8 - Mal inquilino, peor anfitrión

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El dolor más puro y supremo me hace abrir los ojos de golpe. Veo al vampiro, el supuesto rehén que debería estar bien amarrado a la pared del salón, inclinado sobre mí, apretando con fuerza el mango de un cuchillo. Un cuchillo que acaba de clavarme en medio del pecho. Sobre el corazón. Le sonrío de oreja a oreja.

—Qué hijo puta eres.

¿Un utensilio de cocina? ¿En serio? Ni una daga imbuida de magia o una estaca tradicional. No. Una triste navaja para cortar queso robado de mi propia despensa. No sé si reír o llorar. Me siento en el borde de la cama con intencionada calma mientras el vampiro, que ha huido a velocidad vertiginosa, me observa desde el quicio de la puerta, pensando si lanzarse a por otra arma o golpearse la cabeza contra la pared hasta perder la conciencia. En eso último le ayudaré encantando. Pero el ruido metálico y seco de la entrada detiene mi hilo de pensamientos. En cuanto me incorporo, el vampiro echa a correr y escucho a Diona maldecir desde el salón. Salgo a su encuentro antes de que haga una estupidez. O que la haga yo.

—Espera, Di.

Huele a comida rápida, a jabón de rosas y café. Es la visión perfecta de un día de pena echado a perder. También tiene el ligero aroma de sangre flotando en el cabello. No es suya y emite un regusto a muerte rancia, aun así un escalofrío asciende desde el fondo de mi estómago, recuerdo de la creciente necesidad.

—Pero qué… —empieza a exclamar antes de fijarse en el mango del cuchillo—. Sasha…

Se aproxima lentamente, como haría con un animal herido que le causa compasión y miedo a partes iguales. Soy peligroso, y aunque lo sabe con certeza, pone un pie delante del otro, sin titubear. No puedo permitir que se ponga en riesgo de una forma tan absurda. Alargo el brazo intentando detenerla, y en el esfuerzo caigo de rodillas al suelo. Así no hay quien se haga el duro. Va a inclinarse pero vuelvo a extender la mano.

—No. —Respiro de forma desacompasada—. Dame… dame un segundo.

O una hora. O una semana. Joder, qué dolor. Hace un año las cosas no habrían acabado así. El vampiro sería puré de cerebro y yo estaría completamente curado. Sin embargo, la forzosa dieta me afecta más de lo que me gustaría, y esta mierda de herida está siendo un incordio. Agacho la cabeza y contemplo mi pecho, impasible. Cierro el puño con fuerza y saco sin vacilar el cuchillo de la carne. Dioses. Al menos no ha astillado el hueso y el músculo se cerrará rápidamente. Deslizo el arma por el suelo, empujándola lejos de mí antes de que decida clavarlo en la víctima más cercana y cálida que localice.

Suspiro con fuerza y, apoyándome en los puños, me incorporo lentamente. Miro a Di, paralizada a dos pasos de mí, preocupada, mientras mis oscuras pupilas diseccionan cada parte provechosa de su anatomía, las zonas más sabrosas, los órganos más jugosos…

—Debo ir tras él —dice ella, disimulando un ligero temblor. Busca una excusa para salir de aquí. No la culpo—. No puedo dejar a Alexandr suelto por ahí. —Se gira hacia la entrada—. Luego me explicarás cómo ha escapado. Seguro que ni lo ataste…

Camino hacia la cocina y me tapo la herida con el primer trapo que encuentro. Dudo que la hemorragia dure mucho, a pesar de ser un corte en el corazón su sanación es prácticamente inmediata. Me fijo por primera vez en el hilillo negro que emana del corte, partiendo mi pecho en dos. Apenas lo noto.

—No, no lo até —contesto dándole la espalda, a metro y medio de distancia—. Me confié, creí que despertaría antes que él, que vendrías más temprano o… yo qué sé. No importa, ya está hecho.

Me dan ganas de gritarle. Que se vaya con su vampiro y me deje en paz. No sería la primera vez que un chupasangre me toca las narices nada más despertarme y éste no ha sido el método más original que he vivido. Maldita sea. Que me ataquen desprevenido siempre me pone de mal humor.

—¿Hablaste con Mordekai?

Diona me habla desde el quicio de la puerta, dudando si dejarme solo, sabiendo que su compañía es más un incordio que una ayuda. Al menos ahora mismo. Debo acallar el rugir del estómago, así que localizo el paquete de tabaco en la encimera y busco con la mirada un mechero. El Ignus no se me da mal, pero en mi estado actual es fácil que se descontrole. Y la bruja tampoco está para apagar fuegos con la Palabra.

—Sí. Tu ex es un ilegal —comento con naturalidad, retomando la charla mantenida con mi hermanastro—. Pero creo que ya lo sospechabas, ¿no?

Asiente con la cabeza. Un vampiro sin registrar implica un amo sin escrúpulos, sin nada que perder, dispuesto a cumplir con su objetivo a cualquier precio. En este caso, la cabeza de la bruja. No podría haber escogido un objetivo más rencoroso. Siento su nerviosismo haciendo vibrar cada partícula de su piel. No es miedo, pero se le parece.

—Lleva mi sangre, ¿recuerdas? —trato de calmarla, apoyado en la encimera y con un cigarrillo apagado en la mano—. Puedo rastrearle.

—Pues hazlo y llámame. Mientras tanto puede que yo lo localice antes —. Me deja claro antes de salir de casa. El orgullo ante todo.

No se lo cree ni ella, puedo oler a través de la puerta su miedo, su debilidad. Ahora mismo es como una hoja otoñal a punto de estrellarse contra el suelo. Sin embargo, no ceja en su empeño por sobrevivir. Bruja cabezota. Me miro la sonrosada herida, recién sanada, y desmenuzo el cigarrillo que danzaba entre mis dedos. Decir que lo que tiene que ocurrir a continuación no me gusta es quedarse corto. Pero es lo que toca.

Sasha - Mestizo de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora