Thanatos

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“¿Sabes cuánto te amo? ¡Más que a nada en este mundo!”
 
Vibra. Todo retumba. Pulsa. Todo en mi cabeza son imágenes inconexas. Salvajes. Rotas. Como un susurro áspero en mi nuca, oscilante y caliente. Nada parecía tener sentido y sólo tenía un objetivo en mente: aquel hombre frente a mí debía morir.
 
“No dejaré que nada malo te pase, hijo mío.”
 
Mi presión sanguínea estaba por las nubes. Mis pulsaciones me martilleaban en los tímpanos a medida que avanzaba por el terreno lodoso y el aroma a la madera carbonizada me cosquilleaba en la nariz. La realidad se había vuelto borrosa en los bordes y mi primitivo estado de supervivencia mantenía mis sentidos en alerta. El familiar peso de mi cuchillo en mi mano me servía como ancla a la realidad y la piel tirante de mis mejillas, hacían que mi sonrisa fuera más difícil de mantener.

Todo estaba sucediendo. Pulso. No era una ilusión. Pulsa.
Todo era real.
 
“Tus días no terminarán así.”
 
Recuerdos que no fueron convocados se manifestaban de manera espontánea en mi mente. La voz de mi madre era la protagonista entre los vertiginosos retazos de memoria que se agolpaban tumultuosos y desordenados frente a mí. Clamando mi nombre y el de sus ancestros en oración. Sin poder definir cuándo me había dedicado aquella súplica tan angustiante. Ni por qué su voz se escuchaba como si me estuviera susurrando al oído entre lágrimas.
 
“Sólo te pido una cosa.”
 
La estremecedora calidez de mi sombra se deslizaba por debajo de mi ropa, desde mi pantorrilla, subiendo y reptando hasta mis mejillas. Pude sentirla presionando cada músculo sobre mi piel, cubriendo cada ápice de carne, ciñéndose como un escudo espectral sobre mi cuerpo y protegiéndome de cualquier ataque físico. No creí tener oportunidad de utilizar esa técnica en algún momento. Por lo desgastante que era, limitaba mucho su tiempo de uso. Pero no podía negar su eficacia. Utilizando esa misma habilidad, mi fiel compañero de sombras había logrado detener la bala de la pistola de la difunta Katie, quien yacía calcinándose en el sótano de mi casa en esos momentos. Y una segunda vez estaba drenando mis niveles de energía a niveles alarmantes.  
 
“Vive bien, Alastor.”
 
El dolor palpitante en mi pantorrilla izquierda por la mordida del perro de sombras de Miguel Magne, y mi boca con el sabor al óxido de la sangre, me decían que estaba llegando al límite de mis capacidades físicas. Que la única razón por la que seguía en pie sin colapsar era por mi voluntad, y el soporte adicional que mi sombra le daba a mi pierna para mantenerme erguido. Pero no funcionaba como anestésico y sentía la punzada del corte en mi músculo con cada movimiento.    
 
“Sin importar el costo.”
 
El calor del fuego de la casa me empapaba el rostro y el pecho, y el aroma de la madera quemada comenzaba a llenar el lugar. Aquel fuego invocado había quemado todos mis puentes. Lo sabía y lo había ejecutado como última ficha para darle término a toda esa situación.
Pero, por lo visto, había sido inútil.
La luz anaranjada emitida por mi casa en llamas iluminó con claridad la silueta demacrada de Miguel Magne. Parte de su ropa chamuscada despedía una delgada línea de humo, y su brazo izquierdo estaba enrojecido a carne viva y lleno de ampollas. Parte de su rostro también presentaba quemaduras graves y parte de su cabello había desaparecido, dejando manchones enrojecidos en su sien. Los rasgos duros de su rostro se habían plagado de arrugas que hacía minutos atrás no tenía. Los años perdidos volvieron a hacerse presentes en su cara. Aquella momentánea juventud que obtuvo al absorber la energía vital de Katie, se estaba agotando con toda la magia que había desperdiciado con el perro de sombra.

Miguel Magne mantuvo una mano bajo su chaqueta, sujetando firmemente su costado derecho del tórax. Sospechaba que tenía al menos una costilla rota por el golpe con el piano que le había propinado Charlotte. Él jadeaba pesadamente, con un hilo de saliva colgando de uno de su labio inferior.

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