Capítulo XIV: La caída del coloso

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De nuevo en el sendero, pero, esta vez caminando sobre sus huellas, el grupo se puso en marcha. Los orcos, armados con burdas lanzas de madera y algún débil arco, caminaban recelosos por la nieve. Algón empuñaba el mandoble que aún no había podido estrenar, ya había descubierto alguna de las mágicas peculiaridades que poseía; su peso era mucho menor del que tendría que tener un arma de esa envergadura y su hoja estaba afilada hasta un extremo inalcanzable para una simple piedra de pulir. Estaba ansioso por usarla.

Keldarion caminaba junto a Zort y Runi. El paso era rápido, cuanto antes terminaran su repentina gesta de rescate, antes podrían retomar su camino. El jefe orco preguntó en reiteradas ocasiones si no querían olvidar el asunto y evitar complicaciones, pero los tres estaban convencidos de su obligación y no dudaron.

Caminaron durante un largo rato hasta que el jefe orco señaló un desvío, ese era el desfiladero que conducía a la caverna, si continuaban por él durante menos de veinte minutos, llegarían sin pérdida alguna. Los orcos se acomodaron en la salida, alertas por si alguna criatura intentaba bloquearles el paso.

Los tres compañeros se adentraron en el estrecho desfiladero, no tenían la intención de entablar batalla, con un poco de fortuna encontrarían fácilmente los restos sin vida de los orcos perdidos y con eso podrían al menos confirmar a sus seres queridos la pérdida y evitarles el peligroso intento de rescate.

Durante el primer trecho fue costoso moverse, especialmente para Algón, pero cada vez la abertura se ensanchaba más y más. Pronto llegaron a una salida que daba a un sendero similar al que habían dejado atrás. Continuaron en dirección norte, alerta y empuñando las armas.

Anduvieron durante más de una hora hasta que un extraño sonido los hizo aminorar la marcha. Parecía el sonido de un animal moribundo, una mezcla de gruñidos y quejidos. Entonces vieron a un troll en mitad del camino, se arrastraba por el suelo. Al acercarse pudieron ver la horrible situación en la que se encontraba la pobre criatura. Sus piernas habían sido arrancadas, al igual que su brazo derecho y su cuerpo estaba lleno de profundas heridas. El troll, miró a los tres estupefactos aventureros con el único ojo que le quedaba.

—Pobre criatura... —dijo Algón.

Keldarion se acercó a él y terminó con su sufrimiento atravesándole la cabeza con una de sus espadas. Aquello era una señal inequívoca de que iban por el camino correcto. Algo más nerviosos continuaron arrimados a una de las paredes del sendero. La nieve era espesa y dificultaba el paso. Si eran sorprendidos, retirarse no sería fácil.

A pocos más de cincuenta puertas comenzaron a ver restos de trolls, innumerables brazos, piernas, cabezas, todas ellas destrozadas y desgarradas, la mayoría congeladas bajo una fina capa de nieve. Parecía que el yeti no se molestaba en terminar sus comidas sino que prefería ir a buscar más o quizás, sólo mataba por placer y no por hambre, como sería normal en un animal salvaje.

Cuanto más avanzaban, más restos encontraban. Los tres buscaron entre los restos algo que pudiese pertenecer a un orco, pero todo eran extremidades troll. En la distancia, una gran caverna se abría ante ellos. Se veía con claridad el fondo ya que no era muy profunda, pero su altura era de más de cinco puertas. A su alrededor la sangre manchaba la nieve como si la mismísima montaña sangrara.

Detrás de unas rocas los tres observaron con cautela. No se veía rastro del yeti, como bien había supuesto el jefe orco, se encontraría de caza lejos de allí. Keldarion hizo una señal a los demás para que avanzaran hasta la entrada de la caverna y así lo hicieron, alertas y vigilando todo lo que les rodeaba.

Dentro el hedor era nauseabundo, restos en descomposición, charcas de sangre y heces lo llenaban todo, incluso las paredes estaban teñidas de rojo.

Uria I: La torre y el enanoWhere stories live. Discover now