Capítulo 22: Monstruos

Comenzar desde el principio
                                    

Lorna, Micaela, Teresa y todas las que están en este momento cuchicheando y riéndose de mí, sin siquiera intentar camuflarlo: respiran, caminan, parpadean y viven con facilidad. Podrían usar chaquetas con iniciales de sus novios porque tienen novios, así de simple. Tienen una tendencia innata a que todo les quede bien, desde la ropa y los accesorios hasta los peinados. Sus pestañas largas y tupidas saben batear en el momento y al ritmo exacto para obtener lo que "merecen".

Y luego estoy yo. Con picazón en la espalda permanente por la etiqueta de la campera del condenado uniforme deportivo. Con tendencia a transpirar más de lo socialmente aceptable, y despertar cada mañana en un estado tan deplorable, que parece que hubiera sufrido de una convulsión la noche anterior.

Maldigo por enésima vez mi mala suerte, retorciéndome de incomodidad, mientras jugueteo distraídamente con la cremallera de la capucha.

En mi antigua escuela no teníamos que ponernos uniforme. Podía usar shorts porque nadie me hacía acordar lo gordita que estaba.

Gracias a todas estas diablas, soy extra consciente de todas mis partes fofas, sobre todo mi trasero.

—El azul no es su color —cuchichea Micaela a las demás, mientras me observan sin miramientos. Todas se ríen sin piedad, y algunas ni siquiera me conocen, pero no les importa. Supongo que sentirse parte de las populares aunque sea a costa de alguien más, es la nueva frontera para estas otras chicas desesperadas por validación social. Escalar el Everest está sobrevalorado en comparación con esta nueva tendencia.

Me tomo mi tiempo en atarme los cordones, así puedo darles la espalda y pretender por dos segundos que estoy sola y no en medio de un fandom demoníaco. Rezo para que alguna se tuerza un tobillo, o se le corra el rímel y cancelen la clase así puedo huir de una vez por todas.

—La entrenadora debe estar ebria si cree que voy a saltar sobre esa cosa —dice una voz familiar a mi izquierda cuya cadencia levanta la pesadez en mi pecho como por arte de magia.

Giro para encontrarme con Stormy, que tiene esa habilidad de aparecer en mi vida como un soplo de aire fresco cuando todo lo que me rodea huele a podrido.

—Nunca voy a entender estos rituales que tenemos que sobrevivir en las clases de deportes —bufo mientras ambas miramos al aparato gimnástico de madera y forma rectangular alargada con odio.

—Ay Dios, mira como la profe apila esos cajones desgraciados. ¿Cinco? Listo, la vieja se enloqueció —chilla Stormy, con los ojos como platos.

Suelto una carcajada, y me doy cuenta de lo mucho que ya la quiero. Ella es el alivio que sientes cuando has estado conteniendo la respiración durante demasiado tiempo, desesperada porque sabes que no tienes opción y vas a ceder pronto, pero de repente todo está bien y puedes relajarte.

Desde mi cumpleaños, Stormy se autodenominó mi sensei del "emoticoneo". En otras palabras: me está enseñando cómo compensar con emoticones (y su cuidadosa selección) mi falta de habilidad social y coqueteo virtual. He mejorado tanto que juro podemos mantener una conversación únicamente a base de caritas, frutas de connotaciones algo sospechosas, y llamitas fogosas.

La nerda que hay en mí buscó el origen y aprendí que los inventaron los japoneses y que en inglés "emoji" es una contracción de la letra "e" y "moji", que se traduce aproximadamente como "pictografía". ¿Ya se durmieron con mis divagues?

De repente siento una punzada en el pecho, este sería el momento en el que papá me diría algo como: "Esa es mi abejita sabelotodo." Sin embargo, se ha encerrado en el más absoluto mutismo. Voy a tener que esforzarme... Apenas me ha hablado, y estoy a punto de perder el control.

OlvídameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora