Quédate

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O era muy pequeño, o las sillas de la sala de espera eran muy grandes. Ya había pensado en eso por varios minutos, tanto que la respuesta ya no importaba. Llevaba, quizá, dos o tres horas sentado en aquel lugar, jugando con sus piernas moviéndolas hacia enfrente y hacia atrás al ritmo del pitido del monitor. Un latido, sus pies adelante; otro latido, sus pies atrás.

Suspiró cansado. Bajo las frías luces del hospital no se podía calcular el tiempo, era algo a lo que ya se había acostumbrado, aunque seguía temiéndole. Le daba pánico entrar de día y salir de noche sin que él viera el sol moverse, como si estuviera en una dimensión desconocida en donde lo único que podías hacer era esperar a que algo pasara, ya fuera bueno o malo. Y la expectativa era algo que no soportaba.

Sus pies se cansaron de estar colgados, y él detuvo sus movimientos, pero el pitido continuó. Siempre rítmico, siempre ensordecedor. Debería sentirse tranquilo de escucharlo, pero él ya estaba harto. A dónde quiera que fuera parecía seguirlo, incluso cuando se cubrió los oídos el sonido seguía ahí. Pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi

¿Y cómo podía pedirle que se detuviera?

Quizá el problema era él, siempre había sido él. Se tomó tan fuerte de la cabeza que el esfuerzo lo resintió en su abdomen, más en su lado izquierdo. De nuevo sintió que le faltaba el aire y el pitido no hizo más que aumentar. Ahora ya no era tranquilo y rítmico, sino desquiciado. Se llevó las manos al pecho para intentar controlar su respiración y lo sintió. Su corazón corría al mismo tiempo que el sonido. Era su corazón el que estaba escuchando. ¿Pero por qué?

Sintió un agarre firme sobre sus mejillas antes de abrir aterrado sus ojos. El fuerte tono blanco de las luces del techo lo cegó y quisó desviar la mirada hacia otro lugar, se sentía muy confundido y ansioso, incluso el movimiento de sus piernas lo demostraba. Para sentir un poco de firmeza llevó sus manos a las muñecas de la persona que lo sostenía, sin encontrarle forma a su rostro.

— Akaza, soy yo, soy yo. Mírame, por favor. Aquí estoy.

Poco a poco se pudo tranquilizar para comenzar a unir cabos en su cabeza. Estaba en un hospital, como mierda no iba a reconocerlo cuando la peor etapa de su vida empezó en uno. Podía ver su mano derecha conectada a un tubo de líquido rojo y su dedo índice tenía el oxímetro. En la otra mano parecía tener suero. Su costado izquierdo dolía, y reconocía a la perfección la rigidez de las costuras.

— ¿Ya te tengo conmigo?

Levantó los ojos sólo para encontrarse con su maestro. Keizo tenía gruesas ojeras y el cabello suelto, lo que le daba una apariencia más que demacrada.

— ¿Maestro?

El hombre le retiró las lágrimas que no sabía que derramaba antes de sonreír e inclinarse a abrazarlo. Acunó suavemente su cabeza y lo sintió temblar un poco.

— No sabes lo feliz que estoy de saber que estás vivo. — dijo con la voz ronca. — Por un momento sentí que te perdía.

Akaza respondió el abrazo como pudo, aún sintiendo sus manos flojas y temblorosas. Se sentía aturdido, y estar en su lugar menos favorito en todo el mundo lo ponía aún peor. En un arrebato de frustración llevó su mano derecha a la izquierda y comenzó a rascar la cinta transparente para quitarse aquella aguja de la piel. Su corazón a través del monitor lo volvió a poner nervioso.

— NO. — dijo Keizo tomándolo de las muñecas.

— No quiero estar aquí.

— Akaza, escucha. — demandó el hombre, su tono de voz sonando crudo y frío. — Hijo, necesito que recuerdes por tu cuenta lo que pasó. — dijo con la voz rota. — Porque yo no tengo el corazón de decirlo.

Rewrite the starsWhere stories live. Discover now