lo darán entonces.

Suspiré profundamente y apreté un poco más mi abrazo en él. No sé si para apaciguar mis nervios o los suyos, pues parecía igual de inquieto que yo, como es normal.

―Tienes que comenzar a buscar ya otro empleo, Mich.

―Sí, lo sé. Mañana me pondré a ello.

Ambos sabíamos que no era tan fácil encontrar un empleo, y menos como periodista deportivo en nuestra zona. Y mucho menos con el poco entusiasmo que solía echarle Michael a las cosas. Pero tenía fe en que encontraría algo igual o mejor.

No fue hasta una semana después, cuando volvió de su último día de trabajo con el finiquito, pero sin ningún empleo para la siguiente semana o, al menos, una entrevista. Según él, había buscado, pero no había salido nada.

―Tenemos que hacer algo, porque esta casa tiene que pagarse y con mi sueldo no llegamos, Michael ―le dije mientras lo miraba almorzar.

―¿Y qué hacemos? Le podríamos pedir dinero a tus padres y...

Lo bueno de lo prohibido ©Where stories live. Discover now