Le resultó curioso que recién hubiese reparado en eso. Al parecer, la presencia de Ana hacía que todos sus pensamientos se centraran en ella y lo demás se desvaneciera. Frunció el ceño al advertir que tampoco sentía esa ansia por fumar cuando ella estaba cerca, como si su mera presencia lo calmase de algún modo brindándole la calma necesaria para no tener que recurrir a un vicio tan asqueroso como el cigarrillo.

Antes de llegar a la oficina de Gustavo, su celular vibró de nuevo, esta vez con la entrada de un mensaje. Lo revisó, ansioso, al ver que era de su compañera y respiró con alivio al leer que Ana había llegado bien. A continuación, le envió una foto de ella entrando en su departamento. No pudo evitar contemplar la imagen durante unos segundos. Si bien estaba de perfil, se alcanzaba a ver su rostro y la tristeza que advirtió en el mismo amenazó, una vez más, con su determinación. Por alguna extraña razón que no terminaba de comprender, no soportaba verla así.

Por un momento, pensó en escribirle para decirle que nada había cambiado y que no se libraría de él tan rápido. Ahora que la había tenido, por nada en el mundo renunciaría a ella. No obstante, se contuvo. Había cosas que era mejor hacerlas en persona y esto, sin duda, entraba en esa categoría.

—¡¿Dónde te habías metido?! —recriminó su jefe con brusquedad. Sin embargo, parecía más nervioso que enojado y, antes de que llegase a responderle, prosiguió—: Hace diez minutos que estoy tratando de comunicarme con Ana, pero no atiende el puto teléfono y no puedo seguir esperando. Tengo que acudir a una reunión con mi hermano y un cliente y quiero que venga conmigo.

Gabriel se tensó. ¿Por qué carajo querría que ella lo acompañase?

—Me temo que eso no va a ser posible, señor. La señorita Ferreyra se retiró hace cuarenta minutos —respondió cuidándose de que su rostro no reflejara la agitación que estaba experimentando en su interior.

Gustavo, que no había apartado los ojos de la pila de papeles que tenía sobre su escritorio, alzó la mirada hacia él al oírlo. Luego, cerró los puños. Parecía furioso. Era evidente que no le había gustado que ella se hubiese ido sin avisarle. ¿De verdad creía que alguien como Ana iba a dejarse intimidar tan fácilmente? Si ella no reaccionó en su momento fue porque él prácticamente se lo imploró con la mirada, pero no por falta de agallas. ¿Acaso no la conocía?

—¡Pendeja de mierda! —exclamó y fue el turno de él de cerrar las manos en puños. Temía que, si no lo hacía, terminaría golpeándolo—. Al final, voy a tener que darle la razón a mi hermano. Demasiado temperamental, me dijo cuando la conoció, pero no le hice caso y ahora me salió el tiro por la culata. Eso me pasa por pensar con la de abajo en vez de con la de arriba.

Inspiró profundo en un intento por tranquilizarse. Estaba al límite y lo que decía no hacía más que empujarlo al borde del precipicio. Una sola palabra despectiva más hacia ella y ya no sería capaz de controlarse. Por el contrario, saltaría hacia él y le borraría de una trompada esa maldita sonrisa socarrona que siempre tenía en la cara.

—¿Necesita alguna otra cosa, señor?

No pudo evitar que la última palabra sonase con desprecio y Gustavo debió haberlo notado, ya que, al oírlo, lo observó con curiosidad.

—Puede que mañana tenga que salir de viaje; todo depende de lo que se resuelva en esta reunión. Creo que será una semana, tal vez un poco más, aún no lo sé con certeza.

Maldijo en su interior. Sabía lo que le diría a continuación y, aunque no deseaba alejarse de ella tanto tiempo, era consciente de que tampoco podía negarse. Sin embargo, sus siguientes palabras, lo descolocaron.

—Quiero que vigiles a Ana en mi ausencia.

—¿Perdón?

Si a Gustavo le sorprendió su evidente desconcierto, no lo demostró.

Su última esperanzaTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon