Annie quería vencer su temor, pero no podía controlarlo. Era algo inevitable y, con cada año, sentía que su fobia crecía. En ese momento ni siquiera era capaz de meterse a la ducha si tenía a personas cerca, pues temía que la sujetaran bajo el chorro de agua —lo cual, por supuesto, no la ahogaría, pero sí la asfixiaría, ya que sus conductos de respiración se cerraban cuando entraba en pánico—.

«Patética», se dijo, sintiendo ganas de llorar.

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—¿Y si aprovechamos estos días y nos vamos de vacaciones? —preguntó Matteo. Se dirigía a su padre.

La familia se encontraba en la cocina, cenando.

Habían pasado ya tres días desde que quemaran a Annie y, aunque ya no le dolía nada, su cara se había llenado de pequeñas ampollas. Sentía la piel delgada y reseca; temía sonreír y que sus mejillas se cuartearan, como un viejo lienzo de óleo.

—Tengo trabajo —se negó Raffaele, dándole un pequeño trago a su vaso de whiskey.

—Al menos el fin de semana —insistió el muchacho.

Raffaele suspiró, cansado.

—Tu hermana está lastimada —obvió—. Además, mañana iremos a casa de los abuelos.

El muchacho torció un gesto de hastío.

—Matt... —se adelantó Hanna—, ya cállate. No vamos a ningún lado, más que con tus abuelos. Cállate ya —su tono era casi amenazante.

«¿"Vamos"?», se preguntó Matteo, con ironía, con incredulidad e indignación. Claro, vamos... pero él y sus dos hermanos menores, ella no tenía que ir a casa del detestable padre de Raffaele. De hecho, ella tenía prohibido visitar la casa principal de los Petrelli —o cualquier casa donde estuviesen presentes los abuelos—. No era como si nadie lo hubiese dicho abiertamente... pero así era. Giovanni y Rebecca ni siquiera intentaban disimular su desprecio por Hanna... —y Giovanni, también por los hijos de ésta. Cualquiera diría que esto último era una tontería, ¿qué clase de persona detesta a sus nietos? Pero él lo hacía—. Y eso no era una simple suposición del muchacho. Estaba seguro de ello: nunca se lo había dicho a nadie, pues sentía cólera y vergüenza, pero él mismo lo había oído. Tenía sólo nueve años y era la primera vez que visitaban a los abuelos, por lo que Matt llegó a su residencia, a afueras de la ciudad, bastante emocionado. Algunos meses atrás había conocido a la familia de Hanna, en Alemania, y ellos habían llenado a los tres niños de besos, abrazos, galletas caseras y regalos, y al decir verdad, Matt esperaba el mismo trato por parte de los padres de Raffaele.

Claro, no había sido así: cuando llegaron a la enorme y anticuada casona, los viejos ni siquiera se dignaron a recibirlos. Les había abierto la puerta una sirvienta, pero luego bajó Gabriella, la hermana mayor de Raffaele; ella lo saludó con un gran abrazo y besos en las mejillas, y entonces él subió a buscar a sus padres. Luego, la tía llevó a los tres niños a la cocina, donde se encontraban sus hijos, los gemelos Lorenzo y Lorena.

El chocolate caliente que les sirvió la tía Gabriella entretuvo por un rato a los niños, pero Matteo comenzó a aburrirse y, apenas la tía los dejó solos un segundo, él corrió a buscar a su padre. Para su desgracia, lo encontró: Raffaele y Giovanni estaban dentro de un enorme estudio, hablando acaloradamente. El anciano —que en realidad no lo era: rondaba los cincuenta años y era tan alto y lucía casi tan fuerte como su padre— le decía:

"¿Por qué? ¿Te avergüenzas? —lo retaba y su padre guardaba silencio. Matteo nunca había escuchado a nadie gritarle a su padre y sintió un poco de miedo—. ¿Es eso? En la vergüenza es en lo último que deberías interesarte".

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