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Todos quieren hablar

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Todos quieren hablar...

    A los seis, se consagró como el mejor arquero del ejército. A los ocho, ya era un estratega bastante habilidoso, y a los diez, fue coronado por el Papa Martín IV como el segundo rey más joven de la historia.

    Nunca lo llevaron a la guerra. Pero solía escabullirse en las reuniones de su padre, el fallecido rey Jeon III, y observaba a los adultos con tanta atención, que nunca nadie pudo sacarlo de las reuniones por miedo a nunca poder menguar sus berrinches. Siete años. No alcanzaba la parte superior de la mesa, pero si se ponía de puntillas, lograba ver las banderitas púrpuras que señalaban los asentamientos próximos de su ejército. Desde allí, a veces conectaba la mirada con su padre, y sentía tal temor y tal pavor, que un dolor pinjante y muy fuerte atravesaba su pecho. Lo paralizaba. Y cuando, después de dedicar la más álgida y dura mirada a su único heredero, el rey se daba la media vuelta para seguir atendiendo sus deberes… Jung Kook sonreía enormemente: su padre era el hombre más impresionante y admirable del mundo.

    El príncipe quería ser como él.

    Quería que al pasar, los cuerpos de sus súbditos temblaran de pavor. Quería que al pronunciar su apellido, sus enemigos sintieran a la muerte carcomiéndoles los huesos, que con sólo el avistamiento de sus banderas en las lejanías, la agonía y la ansiedad se apoderaran de sus enemigos sin darles oportunidad de saberse hombres valientes. Por eso decidió desde una edad muy temprana, que sería un rey ejemplar. Un rey como su padre. Uno del que fuera imposible dudar de su absolutismo.

    Seis años. Jung Kook decidió que sería una extensión de la magnificencia de su padre.

    Ocho años. La muerte repentina de Jeon III le dio la oportunidad de demostrarlo.

    Veintidós años. Los rumores de que Verx se haría con los otros dos reinos, hacían ver a los súbditos que lo estaba logrando el muy maldito.

    —Dicen que Su Majestad le compró un esclavo del Mercado de Bestias al bufón. —Las voces corren tan raudas entre los pasillos, que es increíble la manera en que siguen vivos pese a ser verdaderas serpientes.

    —Yo escuché que le compró esclavas de plata, para sus muñecas.

    —¡No! Lo que le compró, fue una corona de oro blanco que simula la plata. Para que luzca en la ceremonia de otoño.

    —¿¡Una corona?!, ¿¡Para un mustio esclavo?!

    —Bien sabemos que el rey tiene a la Bestia de Verx entre ceja y ceja. ¡Válgame, que lo he dicho en voz alta! —exclama el cocinero, mientras se persigna con total pavor. Da tres vueltas en su sitio, uno por cada reino vigente, y chasquea los dedos uno en cada mano, por cada reino caído—. Perdóneme, majestad —dice a la pintura del difunto rey que yace en los pasillos—. No quise blasfemar en contra de vuestra descendencia. No se me aparezca en la noche en forma de fantasma para atormentarme, amén.

    —Me niego a creer que su majestad, siendo tan prudente como es, pretenda llevar a esa nefasta criatura consigo el día de la Ceremonia de Otoño. Iría en contra de todos los principios de la Soberana Verx.

    —Todos vosotros, banda de entrometidos, estáis equivocados —contesta Diego—. Ni un esclavo para que le sirva, ni esclavas de plata para sus muñecas, ni coronas de oro para su cabeza. El rey le ha comprado al bufón ¡el Mercado de Bestias completo! Ese que no se ha desmantelado en casi setenta años, a pesar de que todo el mundo sabe lo que se hace allí.

    —La pintura te ha dejado mal del juicio, pintor. Son todas esas substancias que usas. ¿Cómo va a comprar una propiedad para un esclavo? Los esclavos no pueden obtener propiedades.

    —Lo he visto —aseguró el pintor, quien estaba a punto de entrar a una sesión de pintura en su estudio con Su Majestad—. El sol no había terminado de levantarse en lo alto, cuando vi salir a un escuadrón de soldados en esa dirección. Un mensajero vino a notificar al primer oficial que ha habido disturbios desde entonces. Disturbios terribles. Incluso hubo un muerto o dos...

    —¡Callaos de una buena vez! —una voz severa y profunda se escucha a las espaldas de los sirvientes—. Si su majestad os escucha murmurar sobre el bufón, despertarán su ira y todos... —exclamó el primer guardia, allí de pie. El rostro tan rojo de rabia fue suficiente para que los demás sirvientes comenzaran a moverse ansiosos en sus sitios, buscando un lugar al cuál huir—, seremos responsables.

    —¡Sir Min!; Nosotros no queríamos...

    —Ahora largo. Dejen los chismes de una buena vez. Por el amor del Señor que en lo alto se encuentra. Como si no tuvieseis deberes que realizar.

    Cuando los sirvientes se dispersan por completo, Min se queda solo en medio del pasillo. Y se percata de que algo se ha movido en las enormes cascadas que forman los cortineros. No dice nada.

    Espera a que no haya ni un alma mirando a su alrededor y después de dudarlo por un brevísimo instante, corre las cortinas con fuerza.

    Pega un grito indigno y se toma el corazón con la mano derecha. Casi le da un susto de muerte.

    —Maldición, bufón de los mil demonios. ¿Qué diablos haces aquí?

 ¿Qué diablos haces aquí?

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16022022 | Love, Sam 🌷

El bufón busca su cordura © TaeKookWhere stories live. Discover now