Capítulo 27

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El agua está quieta y el frío de aquella mañana pellizca mi piel, ya bronceada por el verano, haciéndome tiritar

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El agua está quieta y el frío de aquella mañana pellizca mi piel, ya bronceada por el verano, haciéndome tiritar. No pude dormir mucho esa noche. Y todo porque estaba pensando en él.

¿Por qué es así conmigo? ¿Qué es lo que le hice? ¡Ni siquiera le conocía antes!

¿Y por qué rayos tiene que ser así de desgarradoramente hermoso? Al menos, hasta que abre su gran bocota.

Salgo a caminar fuera de la habitación donde se encontraba mi familia para pensar. Según vi, en mi celular, son las 5:50 de la mañana, está amaneciendo. Llevo un jean azul común, una playera larga de mangas largas con un escrito de alguna marca, y una camisa, también de mangas enteras, a cuadrados. Tengo unas tenis negras y mi agenda de poemas en la mano.

El muelle del lago está sereno, me siento en sus viejos tablones y comienzo a escribir mientras veo el sol salir hacia la cima.

«Si el atardecer fuera

el reflejo de algo,

pues sería el de tu mirada.

Mirada brillante y a la vez opaca, que tanto ha de ocultar.

¿Cómo saber si estoy bien parada?

¿Cómo saber si es esto normal?

¿Por qué me tiene que gustar tanto

alguien que me odia de más?»

―¿Qué haces, Honey?

Y como sombras que huyen de la luz solar para mezclarse en la oscuridad de su naturaleza, salgo rápidamente de mi ensoñación. Esa voz. Esa maldita y armónica voz. ¿Por qué de todos tenía que ser él? ¿Simplemente el destino me quiere destruir uno de los pocos momentos de paz que puedo llegar a tener? No quiero verle, no quiero mirar su estúpida sonrisa burlona de «yo me sé todo», ni ese irritante hoyuelo salir, haciéndome sentir más pequeña. ¿Por qué posee ese efecto en mí?

¿Por qué él?

―¿Acaso eres muda, Emily?

Estúpido. No le pienso contestar ni una sola palabra.

Nada.

―Bueno, entonces si ese es el juego que quieres jugar... ―Yo me sobresalto de lo cercana que resulta su voz y, al girarme, ahí lo descubro, casi sobre mí y sacándose la remera. ¿Qué mier...? Me guiña un ojo cuando mi vista se posa en él y, sin titubear, me arrebata la agenda de la mano, comenzando a leer mi poema. Vaya vergüenza.

―Así que... te gusta alguien, ¿eh? Veamos, debe ser abrasadoramente sexy. ―Le fulmino con la mirada. Ahora no, por favor. Basta de torturas. ―¿Qué pasa, Honey, estás muy acalorada? ¿Tienes fiebre?

Corazón de cristal [LIBRO 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora