Capítulo 12. •Corre•

72 32 1
                                    

Los refrescantes vientos comenzaban a tullir en la impasividad de la noche, lo podía sentir en los huesos. Avanzábamos a toda prisa dentro de un robusto vehículo sin techo, hacia el lugar pactado por los chatarreros, para el intercambio de mi libertad con los enviados de la Casa Regia.
Una avivada brisa sacudía las hojas de los escasos árboles, que comenzaban a perderse en la distancia, fundiéndose con el panorama nocturno.
Me rugía el estómago, al mismo tiempo me sentía deshidratado, producto de la inanición forzosa experimentada en mi cautiverio.

Bran golpeó con rabia el volante y maldijo algunas palabras indescifrables. Por mi parte conocía bien cuál era la causa de su enojo. El trato no había resultado tan perfecto como él imaginaba; lo escuché comentarlo con anterioridad al resto de los chatarreros, en una reunión improvisada antes de la partida. El gobierno siempre conserva algún truco bajo la manga, alguna carta oculta que lanzar al juego.
—¡Hey! —Prim colocó su mano sobre el hombro de Bran, indicándole que tuviese paciencia. Se encontraba situado en el asiento trasero, justo a mi lado, supliendo la función de custodio—, algo es mejor que nada, recuerda eso, por la gracia de Baldtyr. Igual sabemos que el gobierno siempre se sale con la suya y no estaremos tan mal después de todo.

«Baldtyr». No era la primera vez que escuchaba ese nombre, mas no era un nombre común, sino que representaba a uno de los tantos dioses alabados en el nuevo milenio. Cada cultura giraba en torno a sus poderosos ídolos; un tema impartido en clases y que en su momento me resultó de amplio interés.
La figura autoritaria de Baldtyr, representaba un llamado a la buena fortuna tras un amplio sacrifico, al menos eso recordaba. En sus altares, ubicados en los puntos más bajos y concurridos de la urbe, mayormente en medio de pequeños pero poblados barrios, abundaban las ofrendas en forma de alimentos y arreglos florales, que le depositaban en un gesto de reverencia. 

El resto del trayecto significó una marcada incomodidad. El vehículo tambaleante al golpear las irregularidades del camino resultaba un verdadero incordio.
Intentaba con todas mis fuerzas mantener los instintos a raya mientras las ganas de huir tomaban control sobre mis pensamientos. Incluso Bran se mostraba nervioso ante la idea del futuro intercambio con las autoridades, sediento por comercializar mi libertad en cambio de la suya. 

—Quédense en el auto, necesito mear —dijo Bran deteniendo el vehículo en medio de un polvoriento descampado—. Prim, no le quites los ojos de encima.
—Date prisa chico listo, también necesito echar una meada —bromeó el robusto, aunque jamás le encontré el punto gracioso a sus palabras. Ambos rieron.
Mis pensamientos deambulaban a la velocidad de la luz. Debía dejar la mente en blanco, esfumar de mi cerebro hasta la más minúscula de las predicciones, de todos modos, mi destino sería sellado esa noche.

El enorme mar de arena que se esbozaba en el horizonte no escapó a mi ensimismamiento. La visión presenciada me devolvió a la realidad. Era extraordinaria, magistral. «El desierto», pensé. El Desierto de las luciérnagas, ese era el nombre que recibía. Extrañamente la duna era una de las principales rutas escogida por el insecto para su apareamiento.
A nuestro costado un enorme cementerio de chatarra descansaba en la oscuridad de la noche, aunque logré escuchar varios ladridos provenir de detrás de sus murallas oxidadas, las cuales marcaban un claro límite contra el traspaso de los intrusos.

Justo como Maximus, el líder de los Corredores, me había indicado, las ruinas me llevarían al desierto y un poco más allá se encontraba mi destino. Tras las colinas doradas surgía el refugio del Paso Este.
«¡Maldición!», podía casi palpar la cercanía, aunque en realidad significaban intensas horas de viaje.

—Debe valer mucho tu cabeza para que las autoridades estén tan desesperadas por tenerte —interrumpió el silencio el regordete—. Lo más curioso es que no tienes aires de criminal.
—Eso no es de tu incumbencia.
—Vale, chico rudo. Igual, tampoco me interesa mucho preguntar. Ya bastante mala es tu situación. —Prim dejó escapar un bufido.
—Sabes, cuando estás en el momento y lugar equivocado y la vida se burla en tu cara ¡Pues ese fue mi crimen! La Casa Regia obra, y manipula nuestra percepción de la realidad a su antojo —no sabía por qué me sinceraba de esa forma con el extraño ladronzuelo—. No hay nadie que salga impune del agarre de la Dama de Hierro.
—Comprendo —respondió para mi sorpresa—. Contrario de lo que debes creer no siempre fuimos chatarreros —continuó Prim—. Bran y yo nos criamos en las calles, no es una vida fácil pero aun así nos hicimos ingenieros tras miles de sacrificios; teníamos la vocación necesaria y éramos muy buenos en ello. Un día, después de la explosión en la antigua ciudad, por burlas de la vida, como dices, Bran fue diagnosticado de una rara afección radiactiva y no teníamos forma de pagar los tratamientos de nanobots. Nadie iba a ayudarnos, así que no teníamos opción. Tras varios robos, muchos —Rio regodeándose, aunque su sonrisa se asemejó más a una mueca vacía— logramos pagar el tratamiento de Bran, pero como consecuencia terminamos escondidos aquí, con miles de organizaciones y de personajes, de todo tipo, pisando nuestros talones. Nuestra única protección y garantía fue ampararnos en las ruinas.
Le escuché en silencio. Aproveché la distracción de la plática para aflojar con cautela los amarres que me mantenían las manos atadas a la espalda.
—Así que, si para salir de este ruinoso y asqueroso sitio tenemos que intercambiar tu libertad, lo haremos sin dudarlo; aunque la Casa Regia nos explote como animales. Haré lo que sea por mantener con vida al único familiar que tengo y por qué no, gozar de los lujos que esta podrida sociedad tiene para ofrecer.

InsomneWhere stories live. Discover now